Diccionario de Jesús de Nazaret
  Diccionario de Jesús de Nazaret
  (Monte Carmelo, 2001)

 
AbbaDJN

SUMARIO: . EL HIJO: 1. «Padre», «mi Padre», «El padre». 2. El Unigénito. 3. Los idénticos y los inmanentes. 4. El enviado del Padre. 5. La voluntad del Padre. 6. El revelador del Padre. 7. El apoderado el Padre. 8. El camino hacia el Padre. – II. LOS HIJOS: 1. Hijos adoptivos. 2. Herederos del Padre. 3. Dios, nuestro Padre. 4. La oración filial. -III. EL PADRE: 2. El Padre invisible. 3. El Padre celestial. 4. El Padre de las luces. 5. El Padre de la gloria. 6. El Padre de todo y de todos. 7. Padre santo y justo. 8. Padre de las misericordias. 9. Padre providente. 10. El único Padre.

Abba es una palabra aramea que significa "papá", la primera palabra que el niño pronuncia. Esto dice el Talmud: «Tan pronto como el niño prueba el gusto del cereal (cuando lo destetan), aprende a decir ABBA e IMMA papá y mamá».

Jesús llamó a Dios ABBA. Antes de él nadie se atrevió a hacerlo, pues haberlo hecho, hubiera sido considerado como una blasfemia. Justamente porque Cristo lo hizo, fue condenado por blasfemo (Jn 5, 18; 10, 25-32; Mc 12, 6-7).

Abba es un término familiar del hijo al padre, no sólo del niño pequeño, de los hijos mayores. Emplearlo para dirigirse a Dios, hubiera sido una falta de respeto y hasta un sacrilegio.

Abba es la palabra más importante del N. T., pues nos revela la paternidad, el misterio de Dios en Jesucristo. Es prácticamente el resumen del Evangelio. Dios es padre de Jesús y padre nuestro y, por tanto, todos somos hermanos.

Abba es un vocablo perteneciente a los orígenes de la tradición evangélica, no inventada por la comunidad primitiva, sino transmitida por ella. Su uso fue cada vez más frecuente, hasta llegar a convertirse en substitutiva de Dios o como el nombre propio de Dios. El único texto evangélico, que conserva la palabra es Mc 14, 36, y lo hace, porque es la palabra original pronunciada por Jesucristo.

El N. T. llama padre a Dios unas 250 veces. 190 en los evangelios: 4 en Marcos 15 en Lucas, 42 en Mateo; unas veces se refiere a Dios como padre de Jesucristo, otras como padre de los hombres y otras como nombre absoluto de Dios o con un calificativo. En el evangelio de Juan aparece 109 veces, once como «padre», sin artículo, y casi siempre en boca de Jesucristo, al comenzar sus oraciones, pues, al hablar directamente con Dios, como un hijo can su padre, el artículo sobra; 23 veces como «mi padre», referido a Dios en boca de Jesucristo; 75 veces como «el padre» con artículo, como el nombre propio de Dios.

1. El Hijo

1. «Padre», «mi Padre», «El padre»

Jesús, cuando se dirigía a Dios, decía «padre», pero las traducciones evangélicas lo hacen indistintamente por Padre, mi Padre, el Padre, como claramente aparece en el texto paralelo de los Sinópticos de la oración de Getsemaní: Mc 14, 36: «El Padre»; Mt 26, 39: «Mi Padre»; Lc 22, 42: «Padre».

Lo hace una vez en Marcos, tres en Mt y Lc juntos, dos veces en Lc solo, una en Mt solo, nueve en Jn. Sólo en la oración de la cruz no le llama «Padre», sino Dios, pero esta oración estaba condicionada por el salmo que recita (Sal 22, 2). La expresión «el Padre», sin pronombre y sin calificativo, es prácticamente de Juan como el nombre propio de Dios.

Llama también a Dios «mi Padre», al hablar con sus discípulos. Lo hace una vez en Mt y Lc juntos, tres en Lc solo, trece en Mt, una en Mc y veintitrés en Jn. Al decir «mi Padre» está diciendo que es hijo natural de Dios, está haciendo la gran revelación del N. T., algo absolutamente desconocido en el A. T., cuando el monoteísmo en Israel no podía admitir, ni siquiera pensar, que Dios tuviera un igual a él.

