Salmos 18, 8-18

La tierra rugió, retembló,
temblaron las bases de los montes
(vacilaron bajo su furor).
De su nariz salía una humareda,
de su boca un fuego abrasador
(y lanzaba carbones encendidos).
Inclinó los cielos y bajó,
con espeso nublado a sus pies;
volaba a lomos de un querubín,
sostenido por las alas del viento.
Se puso como tienda un cerco de tinieblas,
de aguas oscuras y espesos nubarrones;
el brillo de su presencia despedía
granizo y ascuas de fuego.
Tronó Yahvé en el cielo,
lanzó el Altísimo su voz;
disparó sus saetas y los dispersó,
la cantidad de rayos los desbarató.
El fondo del mar quedó a la vista,
los cimientos del orbe aparecieron,
a causa de tu bramido, Yahvé,
al resollar el aliento de tu nariz.
Lanzó su mano de lo alto y me agarró
para sacarme de las aguas caudalosas;
me libró de un enemigo poderoso,
de adversarios más fuertes que yo.
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