Tobías 2, 1-14

Siendo rey Asaradón, volví a mi casa y recuperé a mi mujer, Ana, y a mi hijo, tobías. En nuestra santa fiesta de Pentecostés, es decir, la fiesta de las Semanas, me prepararon un banquete, y me senté dispuesto a comer. Me prepararon la mesa y vi suculentos manjares. Entonces dije a mi hijo tobías: «Hijo, sal y si, entre nuestros hermanos deportados en Nínive, encuentras algún pobre que se acuerde de Dios con todo corazón, tráelo para que coma con nosotros. Hijo mío, esperaré hasta que vuelvas». tobías salió en busca de algún pobre de nuestro pueblo, pero al regreso me dijo: «¡Padre!». Respondí: «Aquí estoy, hijo mío». Él contestó: «Padre, han asesinado a uno de los nuestros y su cuerpo yace en la plaza del mercado. Acaba de ser estrangulado». Me levanté sin haber probado la comida, tomé el cadáver de la plaza y lo dejé en un cobertizo para enterrarlo cuando se pusiera el sol. Entré de nuevo, me lavé y comí con amargura, recordando las palabras del profeta Amós contra Betel: «Vuestras fiestas se convertirán en luto y todos vuestros cantos en lamentaciones». No pude reprimir las lágrimas. Cuando se puso el sol, fui a cavar una fosa y enterré el cadáver. Los vecinos se burlaban de mí diciendo: «Este no escarmienta. Tuvo que escapar cuando lo buscaban para matarlo por enterrar muertos y vuelve a la tarea». Aquella noche, después de bañarme, salí al patio y me recosté en la tapia, con la cara descubierta porque hacía calor. No había advertido que sobre la tapia, encima de mí, había gorriones. Sus excrementos aún calientes me cayeron sobre los ojos y me produjeron unas manchas blanquecinas. Acudí a los médicos para que me curasen; pero cuantos más remedios me aplicaban, más vista perdía a causa de las manchas; hasta que terminé totalmente ciego. Cuatro años permanecí sin ver. Todos mis parientes se mostraron afligidos. Ajicar me cuidó durante dos años, hasta que marchó a Elimaida. En tal situación, para obtener algún dinero, mi mujer, Ana, tuvo que trabajar en labores femeninas tejiendo lanas. Los clientes le abonaban el precio a la entrega del trabajo. Un día, el siete de marzo, terminó una pieza de tela y la entregó a los clientes. Estos, además de darle toda la paga, le regalaron un cabrito. Cuando ella entró en casa, el cabrito se puso a balar. Yo entonces llamé a mi mujer y le pregunté: «¿De dónde ha salido ese cabrito? ¿No será robado? Devuélvelo a su dueño. No podemos comer cosas robadas». Ella me aseguró: «Es un regalo que me han hecho además de pagarme». No la creí y, avergonzado por su comportamiento, insistí en que lo devolviera a su dueño. Entonces ella me replicó: «¿Donde están tus limosnas y buenas obras? Ya ves de qué te han servido».
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