Jesús toma conciencia de su filiación divina en el bautismo, cuando se rasga el cielo y se oye la voz del Padre: «Este es mi ». La voz del Padre la oyó sólo él, lo que significa la experiencia religiosa que tuvo de su filiación. A partir de este momento el sentido de la paternidad divina domina toda su vida. Jesús se siente Hijo de Dios. Aunque no lo dijera al gran público, lo decía a sus discípulos, a los que iba preparando, poco a poco, para que comprendieran y aceptaran esta filiación divina, la revelación más importante de cuanto salió de su boca.

. El Unigénito

Dios Padre sólo tiene un hijo natural y no puede tener más, pues en ese hijo se agota su poder generativo. Todo lo que es el Padre quedó volcado en el Hijo. Por eso el es «el resplandor de la gloria del Padre y la impronta de su ser» (Heb 1, 3). Resplandor e impronta son dos metáforas que afirman la consubstancialidad con el Padre. La gloria del Padre es la misma naturaleza divina que resplandece en el , el cual es como el espejo que refleja a Dios, porque él mismo es Dios, «la imagen de Dios» (2 Cor 4, 4; Gal 1, 15).

Sabemos que el Padre tiene un Hijo, porque nos lo ha dicho el mismo Hijo hecho hombre, Jesucristo, el cual es «El Unigénito» «monogenes», «el Dios Unigénito» -monogenes Zeos- (Jn 1, 14. 18), igual al Padre, y desde toda la eternidad está «en el seno del Padre». Jesús es «el Hijo de Dios» (Rom 1, 3), «el Hijo de sus amores» (Col 1, 13), su predilecto (Mc 1, 11; 9, 7).

3. Los énticos y los inmanentes

El centro de gravitación de la cristología joánica descansa en la unidad del Padre y del Hijo. He aquí sólo unos textos: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30). Se dice uno en neutro, una sola cosa, lo que indica que entre el Padre y el Hijo hay una unidad perfecta. Tienen la misma naturaleza, los mismos conocimientos, los mismos quereres. La unidad de todos los creyentes, fundamento primordial de la Iglesia, como testimonio evangelizador, tiene como paradigma y como ideal la unidad del Padre y del Hijo: «Que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17, 11).

Como son idénticos, al conocer al jo, se está conociendo al Padre (Jn 14, 7) y, si ignoramos al Padre, es porque también ignoramos al Hijo. El que ve al Hijo está viendo al Padre (Jn 14, 9). Y el que odia al Hijo está odiando al Padre (Jn 15, 23). La hostilidad y el odio del mundo contra Jesucristo, en definitiva, es una hostilidad contra su Padre, contra Dios (Jn 8, 31-59).

De la misma manera que el Hijo conoce al Padre es conocido por el Padre (Jn 10, 15). Este conocimiento recíproco supone y es un misterio que los relaciona y los unifica de tal forma que el Hijo encarnado se atribuye el título de «YO SOY» (Jn 8, 24. 28), hasta entonces reservado para el Padre Dios (Is 43, 10. 12. 13; Ex 3, 14). Hay entre ambos tal interpenetración que bien podemos decir que el vive en el corazón del Padre y el Padre en el corazón del Hijo. Uno está dentro del otro. Esta mutua inmanencia está muy atestiguada: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi» (Jn 14, 11). «El Padre está en mí y yo en el Padre» (10, 38; 17, 21). «Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros» (14, 20). Esta triple inmanencia del Padre, del Hijo de los hijos, está expresada en la alegoría de la vid (Jn 15, 1-7). El Padre es el viñador, el Hijo es la vid y los hijos son los sarmientos. La vid esté existencialmente vinculada con el viñador y los sarmientos lo están vitalmente con la vid, con la cepa.

El Hijo es el pléroma del Padre, en un sentido pasivo, está lleno de Dios, y es, a la vez, el pléroma de la Iglesia, en sentido activo, llena de Dios a los creyentes.

