II Macabeos 14, 1-46

° Después de un intervalo de tres años, los hombres de Judas supieron que Demetrio, hijo de Seleuco, había atracado en el puerto de Trípoli con un poderoso ejército y una flota, y que se había apoderado de la región, después de haber dado muerte a Antíoco y a su tutor Lisias. Un tal Alcimo, que antes había sido sumo sacerdote, pero que se había contaminado voluntariamente en tiempo de la rebelión, considerando que no tenía salida alguna ni un futuro acceso al sumo sacerdocio, fue al encuentro de Demetrio, hacia el año ciento cincuenta y uno, y le ofreció una corona de oro, una palma y además los ramos rituales de olivo del templo. Y por aquel día no hizo más. Pero, aprovechando una buena oportunidad para mostrar su insensatez, cuando Demetrio lo convocó a consejo y lo interrogó sobre las disposiciones y proyectos de los judíos, respondió: «Los judíos llamados Leales, encabezados por Judas Macabeo, fomentan guerras y rebeliones, para impedir que el reino disfrute de paz. Por eso, aunque despojado de mi dignidad hereditaria, me refiero al sumo sacerdocio, he venido aquí, en primer lugar con verdadera preocupación por los intereses del rey y, en segundo lugar, con la mirada puesta en mis propios compatriotas, pues por la locura de los hombres que he mencionado toda nuestra raza padece no pocos males. Tú, rey, informado con detalle de todo esto, mira por nuestro país y por nuestra raza asediada por todas partes, con esa comprensiva benevolencia que tienes para todos; pues mientras viva Judas, será imposible que el Estado tenga paz». En cuanto dijo esto, los demás consejeros que sentían aversión a la causa de Judas, se apresuraron a atizar la ira de Demetrio. Este designó inmediatamente a Nicanor, que había llegado a ser jefe de la sección de elefantes, lo nombró gobernador de Judea y lo envió con órdenes de eliminar a Judas, dispersar a todos sus hombres y restablecer a Alcimo como sumo sacerdote del más augusto templo. Los gentiles que habían huido de Judea por temor a Judas, se unieron en masa a Nicanor, imaginándose que las desgracias y reveses de los judíos les serían provechosos. Cuando los judíos se enteraron de la expedición de Nicanor y de la agresión de los gentiles, esparcieron ceniza sobre sus cabezas e imploraron a Aquel que por los siglos había sostenido a su pueblo y que protegía siempre su heredad con signos patentes. Por orden de su jefe, salieron inmediatamente de allí y trabaron combate con ellos junto a la aldea de Desáu. Simón, hermano de Judas, había trabado combate con Nicanor, pero sufrió un ligero revés, desconcertado por la repentina llegada de los enemigos. A pesar de esto, Nicanor, al tener noticia de la bravura de los hombres de Judas y del valor con que combatían por su patria, dudaba en resolver el conflicto por la sangre. Así que envió a Posidonio, Teódoto y Matatías para concertar la paz. Después de un maduro examen de las condiciones, el jefe se las comunicó a las tropas y, ante el parecer unánime, aceptaron el tratado de paz. Fijaron la fecha para una entrevista privada de los jefes en un lugar determinado. De ambos lados se adelantó un carro y prepararon asientos. Judas apostó hombres armados en lugares estratégicos, preparados para el caso de que se produjera alguna repentina traición de parte enemiga. La entrevista se desarrolló pacíficamente. Nicanor quedó algún tiempo en Jerusalén, sin hacer nada incorrecto y licenció a las turbas que, en masa, se le habían unido. Tenía siempre a Judas consigo; sentía una cordial simpatía hacia su persona. Le aconsejó que se casara y tuviera descendencia. Judas se casó, vivió felizmente y disfrutó de la vida ciudadana normal. Alcimo, al ver la recíproca benevolencia, se hizo con una copia del tratado y acudió a Demetrio. Le decía que Nicanor tenía sentimientos contrarios a los intereses del Estado, pues había designado como sucesor suyo a Judas, el conspirador contra el reino. El rey, excitado y fuera de sí por las calumnias de aquel perfecto canalla, escribió a Nicanor comunicándole que estaba disgustado por el pacto y ordenándole que inmediatamente mandara al Macabeo preso a Antioquía. Cuando Nicanor recibió la comunicación, quedó consternado, pues le desagradaba mucho anular lo convenido sin que aquel hombre hubiera cometido ninguna injusticia. Pero como no era posible oponerse al rey, buscaba la oportunidad de ejecutar la orden mediante alguna estratagema. Cuando Macabeo, por su parte, percibió que Nicanor le mostraba un trato más reservado y que se portaba con más frialdad que de costumbre, pensó que tal sequedad no presagiaba nada bueno, y reunió a muchos de los suyos para ocultarse de Nicanor. Este, al darse cuenta de que Judas había huido astutamente, se presentó en el más augusto y santo templo en el momento en que los sacerdotes ofrecían los sacrificios rituales, y les exigió que le entregaran a aquel hombre. Ellos aseguraron con juramento que no sabían dónde estaba el que buscaba. Entonces él, extendiendo la mano derecha hacia el santuario, hizo este juramento: «Si no me entregáis encadenado a Judas, arrasaré este recinto sagrado de Dios, destruiré el altar y aquí mismo levantaré un magnífico templo a Baco». Dicho esto se fue. Los sacerdotes con las manos tendidas al cielo invocaban a Aquel que sin cesar había combatido en favor de nuestra nación, diciendo: «Tú, Señor de todas las cosas, que nada necesitas, has querido establecer el santuario de tu morada entre nosotros. También ahora, oh Santo, Señor de toda santidad, conserva siempre incontaminada esta Casa, purificada hace poco». Razías, uno de los ancianos de Jerusalén, fue denunciado a Nicanor. Era hombre amante de sus conciudadanos, muy bien considerado, llamado por su buen corazón «padre de los judíos», pues, en los tiempos que precedieron a la rebelión, había sido acusado de judaísmo y por el judaísmo había expuesto cuerpo y alma con perseverante constancia. Queriendo Nicanor hacer patente su hostilidad hacia los judíos, envió más de quinientos soldados para arrestarlo, pues le parecía que arrestándolo a él les daría un duro golpe. Cuando las tropas estaban a punto de apoderarse de la torre, forzando la puerta del patio y con orden de prender fuego e incendiar las puertas, Razías, acosado por todas partes, se echó sobre su espada. Prefirió morir con honor antes que caer en manos criminales y soportar afrentas indignas de su honradez. Sin embargo, como por la precipitación del combate no había acertado a herirse de muerte y las tropas irrumpían puertas adentro, subió valerosamente a lo alto del muro y se precipitó con bravura sobre las tropas; pero al retroceder estas rápidamente dejando un vacío, vino él a caer en medio del espacio libre. Todavía con vida y enardecido su ánimo, se levantó derramando sangre a chorros; a pesar de las graves heridas, atravesó corriendo por entre las tropas, y se encaramó a una roca escarpada. Ya completamente exangüe, se arrancó las entrañas y tomándolas con ambas manos, las arrojó contra las tropas. Y después de invocar al Dueño de la vida y del espíritu para que se los devolviera algún día, expiró.
Ver contexto