II Macabeos 11, 1-12

Muy poco tiempo después, Lisias, tutor y pariente del rey, que estaba al frente de los negocios, muy contrariado por lo sucedido, reunió unos ochenta mil hombres con toda la caballería y se puso en marcha contra los judíos, con la intención de hacer de la ciudad una población de griegos, convertir el templo en fuente de recursos, como los demás recintos sagrados de los paganos, y poner cada año en venta la dignidad del sumo sacerdocio. No tenía en cuenta en absoluto el poder de Dios, engreído como estaba con sus miríadas de infantes, sus millares de jinetes y sus ochenta elefantes. Entró en Judea, se acercó a Bet Sur, plaza fuerte que dista de Jerusalén unas cinco esjenas*, y le puso un estrecho cerco. En cuanto los hombres de Macabeo supieron que Lisias estaba sitiando las fortalezas, comenzaron a implorar al Señor con gemidos y lágrimas, junto con la multitud, que enviase un ángel bueno para salvar a Israel. Macabeo en persona fue el primero en tomar las armas y exhortó a los demás a que, juntamente con él, afrontaran el peligro y auxiliaran a sus hermanos. Ellos se lanzaron juntos con entusiasmo. Cuando estaban cerca de Jerusalén, apareció un jinete vestido de blanco, que blandía armas de oro, y se puso al frente de ellos. Todos a una bendijeron entonces a Dios misericordioso y sintieron que sus ánimos se enardecían, dispuestos a atravesar no sólo a hombres, sino aun a las fieras más salvajes y murallas de hierro. Avanzaban equipados, con el aliado enviado del Cielo, porque el Señor se había compadecido de ellos. Se lanzaron como leones sobre los enemigos, abatieron once mil infantes y mil seiscientos jinetes, y obligaron a huir a todos los demás. La mayoría de éstos escaparon heridos y desarmados; el mismo Lisias se salvó huyendo vergonzosamente.
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