I Timoteo 3, 1-16

He aquí una sentencia veraz: «Aspirar al episcopado es desear una noble función.» Por tanto, el responsable debe ser irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, ponderado, educado, hospitalario, buen pedagogo; no debe ser bebedor ni pendenciero, sino amable, pacífico, desinteresado. Debe llevar bien su propia casa, teniendo sumisos a sus hijos con dignidad. Porque, si uno no sabe llevar bien su propia casa, ¿cómo podrá cuidarse de la Iglesia de Dios reunida? No debe ser un neófito, para que no incurra en la misma condenación de orgullo, en la que incurrió el diablo. Conviene también que tenga buena reputación entre la gente de fuera, para que no caiga en descrédito ni en las redes del diablo. Igualmente, los diáconos sean honrados, sin doblez, moderados en el uso del vino y libres de sórdidos negocios, con conciencia pura, guarden el misterio de la fe. También en ellos debe primero examinarse su vida y luego, si son irreprochables, podrán ejercer el oficio de diácono. Las mujeres deben ser igualmente honradas, no calumniadoras; sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean maridos de una sola mujer, y sepan llevar bien a sus hijos y a su propia casa. Los que cumplan bien su oficio de diácono adquieren un grado honorable y una gran seguridad en la fe en Cristo Jesús. Te estoy escribiendo esta carta con la esperanza de reunirme pronto contigo. Pero si me retraso, quiero que sepas cómo debe uno portarse en la casa de Dios, o sea en la Iglesia del Dios viviente, columna y fundamento de la verdad. Y, sin ningún lugar a dudas, es grande el misterio de la piedad: se ha revelado en la carne, justificado en el Espíritu, visto por los ángeles, proclamado entre los gentiles, creído en el mundo, ascendido a la gloria.
Ver contexto