II Macabeos 9, 5-29

Pero el Señor, Dios de Israel, que todo lo ve, le hirió con una llaga incurable e invisible. Apenas había terminado de hablar, se apoderó de él intolerable dolor de entrañas y agudos tormentos interiores, y muy justamente, puesto que había atormentado con muchas y extrañas torturas las entrañas de otros. Mas no por esto desistió de su fiereza; lleno de orgullo y respirando fuego contra los judíos, dio orden de acelerar la marcha. Mas sucedió que, en medio del ímpetu con que el coche se movía, cayó de él Antíoco, y con tan desgraciada caída, que todos los miembros de su cuerpo quedaron magullados." El que con sobrehumana arrogancia se imaginaba dominar sobre las olas del mar y pensaba poner en balanza la altura de los montes, ahora, caído en tierra, era llevado en una litera, poniendo de manifiesto ante todos el poder de Dios, hasta el punto de manar gusanos el cuerpo del impío, y, vivo aún, entre atroces dolores, caérsele las carnes a pedazos, apestando con su hedor al ejército. Y al que poco antes parecía coger el cielo con sus manos, nadie ahora le quería llevar, por la intolerable fetidez. Herido así, comenzó a deponer su excesivo orgullo y a entrar dentro de sí mismo, azotado por Dios con punzantes dolores. No pudiendo él mismo soportar su hedor, dijo: “Justo es someterse a Dios y que el mortal no pretenda en su orgullo igualarse a El.” y oraba el malvado al Señor, de quien no había de alcanzar misericordia, y decía que la ciudad santa, a la que antes a toda prisa quería llegar para arrasarla y convertirla en un cementerio, la reedificaría y la declararía libre;" que a los judíos, a quienes antes no tenía por dignos de sepultura y cuyos hijos había de arrojar en pasto a las fieras, los igualaría en todo con los atenienses;" que el templo santo, por él saquea-do, lo enriquecería de los más preciosos dones y devolvería multiplicados todos los vasos sagrados; que los gastos tocantes a los sacrificios, de sus propias rentas los suministraría;" finalmente, que él mismo se haría judío y recorrería toda la tierra habitada para pregonar el poder de Dios. Mas como de ningún modo cesaban sus tormentos, porque el justo juicio de Dios había descargado sobre él, desesperanzado de su salud, escribió a los judíos una carta en forma de súplica, al tenor siguiente: “A los honrados ciudadanos judíos, mucha salud, dicha y bienestar, el rey y general Antíoco. Puesta en el cielo mi esperanza, me alegraría mucho de que gocéis de mucha salud, vosotros y vuestros hijos, y de que todos vuestros negocios os salgan a deseo. En cuanto a mí, postrado sin fuerzas en el lecho, recuerdo las pruebas de honor y benevolencia que con amor me habéis dado. Volviendo de Persia, he caído en una enfermedad muy molesta, y he creído convemente pensar en la seguridad común, no desesperando de mi estado, antes confiando mucho que saldré de mi enfermedad, y teniendo en cuenta que también mi padre, al partir en campaña para las altas provincias, designó sucesor, a fin de que, si algo inesperado le ocurría o les llegaban noticias desagradables, no se inquietasen sus subditos, sabiendo a quién pertenecía el gobierno, Pensando, además, que los príncipes limítrofes y vecinos del reino acechan la ocasión en espera de sucesos, he designado por rey a mi hijo Antíoco, a quien muchas veces ya, recorriendo las satrapías superiores, recomendé a muchos de vosotros, y a él mismo le he escrito la carta que va a continuación. "Ad, pues, os pido y ruego que, teniendo en cuenta el bien común y el privado, conservéis vuestra lealtad hacia mí y hacia mi hijo," persuadido de que, siguiendo con blandura y humanidad mis intenciones, se entenderá con vosotros.” Así, aquel homicida y blasfemo, presa de horribles sufrimientos, acabó su vida en tierra extranjera, sobre los montes, con una muerte miserable, como la que él a tantos había dado. Transportó su cuerpo Filipo, su hermano, que, temiendo a Antíoco, el hijo, huyó a Egipto, a Tolomeo Filometor.
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