Gálatas 3, 15-29

Hermanos, voy a explicarme en términos humanos. Ya sabéis que, entre los hombres, nadie anula ni añade nada a un testamento hecho en regla. Pues bien, las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendencia. La Escritura no dice ‘y a los descendientes’, como si fueran muchos*, sino a uno solo, a tu descendencia, es decir, a Cristo. Y yo pienso que un testamento hecho por Dios en toda regla no puede ser anulado por la ley, que llega cuatrocientos treinta años más tarde. En ese caso la promesa* quedaría anulada. Pues si la herencia dependiera de la ley, ya no procedería de la promesa; y, sin embargo, Dios otorgó a Abrahán su favor en forma de promesa. Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida para poner de manifiesto las transgresiones*, hasta que llegase la descendencia* depositaria de la promesa, promulgada por los ángeles* y con la intervención de un mediador. Ahora bien, cuando actúa uno solo, no hay mediador; y Dios es uno solo*. Según esto, ¿se opone la ley a las promesas de Dios? ¡De ningún modo! Si se nos hubiera otorgado una ley capaz de dar vida, en ese caso la justicia vendría realmente de la ley. Pero la Escritura encerró todo bajo el pecado, a fin de que la promesa fuera otorgada a los creyentes mediante la fe en Jesucristo*. Antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que debía manifestarse. De manera que la ley fue nuestro pedagogo* hasta la llegada de Cristo; a partir de aquí somos justificados por la fe. Mas, una vez llegada la fe, ya no estamos a merced el pedagogo, pues todos* sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis bautizado en Cristo* os habéis revestido de Cristo, de modo que ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús*. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa*.
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