4. / enviado del Padre

Jesús proclama que ha venido a este mundo como el enviado del Padre (Jn 5, 36; 6, 57; 10, 36). El Padre actúa en él y a través de él. «Lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5, 19). El que le ha enviado está siempre con él (Jn 8, 24. 28). Ha venido en calidad de legado divino y así hay que aceptarle y creerle (Jn 6, 29).

Manifiesta una dependencia omnímoda del Padre. No habla por su propia cuenta. Es la voz del Padre: «Esta doctrina no es mía, sino del que me he enviado» (Jn 7, 16). «No hablo por mi propia cuenta, el Padre me ha ordenado lo que tengo que decir y enseñar» (Jn 12, 49). Realiza una función de mensajero y no puede excederse en su misión y en sus atribuciones.

Dice que el Padre y él son una misma cosa y, al propio tiempo, dice que «el Padre es mayor» que él (Jn 14, 28). No se trata de una inferioridad o de una subordinación del respecto al Padre, en el sentido de que sea una criatura, aunque s«a primera, del Padre, como pensaban los arríanos. Es el enviado del Padre y «el enviado no es más que el que le ía» (Jn 13, 16), antes al contrario, está en dependencia del que le envía, sometido a él cumpliendo su misión de glorificarle y de darle a conocer. Sólo en este sentido es inferior a él.

. La voluntad del Padre

Jesús es el Hijo ideal, entregado absolutamente al Padre, en amor, en obediencia y en fidelidad. Hace lo que el Padre le ha ordenado (Jn 14, 31), su alimento Es hacer la voluntad del Padre (4, 34); «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (6, 38), «hago siempre lo que le agrada» (8, 29). No procede en nada por voluntad propia, ni siquiera en el momento de juzgar a los hombres. Es un juez que «oye» al Padre y pronuncia su sentencia después de oírle: «Yo juzgo como me lo ordena el Padre» (5, 30). Y su sentencia no es condenatoria: "Dios no envié a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo» (3, 17).

Hizo la voluntad del Padre hasta el final, hasta beber el cáliz que le había servido el Padre (18, 11). «Se entregó a sí mismo por nuestros pecados... conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro» (Gal 1, 4). Con razón podía decir en la cruz: «Todo está cumplido» (Jn 19, 30). Ha hecho siempre lo que el Padre quería.

. El revelador del Padre

Jesús es la última y definitiva Palabra del Padre, la Palabra hecha carne (Jn 1, 14). Revela la vida interior de Dios, de manera exhaustiva, pues «nos ha dado a conocer todo lo que ha oído al Padre» (Jn 15, 15). Es el manifestador manifestado y revela al Padre, revelándose a si mismo, poniendo al descubierto el misterio de su persona, dándose a conocer a si mismo, pues al conocerle a él, conocemos al Padre (Jn 8, 19).

Habla del Padre en lenguaje figurado. Sólo al llegar su hora, la hora de la muerte, de su resurrección y de su exaltación gloriosa, habla del Padre con toda claridad (Jn 16 25), abiertamente, con absoluta libertad. Cuando les hablaba en imágenes, no entendían nada (Jn 10, 16). Ahora lo entienden todo (16, 29-30). La hora de Jesús les abre el entendimiento y les hace llegar a la verdad plena, comprenden el misterio que es él, el mismo de Dios Padre.

. El apoderado el Padre

Jesús es el plenipotenciario. Está revestido de la autoridad del Padre, con la que habla (Mc 1, 22-27), no como los escribas que únicamente enseñaban repitiendo lo que habían dicho otros: «fulano dice esto, mengano dice esto, Yavé dice esto». Jesús dice: «Yo digo esto», enseña con autoridad una doctrina nueva. El Padre le encomendó todas sus cosas y todos sus quereres. Y el querer máximo del Padre es que «todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4). Este querer lo realizará redimiendo al mundo, pues para ese fin el Padre le ha dado «todo el poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).

