II Macabeos 14, 26-36

Alcimo, al ver la recíproca benevolencia, se hizo con una copia del tratado y acudió a Demetrio. Le decía que Nicanor tenía sentimientos contrarios a los intereses del Estado, pues había designado como sucesor suyo a Judas, el conspirador contra el reino. El rey, excitado y fuera de sí por las calumnias de aquel perfecto canalla, escribió a Nicanor comunicándole que estaba disgustado por el pacto y ordenándole que inmediatamente mandara al Macabeo preso a Antioquía. Cuando Nicanor recibió la comunicación, quedó consternado, pues le desagradaba mucho anular lo convenido sin que aquel hombre hubiera cometido ninguna injusticia. Pero como no era posible oponerse al rey, buscaba la oportunidad de ejecutar la orden mediante alguna estratagema. Cuando Macabeo, por su parte, percibió que Nicanor le mostraba un trato más reservado y que se portaba con más frialdad que de costumbre, pensó que tal sequedad no presagiaba nada bueno, y reunió a muchos de los suyos para ocultarse de Nicanor. Este, al darse cuenta de que Judas había huido astutamente, se presentó en el más augusto y santo templo en el momento en que los sacerdotes ofrecían los sacrificios rituales, y les exigió que le entregaran a aquel hombre. Ellos aseguraron con juramento que no sabían dónde estaba el que buscaba. Entonces él, extendiendo la mano derecha hacia el santuario, hizo este juramento: «Si no me entregáis encadenado a Judas, arrasaré este recinto sagrado de Dios, destruiré el altar y aquí mismo levantaré un magnífico templo a Baco». Dicho esto se fue. Los sacerdotes con las manos tendidas al cielo invocaban a Aquel que sin cesar había combatido en favor de nuestra nación, diciendo: «Tú, Señor de todas las cosas, que nada necesitas, has querido establecer el santuario de tu morada entre nosotros. También ahora, oh Santo, Señor de toda santidad, conserva siempre incontaminada esta Casa, purificada hace poco».
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