Hebreos 5, 1-14

Porque todo sumo sacerdote, tomado de entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en los relaciones con Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede sentir indulgente compasión hacia los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. A causa de ellas, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo. Y nadie recibe este honor por sí mismo, sino llamado por Dios, justamente como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino que se la confirió aquel que le dijo: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado yo» (Sal 2,7). O como dice en otro pasaje: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» (Sal 110,4). Cristo, en los días de su vida mortal, presentó, con gritos y lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado en atención a su piedad reverencial. Y aun siendo Hijo, aprendió, por lo que padeció, la obediencia, y llevado o la consumación, se convirtió, para los que le obedecen, en causa, de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec. De esto nos queda mucho por decir y de difícil explicación, ya que os habéis hecho torpes de oído. Pues realmente, debiendo ser maestros por el tiempo ya pasado, os encontráis de nuevo en la necesidad de que os enseñen lo elemental de los oráculos divinos, y os habéis vuelto tales, que necesitáis leche, no comida sólida. Y todo el que se alimenta de leche no tiene experiencia de la doctrina de la justicia, porque todavía es niño. La comida sólida es propia de adultos, o sea, de los que, a fuerza de practicar, tienen desarrollada la sensibilidad para discernir entre lo bueno y lo malo.
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