7. camino hacia Padre

«Salí del Padre y vine al mundo; dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16, 28). Con estas palabras Jesús afirma su existencia en la eternidad y su encarnación en el tiempo. Tras haber realizado su misión, podía decir: «Yo me voy al Padre» (Jn 14, 12). Pero estas palabras no son el final de su obra, sino el comienzo de una nueva actuación, glorificado ya «al lado de su Padre, siempre vivo intercediendo por nosotros» (Heb 7, 25). Es nuestro defensor ante el Padre (1 Jn 2, 1).

En el pasaje de Jn 14, 4-11, la palabra «padre» aparece diez veces y siempre en torno a la idea de que Jesús es el único camino para ir al Padre: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14, 6). Es el camino que conduce a la verdad y a la vida que están en el Padre; es el camino que, por la verdad, es decir, por la Palabra de Dios revelada por él, lleva a la vida que es el Padre; Jesús es el camino, porque es la verdad y la vida. La mejor traducción sería esta: «Yo soy el camino verdadero que conduce a la vida». En todo caso, es el único mediador entre el Padre y nosotros, el puente que une a la divinidad y a la hu

manidad. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Y si nadie puede ir al Padre, sino a través de Jesucristo, nadie puede ir a Jesucristo, si el Padre no le lleva (Jn 6. 44).

II. Los hijos

1. adoptivos

Dios ha querido hacernos hijos suyos. Sabemos que somos hijos porque el Espíritu, que está en nosotros, nos hace llamar «ABBA - PADRE» a Dios. Si no fuésemos. de verdad, hijos, no podríamos llamarle padre. Esta filiación es fruto del infinito amor del Padre (Ef 1, 5; 1 Jn 3, 1).

Dios es Padre de Jesucristo y lo es también de nosotros, pero de manera totalmente distinta. Esto lo dejó muy claro Jesús al distinguir, y casi contraponer, su filiación a la nuestra, pues dice: «Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Nunca dice «nuestro Padre» y «nuestro Dios».

Nuestra filiación es una filiación adoptiva recibida en el nacimiento nuevo por medio «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 5) y por la palabra de la verdad (Sant 1, 18) que nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4).

2. del Padre

Hemos sido elegidos por Dios para ser «hijos en el Hijo». Y a su Hijo le constituye «heredero de todas las cosas» (Heb 1, 2). Y con el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), nosotros somos también herederos. Dios puede, o no, darnos la gracia de la filiación, pero, si nos la da, tenemos derecho a todo lo que de esa gracia se deriva, como es la gracia de la vida eterna: «Si somos hijos, somos también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8, 17).

El derecho a la herencia lo tienen igual los hijos naturales y los adoptivos: «Si eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios» (Gal 4, 7). Los creyentes «deben heredar la salvación» (Heb 1, 14).

.   Dios, Padre

Jesús nos dijo: «Rezad así: Padre nuestro...» (Mt 6, 5). Debemos relacionarnos con él con la familiaridad y la confianza de hijos. Dios es nuestro padre, porque a él le debemos el ser y el subsistir, el don de la nueva vida en Cristo (Rom 8, 15), el don de la fe, garantía de nuestra salvación (Ef 2, 8). El nos ha engendrado (Sant 1, 18).

Al llamar padre a Dios, estamos reconociendo que es la fuente de la vida el poder supremo, la misericordia infinita; que nos dirigimos a él con amor y con respeto. La palabra «padre» habla, por sí misma, de amor, y, referida a Dios, de su amor infinito a los hombres, manifestado al entregar a su Hijo por la salvación del mundo (1 Jn 4, 11). Y, como es un padre lleno de bondades, satisface nuestros deseos, aguanta nuestras impertinencias y comprende nuestras debilidades. Así lo decía Santa Teresa: «El, siendo padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas, si nos tornamos a él, como el hijo pródigo, hanos de perdonar, hanos de consolar..., hanos de regalar, hanos de sustentar» (C 44, 1).

.   oración filial

Jesús empezaba siempre su oración con la palabra «Padre»: «Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz» (Mt 26, 39; Lc 23, 24). Nos manda que nosotros hagamos también la oración desde la confianza filial; como hacía Santa Teresa: «Con toda humildad, hablarle como Padre, pedirle como Padre, regalarse con él como con Padre» (C 46, 2).

