II Reyes  6, 10-18

El rey de Israel mandó gentes al lugar que el hombre de Dios había señalado, para que estuvieran al acecho. Y esto sucedió no una ni dos veces solamente. El de Siria se inquietó con esto, y preguntó a sus servidores: “¿No me diréis vosotros quién nos traiciona ante el rey de Israel?” Uno de los servidores le dijo: “Nadie. ¡Oh rey, mi señor! Es Elíseo, el profeta que hay en Israel, que lleva al rey de Israel las palabras que tú pronuncias en tu misma alcoba.” El rey le dijo: “Id y ved dónde está, y yo le haré prender.” Vinieron, pues, a decirle: “Está en Dotan.” Mandó él entonces caballos y carros, una gran tropa, que llegaron de noche y cercaron la ciudad. El siervo del hombre de Dios se levantó muy de mañana y vio que la ciudad estaba cercada por una tropa con caballos y carros, y dijo al hombre de Dios: “¡Ah, mi señor! ¿qué haremos?” El le respondió: “Nada temas, que los que están con nosotros son más que los que están con ellos.” Elíseo oró y dijo: “¡Oh Yahvé! Ábrele los ojos para que vea.” Y Yahvé abrió los ojos del siervo, y vio éste la montaña llena de caballos y carros de fuego que rodeaban a Elíseo. Los sirios bajaron al valle en busca de Elíseo, y éste dirigió entonces a Yahvé esta súplica: “Dígnate herir de ceguera a esta gente,” Y Yahvé los hirió de ceguera, conforme a la súplica de Elíseo.
Ver contexto