Lucas 15, 1-32


La oveja perdida
Mt 18,12-14

Todos los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a escuchar. Los fariseos y los doctores murmuraban:
–Éste recibe a pecadores y come con ellos. Él les contestó con la siguiente parábola: – Si uno de ustedes tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la extraviada hasta encontrarla? Al encontrarla, se la echa a los hombros contento, se va a casa, llama a amigos y vecinos y les dice: Alégrense conmigo, porque encontré la oveja perdida. Les digo que, de la misma manera habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesiten arrepentirse.

La moneda perdida

Si una mujer tiene diez monedas y pierde una, ¿no enciende una lámpara, barre la casa y busca con mucho cuidado hasta encontrarla? Al encontrarla, llama a las amigas y vecinas y les dice: Alégrense conmigo, porque encontré la moneda perdida. Les digo que lo mismo se alegrarán los ángeles de Dios por un pecador que se arrepienta.

El hijo pródigo

Añadió:
– Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo al padre: Padre, dame la parte de la fortuna que me corresponde. Él les repartió los bienes. A los pocos días el hijo menor reunió todo y emigró a un país lejano, donde derrochó su fortuna viviendo una vida desordenada. Cuando gastó todo, sobrevino una carestía grave en aquel país, y empezó a pasar necesidad. Fue y se puso al servicio de un hacendado del país, el cual lo envió a sus campos a cuidar cerdos. Deseaba llenarse el estómago de las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitando pensó: A cuántos jornaleros de mi padre les sobra el pan mientras yo me muero de hambre. Me pondré en camino a casa de mi padre y le diré: He pecado contra Dios y te he ofendido; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros. Y se puso en camino a casa de su padre. Estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó. El hijo le dijo:
– Padre, he pecado contra Dios y te he ofendido, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus sirvientes:
– Enseguida, traigan el mejor vestido y vístanlo; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Celebremos un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado. Y empezaron la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Cuando se acercaba a casa, oyó música y danzas y llamó a uno de los sirvientes para informarse de lo que pasaba. Le contestó:
– Es que ha regresado tu hermano y tu padre ha matado el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo. Irritado, se negaba a entrar.
Su padre salió a rogarle que entrara. Pero él le respondió:
– Mira, tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos. Pero, cuando ha llegado ese hijo tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el ternero engordado. Le contestó:
– Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado.
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