Esto es lo que Jesús nos quiere decir con estas palabras: «Todo lo que pidáis en mi nombre al Padre, os lo concederá» (Jn 16, 23). «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre» (Jn 16, 24). Jesús es el nombre del Padre, como se desprende de estas frases de idéntico sentido: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28); «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17, 1). Juan 1, 14 podría traducirse así: «El Nombre se hizo carne y habitó con nosotros».

La misión reveladora de Jesús consiste fundamentalmente en la manifestación del nombre del Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres» (Jn 17, 6), lo que equivale a manifestar que Dios es Padre.

Pedir en nombre de Jesús significa dirigirnos a Dios como aun padre, pedirle en su calidad de padre, con lo cual captamos su benevolencia y aseguramos la concesión de lo que le pedimos «porque, ¿qué padre, entre vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» (Lc 11, 11).

Hasta ahora no se había pedido de este modo, porque la paternidad de Dios era un secreto escondido. Pero después de la revelación de Jesucristo, hay que acudir a él, como se acude a un padre. No se trata de pedir a Dios en nombre de Jesucristo, apoyándonos en sus palabras, poniéndole por intermediario, acudir a sus méritos, sino de pedir directa y confiadamente al Padre.

III. El Padre

1. ¿Qué es lo que podemos decir, qué es lo que sabemos de Dios? Sabemos mucho y no sabemos nada. Cristo nos habló de él, nos contó cosas acerca de su ser y de su obrar. Nos descubrió el misterio de su paternidad. La Sagrada Escritura también nos dice muchas cosas y nos refiere sus intervenciones en la historia humana. A pesar de todo, Dios sigue siendo un misterio insondable, porque es el inaccesible, el inabarcable, el totalmente otro. No es posible comprenderle, tener un conocimiento pleno y objetivo de lo que es.

Sabemos que envió a su propio Hijo para salvar al mundo. Pero también la salvación sigue siendo un misterio. Del más allá prácticamente no sabemos nada. Tampoco sabemos nada, o casi nada, sobre el último día (Mt 24, 36), sobre la predestinación de los elegidos (Rom 8, 29-30; 1 Cor 2, 7), sobre los puestos de honor reservados para sus preferidos (Mt 20, 23). Todo eso lo sabe únicamente él. A nosotros sólo nos cabe aceptar el misterio.

.     Padre invisible

Dios es invisible. Otra razón para que sepamos tan poco de él. Nadie le ha visto, ni le puede ver. Las visiones de Moisés (Ex 33, 11) y de Isaías (Is 6, 1) no eran visiones directas de Dios. Dios se les apareció a través de una imagen o de su propia gloria (Jn 12, 4).

La trascendencia de Dios estaba tan acentuada en el A. T., que se rehuía la visión de Dios, como inminente peligro de muerte (Ex 33, 19). Esa invisibilidad pertenece también al N. T.: «Nadie ha visto al Padre. Sólo ha visto al Padre el que procede de Dios» (Jn 6, 46). Sólo él, Jesucristo, que está en seno del Padre, le ha visto y nos lo ha revelado (Jn 1, 18). Es verdad que el que ha visto al Hijo, ha visto al Padre (Jn 14, 19), pero esta visión pertenece al ámbito de la fe.

.       Padre celestial

Esta es una advocación propia de Mateo que la emplea veinte veces. Unas como «mi Padre celestial», otras como «vuestro Padre celestial» y otra como «Padre nuestro que estás en los cielos». Pero no es original de Mateo, pues aparece una vez en Marcos y otra en Lucas. No vuelve a aparecer en el N. T.

La expresión «padre celestial», que equivale a «Padre que está en los cielos o en El cielo», se usó, por primera vez, en el judaísmo del s. 1 a. C. Los evangelios la emplean en la catequesis, en la oración y en la liturgia. Quizá el origen de la expresión sea la oración del «Padre Nuestro" (Mt 6, 1).

