Gálatas 2, 1-9


La asamblea de Jerusalén.
Luego, al cabo de catorce años, subí nuevamente a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo también a Tito. Subí movido por una revelación y les expuse a los notables en privado el Evangelio que proclamo entre los gentiles para ver si corría o había corrido en vano. Pues bien, ni siquiera Tito que estaba conmigo, con ser griego, fue obligado a circuncidarse. Y esto a causa de los intrusos, los falsos hermanos que solapadamente se infiltraron para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús, con el fin de reducirnos a esclavitud, a quienes ni por un instante cedimos, sometiéndonos, a fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio... Y de parte de los que eran tenidos por notables —¡no importa lo que fuesen: Dios no mira la condición de los hombres— en todo caso, los notables nada nuevo me impusieron. Antes al contrario, viendo que me había sido confiada la evangelización de los incircuncisos, al igual que a Pedro la de los circuncisos, —pues el que actuó en Pedro para hacer de él un apóstol de los circuncisos, actuó también en mí para hacerme apóstol de los gentiles— y reconociendo la gracia que me había sido concedida, Santiago, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos tendieron la mano en señal de comunión a mí y a Bernabé, para que nosotros fuéramos a los gentiles y ellos a los circuncisos.
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