Hechos 8, 4-40


Felipe en Samaría.
Los que se habían dispersado fueron por todas partes anunciando la Buena Nueva de la palabra. Felipe bajó a una ciudad de Samaría y les predicaba a Cristo. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque ellos oían y veían los signos que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados. Hubo una gran alegría en aquella ciudad.
Simón el mago.
Sin embargo, ya de tiempo atrás había en la ciudad un hombre llamado Simón que practicaba la magia y tenía atónito al pueblo de Samaría y decía que él era alguien importante. Y todos, desde el menor hasta el mayor, le prestaban atención y decían: «Éste es la Potencia de Dios llamada la Grande.» Le prestaban atención porque les había tenido atónitos por mucho tiempo con sus artes de magia. Pero cuando creyeron a Felipe que anunciaba la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a bautizarse hombres y mujeres. Hasta el mismo Simón creyó y, una vez bautizado, no se apartaba de Felipe; y estaba atónito al ver los signos y grandes milagros que se realizaban. Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaría había aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Éstos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo. Al ver Simón que mediante la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu, les ofreció dinero diciendo: «Dadme a mí también ese poder: que reciba el Espíritu Santo aquel a quien yo impoga las manos.» Pedro le contestó: «Que tu dinero sea para ti tu perdición; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero. En este asunto no tienes tú parte ni herencia, pues tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de esa tu maldad y ruega al Señor, a ver si se te perdona ese pensamiento de tu corazón; porque veo que tú estás con la amargura de la hiel y encadenado por la maldad.» Simón respondió: «Rogad vosotros al Señor por mí, para que no venga sobre mí ninguna de esas cosas que habéis dicho.» Ellos, después de haber dado testimonio y haber predicado la palabra del Señor, se volvieron a Jerusalén evangelizando muchos pueblos samaritanos.
Felipe bautiza a un eunuco.
Un ángel del Señor habló así a Felipe: «Levántate y marcha hacia el sur por el camino que baja de Jerusalén a Gaza. Es desierto.» Se levantó y partió. Y he aquí que un etíope eunuco, alto funcionario de Candace, reina de los etíopes, que estaba a cargo de todos sus tesoros, y había venido a adorar en Jerusalén, regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías. El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y ponte junto a ese carro.» Felipe corrió hasta él y le oyó leer al profeta Isaías; y le preguntó: «¿Entiendes lo que vas leyendo?» Él respondió: «¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?» Y rogó a Felipe que subiese y se sentase con él. El pasaje de la Escritura que iba leyendo era éste:
«Fue llevado como una oveja al matadero;
y como cordero, mudo delante del que lo trasquila,
así él no abre la boca.
En su humillación le fue negada la justicia;
¿quién podrá contar su descendencia?
Porque su vida fue arrancada de la tierra.»
El eunuco preguntó a Felipe: «Te ruego me digas de quién dice esto el profeta: ¿de sí mismo o de otro?» Felipe entonces tomó la palabra y, partiendo de este texto de la Escritura, se puso a anunciarle la Buena Nueva de Jesús. Siguiendo el camino llegaron a un sitio donde había agua. El eunuco dijo: «Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?» -- Y mandó detener el carro. Bajaron ambos al agua, Felipe y el eunuco; y lo bautizó; y al subir del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y ya no le vio más el eunuco, que siguió gozoso su camino. Felipe se encontró en Azoto y recorría evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.
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