Dios es un padre que habita más allá del cielo estrellado, en lo más alto del cielo. El cielo es su trono, su morada regia (Mt 5, 34), desde donde lo trasciende todo y lo gobierna todo (Is 55, 9). Se trata de un lenguaje metafórico que designa la excelsitud divina, la augusta majestad de Dios. El cielo es un lugar muy distante que nos habla de la lejanía inalcanzable por el hombre.

La fórmula asocia dos ideas contrapuestas: el infinitamente distante, el más lejano, al hacerse nuestro padre, se ha hecho el más cercano y el más intimo.

.       Padre de las

«Todo don excelente y todo don perfecto viene de lo alto, del Padre de las luces, en el que no hay cambio, ni sombra de variación» (Sant 1, 17). Dios es padre de los astros que adornan el firmamento y de las grandes luminarias que iluminan la tierra (Gn 1, 14-15). Las innumerables estrellas del universo son pálidos reflejos de la luz infinita de su ser.

San Juan nos da una definición bellísima y poética de Dios: «Dios es luz..., está en la luz» (Jn 1, 5. 7). Esta definición, por una parte implica una idea soteriológica en la voluntad de Dios, y, por otra, requiere en el hombre una atención moral a sus actos humanos, pues le exige que se deje iluminar por él.

Jesucristo, el Logos, es también luz, la luz recibida del Padre, para iluminar a los hombres (Jn 1, 9). Ha venido para ser luz del mundo (Jn 12, 46), para iluminar el camino que conduce hacia el Padre, para que «andemos en la luz» (1 Jn 1, 17) y no nos perdamos en la oscuridad de las tinieblas.

Sin luz, no hay vida. La vida es la luz (Jn 1, 4) y el camino de la luz es el amor: «El que ama a su hermano está en la luz» (1 Jn 2, 10), tiene «la luz de la vida» (Jn 8, 12), está en la verdad, está en Dios (Jn 3, 21). No estar en la luz, es estar en las tinieblas, no haber entrado en el camino de la vida, andar desquiciado «sin saber adonde va» (Jn 12, 35). El pecado contra la luz es el peor de todos, pues es un pecado radical la ceguera espiritual del que camina en la noche dando tropezones (Jn 11, 1), perdido en el mundo del Maligno.

. Padre de la

He aquí otra definición de Dios: «El padre de la gloria» (Ef 1, 17), el Padre glorioso y el Padre glorificador.

La gloria de Dios es Dios mismo manifestado. Dios manifestó su gloria a través de la creación y de manera singular en el Arca de la Alianza, en el Tabernáculo y en el Templo.

Jesucristo es el nuevo templo, morada permanente de la gloria de Dios. El Padre le ha llenado de gloria, le ha glorificado, es la gloria del Padre, la divinidad manifestada. El Padre ha glorificado por el testimonio que ha dado de él declarándole su Hijo (Jn 5, 36; Mt 3, 17; Lc 9, 35); por el poder que le ha conferido para realizar milagros (Jn 5, 36), por haberle resucitado de entre los muertos.

Jesucristo, a su vez, ha glorificado al Padre, ha manifestado su divinidad con sus palabras y con sus obras y, de manera especial, entregándose a la muerte para cumplir su voluntad. Esta mutua glorificación es la declaración que cada uno hace sobre la divinidad del otro: «Padre, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

. El Padre de todo y de todos

«Todo fue hecho por él y sin él nada se hizo» (Jn 1, 3). Todo lo hace el Padre por el Hijo. «Para nosotros no hay más que un Dios, el Padre del que proceden todas las cosas y por el que hemos sido creados» (1 Cor 8, 6).

Dios lo ha creado todo y [o sigue recreando, vivificando: «Todo lo que ha sido hecho es vida en él» (Jn 1, 4). Sin su asistencia vivificadora, todo volvería a la nada. El Padre es el origen y la fuente constante de la vida. En el orden físico todo salió de su Palabra creadora y todo está sostenido por sus manos paternales. Y eso mismo ocurre en el orden espiritual. El reino, su instalación en el mundo, su desarrollo misterioso, los tiempos, las circunstancias, todo está en sus manos (He 1, 1). «¿Por qué llamamos Padre a Dios? Primero, porque nos crió... después, porque nos conserva... tercero, porque nos redimió... cuarto, porque por la gracia nos regenera» (L. Maldonado).

