II Reyes  18, 13-37

El año catorce del rey Ezequías, Senaquerib, rey de Asiria, marchó contra todas las ciudades amuralladas de Judá y se apoderó de ellas. Ezequías, rey de Judá, envió un mensaje a Senaquerib, que estaba en Laquis. El mensaje decía: «He faltado. Retírate y pagaré cuanto me impongas». El rey de Asiria impuso a Ezequías, rey de Judá, el tributo de trescientos talentos de plata y treinta de oro. Entregó Ezequías todo el dinero que se encontraba en el templo del Señor y en los tesoros del palacio real, y hasta desguarneció las puertas del santuario del Señor y los batientes que él mismo había revestido de oro para entregarlos al rey de Asiria. El rey asirio despachó al copero mayor con un fuerte destacamento de Laquis a Jerusalén, donde se hallaba el rey Ezequías. Avanzó sobre Jerusalén y, nada más llegar, tomó una posición próxima al canal de la Alberca Superior, junto al camino del Campo del Batanero. Llamaron al rey, y Eliaquín, hijo de Jilquías, mayordomo de palacio, Sobná, el secretario, y Joaj, hijo de Asaf, el heraldo, se dirigieron hacia el destacamento. El copero mayor les dijo: «Decid a Ezequías: “Así habla el gran rey, el rey de Asiria: ¿Qué seguridad es esa en la que te apoyas? Has pensado: ‘La palabra de los labios es consejo y valor para la guerra’. Pero, ¿en quién confías para rebelarte contra mí? Te has confiado en el apoyo de Egipto, esa caña rota, que penetra y traspasa la mano de quien se apoya en ella. Eso es el faraón, rey de Egipto, para todos los que en él confían. Pero, si me replicáis: ‘Nosotros confiamos en el Señor, nuestro Dios’, ¿no es ese el dios cuyos santuarios y altares retiró Ezequías, ordenando a Judá y a Jerusalén: ‘Rendiréis culto solo ante este altar en Jerusalén’?”. Haced, pues, una apuesta con mi señor, el rey de Asiria: te daré dos mil caballos, si eres capaz de agenciarte jinetes para ellos. ¿Cómo puedes rehusar nada, aunque sea uno solo de los servidores más insignificantes de mi señor? ¡Tú te fías de Egipto para disponer de carros y caballería! ¿Crees que he avanzado hasta aquí para destruir este lugar sin contar con el Señor? Porque el Señor es quien me ha dicho: ‘Marcha contra esa tierra y destrúyela’”». Eliaquín, Sobná y Joaj pidieron al copero mayor: «Háblanos a nosotros, tus servidores, en arameo, por favor, que lo entendemos; no nos hables en el hebreo de Judá y a oídos del pueblo que está en la muralla». El copero mayor respondió: «¿Es a tu señor, o a vosotros, a quienes me envía mi señor a decir estas cosas? Es, precisamente, a los hombres que se asoman en la muralla a quienes me envía. Pues ellos habrán de comer sus excrementos y beber sus orinas con vosotros». Entonces el copero mayor se puso en pie y gritó con voz fuerte en el hebreo de Judá: «Escuchad la palabra del Gran Rey, rey de Asiria. Así habla el rey: “No os engañe Ezequías, que no podrá libraros de mi mano. Que Ezequías no os haga confiar en el Señor diciendo: ‘El Señor nos librará y esta ciudad no caerá jamás en manos del rey de Asiria’. No hagáis caso a Ezequías, porque —así habla el rey de Asiria—: Sellad la paz conmigo y salid hacia donde yo estoy. Cada uno podrá comer de su viña y de su higuera y beber del agua de su cisterna, hasta que yo llegue y os conduzca a una tierra como la vuestra, tierra de trigo y mosto, de pan y vino, de aceite y miel, de manera que viváis y no muráis. Pero no hagáis caso a Ezequías, que os engaña diciendo: ‘El Señor nos librará’. ¿Es que los dioses de las otras naciones han podido librar sus territorios de la mano del rey de Asiria? ¿Dónde están los dioses de Jamat y de Arpad? ¿Dónde están los de Sefarvaín, de Hená y de Ivá? ¿Han podido (los dioses de Samaría) librar a Samaría de mi mano? ¿Qué dioses de entre todos los dioses de las naciones han librado sus territorios de mi poder, como para que pueda el Señor librar a Jerusalén de mi mano?”». El pueblo callaba y no respondía ni una palabra, pues el rey había ordenado: «No le respondáis». Eliaquín, hijo de Jilquías, mayordomo de palacio, y el secretario Sobná y el heraldo Joaj, hijo de Asaf, se presentaron ante Ezequías con las vestiduras rasgadas, para comunicarle el mensaje pronunciado por el copero mayor.
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