Job  41, 1-26

Tu esperanza sería ilusoria,
pues sólo su vista aterra.
No hay audaz capaz de provocarlo,
¿quién puede resistirle frente a frente?
¿Quién le plantó cara y salió ileso?
¡Nadie bajo los cielos!
No pasaré por alto sus miembros,
hablaré de su fuerza incomparable.
¿Quién le ha abierto el manto de su piel
y ha penetrado por su doble coraza?
¿Quién ha abierto las puertas de sus fauces?
¡El terror reina en torno a sus dientes!
Su dorso son hileras de escudos,
que cierra un sello de piedra;
están entre sí tan trabados
que ni un soplo se filtra entre ellos;
se sueldan unos con otros,
forman un sólido bloque.
Su estornudo proyecta destellos,
sus ojos parpadean como el alba.
Antorchas brotan de sus fauces,
se escapan chispas de fuego;
de sus narices sale una humareda,
como caldero que hierve atizado;
su aliento enciende carbones,
expulsa llamas por su boca.
En su cuello reside la fuerza,
ante él danza el espanto.
(17) Si se yergue se asustan las olas,
las ondas del mar se retiran.
Las carnes de su cuerpo son compactas,
tan pegadas que quedan inmóviles;
Su corazón es sólido como roca,
resistente como piedra molar.
La espada lo golpea y no se clava,
ni dardo, jabalina o lanza.
El hierro es para él como paja,
madera podrida el bronce.
Disparos de flecha no le hacen huir:
las piedras de la honda se vuelven tamo;
tamo le parece el mazo,
se burla del venablo que vibra.
Su vientre, de lastras afiladas,
pasa como un trillo por el lodo;
calienta el fondo como un caldero,
convierte el mar en un pebetero;
Deja detrás estela luminosa,
melena blanca diríase el abismo.
Nada se le iguala en la tierra,
pues es creatura sin miedo.
Mira a la cara a los más altivos,
es el rey de los hijos del orgullo.
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