Job  14, 7-22

Un árbol tiene esperanza:
aun talado, vuelve a retoñar,
sus renuevos brotan sin parar;
aunque viejas sus raíces enterradas,
con un tronco que agoniza en el polvo,
al contacto con el agua reverdece
y echa ramas como una planta joven.
Pero el hombre muere y queda inerte,
cuando expira el mortal, ¿dónde está?
El agua del mar se evapora,
los ríos se secan y aridecen,
y el hombre se acuesta y no se alza,
se gastarán los cielos y no despertará,
de su sueño no espabilará.
¡Ojalá en el Seol me escondieras,
me ocultaras mientras pasa tu cólera,
fijaras una fecha para acordarte de mí!
¿Pero puede el hombre muerto revivir?
Todo el tiempo de mi milicia esperaría
ansioso a que llegase mi relevo.
Te llamaría y tú responderías
anhelando la obra de tus manos;
no controlarías mis errores,
como ahora cuentas mis pasos;
cerrarías en un saco mi delito,
blanquearías con cal mi pecado.
Como monte que acaba derrumbándose,
como rocas desplazadas de su sitio,
como agua que erosiona las piedras,
como aluvión que arrastra el barro,
así acabas tú con la esperanza del hombre.
Lo aplastas para siempre y se va,
lo desfiguras y luego lo olvidas.
Medran sus hijos y no se entera,
son despreciados y no lo advierte.
Sólo siente el dolor de su carne,
tan sólo se lamenta por su vida.
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