Eclesiástico 40, 1-10


Miseria del hombre.
Penoso destino se ha asignado a todo hombre,
pesado yugo grava sobre los hijos de Adán,
desde el día en que salen del seno materno,
hasta el día de su regreso a la madre de todos.
El objeto de sus reflexiones, la ansiedad de su corazón
es la espera angustiosa del día de la muerte.
Desde el que está sentado en un trono glorioso
hasta el que yace humillado en la ceniza y el polvo;
desde el que lleva púrpura y corona
hasta el que se cubre con harapos;
todos conocen la ira y la envidia, la turbación y la inquietud,
el miedo a la muerte, el resentimiento y la discordia.
Y mientras descansa en el lecho,
los sueños nocturnos alteran sus pensamientos.
Descansa un poco, apenas un instante,
y ya en sueños o en vigilia,
se ve turbado por sus propias visiones,
como si fuese un fugitivo que huye del combate,
que al sentirse libre, se despierta,
sorprendido de su infundido temor.
Éste es el destino de toda criatura, del hombre hasta la bestia,
pero para los pecadores es siete veces peor:
muerte, sangre, discordia, espada,
adversidades, hambre, tribulación, azote.
Todo esto fue creado para los malvados,
y por su culpa se produjo el diluvio.
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