I Macabeos 7, 1-50

° El año ciento cincuenta y uno, Demetrio, hijo de Seleuco, salió de Roma y, con unos pocos hombres, desembarcó en una ciudad marítima donde se proclamó rey. Cuando se disponía a entrar en el palacio real de sus antepasados, el ejército apresó a Antíoco y a Lisias para llevarlos a su presencia. Al saberlo, Demetrio dijo: «No quiero ver sus caras». El ejército los mató y Demetrio se sentó en el trono real. Entonces todos los israelitas apóstatas e impíos acudieron a él, con Alcimo al frente, que pretendía el cargo del sumo sacerdocio. Ya en su presencia, acusaron al pueblo diciendo: «Judas y sus hermanos han hecho perecer a todos tus amigos y a nosotros nos han expulsado de nuestro país. Envía, pues, ahora, a una persona de tu confianza, que vaya y vea los estragos que han causado en nosotros y en la provincia real, y los castigue a ellos y a todos los que los apoyan». El rey eligió a Báquides, uno de sus Amigos, gobernador de Transeufratina, grande en el reino y fiel al rey. Lo envió con el impío Alcimo, a quien concedió el sacerdocio, con la orden de castigar a los hijos de Israel. Partieron con un ejército numeroso, entraron en la tierra de Judea y enviaron mensajeros a Judas y sus hermanos con falsas propuestas de paz. Pero estos no hicieron caso a sus palabras, porque vieron que había venido con un gran ejército. No obstante, un grupo de letrados se reunió con Alcimo y Báquides, tratando de encontrar una solución justa. «Los leales» eran los primeros entre los hijos de Israel en pedirles la paz, pues se decían: «Un sacerdote del linaje de Aarón ha venido con el ejército: no nos hará ningún mal». Báquides habló con ellos amistosamente y les aseguró bajo juramento: «No intentaremos haceros mal ni a vosotros ni a vuestros amigos». Le creyeron, pero él prendió a sesenta de ellos y los mató en un mismo día, según aquel texto de la Escritura: «Esparcieron la carne y la sangre de tus santos en torno a Jerusalén y no hubo quien les diese sepultura». Con esto, el miedo hacia ellos y el espanto se apoderó de todo el pueblo que decía: «No tienen sinceridad ni honradez, pues han violado el pacto y el juramento que habían jurado». Báquides partió de Jerusalén y acampó en Betsaid. De allí mandó apresar a muchos de los suyos que habían desertado y a algunos del pueblo; los mató y los arrojó en la cisterna grande. Luego puso la provincia en manos de Alcimo, dejó con él tropas que lo sostuvieran y marchó adonde estaba el rey. Alcimo tuvo que luchar para defender su cargo de sumo sacerdote. Se le unieron todos los perturbadores del pueblo, se hicieron dueños de la tierra de Judea y causaron un enorme estrago en Israel. Cuando Judas vio todo el daño que Alcimo y los suyos hacían a los hijos de Israel, mayor que el que habían causado los gentiles, salió a recorrer todo el territorio de Judea para castigar a los desertores e impedirles circular por la región. Al ver Alcimo que Judas y los suyos cobraban fuerza, comprendiendo que no podía ofrecerles resistencia, se dirigió al rey y los acusó de graves delitos. Entonces el rey envió a Nicanor, uno de sus generales más distinguidos y enemigo declarado de Israel, y le mandó exterminar al pueblo. Nicanor llegó a Jerusalén con un ejército numeroso y envió a Judas y a sus hermanos un insidioso mensaje de paz diciéndoles: «No haya pugna entre nosotros; iré a veros con una pequeña escolta en son de paz». Fue, pues, adonde estaba Judas y ambos se saludaron amistosamente, pero los enemigos estaban preparados para secuestrar a Judas. Este se enteró de que Nicanor había venido con engaños, se atemorizó y no quiso verlo más. Nicanor, viendo descubiertos sus planes, salió a enfrentarse con Judas cerca de Cafarsalamá. Cayeron unos quinientos hombres del ejército de Nicanor y los demás huyeron a la Ciudad de David. Después de estos sucesos, subió Nicanor al monte Sión. Algunos sacerdotes y ancianos del pueblo salieron del santuario para saludarlo amistosamente y mostrarle el holocausto que se ofrecía por el rey. Pero él se burló de ellos, los escarneció y escupió, y les habló con insolencia. Encolerizado, juró: «Si ahora mismo no se me entrega a Judas y a su ejército en mis manos, cuando vuelva victorioso, prenderé fuego a este templo». Y salió enfurecido. Los sacerdotes entraron y, de pie ante el altar y el santuario, exclamaron llorando: «Tú has elegido este templo dedicado a tu Nombre, para que fuese casa de oración y súplica para tu pueblo; castiga a este hombre y a su ejército, que caigan atravesados por la espada. Acuérdate de sus blasfemias y no les des tregua». Nicanor salió de Jerusalén y acampó en Bet Jorón, donde se le unió un contingente de Siria. Judas acampó en Adasá con tres mil hombres y oró diciendo: «Cuando los enviados del rey blasfemaron, salió tu ángel y mató a ciento ochenta y cinco mil de ellos; destruye también hoy este ejército ante nosotros y reconozcan los que queden, que su jefe profirió palabras impías contra tu santuario. ¡Júzgalo según su maldad!». El día trece del mes de adar trabaron batalla los ejércitos y salió derrotado el de Nicanor. Nicanor cayó el primero en el combate y su ejército, al verlo caído, arrojó las armas y se dio a la fuga. Los judíos estuvieron persiguiéndolos un día entero, desde Adasá hasta llegar a Guézer, con las trompetas tocando a rebato detrás de ellos. De todas las aldeas judías del contorno salió gente que, rodeándolos, les obligaron a volverse los unos sobre los otros. Todos cayeron a espada: no quedó ni uno de ellos. Tomaron los despojos y el botín; cortaron la cabeza de Nicanor y su mano derecha, aquella que había extendido con insolencia, y las llevaron para exponerlas a la vista de Jerusalén. El pueblo se llenó de gran alegría; celebraron aquel día como un gran día de regocijo y acordaron conmemorarlo cada año el trece de adar. La tierra de Judá gozó de sosiego por algún tiempo.
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