Es el Padre universal, «el Padre de todos, que está sobre todos y en todos» (Ef 4, 6). Su paternidad se extiende sobre todos los seres humanos, sean cuales sean, sin distinción de raza, de sexo o de religión. «Un padre no ama sólo a los hijos buenos y obedientes, ama también a los traviesos y a los díscolos. El es nuestro Padre celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). Que nadie se crea más amado por él, o más hijo de él, pues Dios no hace acepción de personas (Lc 20, 21).

. Padre santo justo

Así le llamó Jesucristo: «Padre santo» (Jn 17, 11), «padre justo» (1?, 25). Dos definiciones coincidentes, idénticas. Dios es el único Padre Santo, con mayúscula. Todos los demás son padres pecadores. Dios es el tres veces santo, es decir, el santísimo. Es santo y santificador, irradia santidad, imanta de santidad a todo y a todos los que con él se relacionan. Si el Padre es santo, los hijos también deben serlo: «Vosotros debéis ser santos, porque yo soy santo» (Lev 11, 44).

La Iglesia debe ser la esposa «santa y perfecta» (Ef 5, 27) y sus miembros «santos e irreprochables» (Ef 1, 4), a título de hijos del Dios santo (Lc 20, 56. Los primeros cristianos eran llamados «los santos» (He 9, 13. 32) porque estaban llamados a serlo (1 Cor 1, 2) y porque respondieron a esa llamada.

Dios es el Padre justo. Así le definió Jeremías: «Yavé, justicia nuestra» (Jet 23, 6). Es el Señor de la justicia. Sus obras son justicia, todo lo gobierna con justicia. Los planes de Dios sobre los hombres se concretan en establecer la justicia y el derecho como norma de convivencia. Cumplir la justicia es practicar la verdad, la bondad, la misericordia, la magnanimidad y el amor, estar en Dios.

En última instancia la justicia es la salvación, la liberación, del que está en peligro. Hacer justicia a uno es salvarle, declararle justo. La justicia es siempre un bien salvífico. He aquí la primera y más fundamental obligación del hombre: «Buscar primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).

.       Padre de las

Dios es «el padre de las misericordias y el Dios de todo consuelo» (2 Cor 1, 3). Demuestra su misericordia a mil generaciones, a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los espacios. Su justicia es eterna, durará para siempre, «de generación en generación» (Lc 1, 50).

Una misericordia que está de antemano aseguradas como lo reveló Jesús en la parábola del hijo pródigo, una de las paginas más bellas de la literatura universal.

Dios no limita nunca su perdón. Lo perdona todo y a todos. El heraldo de la Buena Noticia predica «un bautismo para la conversión y el perdón de los pecados. Jesucristo vino a liberarnos del pecado» (Mt 1, 4), perdona (Mt 9, 5) y manda perdonar (Jn 20, 23) hasta setenta veces siete, es decir, siempre. Fue enviado por el Padre para salvarnos y para perdonarnos.

.       providente

La Biblia dice que Dios terminó la maravilla de la creación en seis días. Pero a partir del séptimo día comenzó una obra más maravillosa todavía, la de llevar a la creación a su descanso, al equilibrio perfecto en el concierto de todas las criaturas.

Dios cuida especialmente del hombre, al que ha hecho rey de la creación y le ha dotado de todos los poderes para que lo sea, para que la domine y para que la cuide, no para que la destruya.

El hombre debe tener fe en Dios fiarse de él y no afanarse y angustiarse por el mañana, pues ahí están las aves del cielo que no siembran ni cosechan, y, sin embargo, Dios las alimenta. Y ahí están los lirios de los campos que Dios reviste de tanta hermosura. Pues si Dios hace eso con las aves y con los lirios, ¿qué no hará por el hombre? ¿A qué viene tanta preocupación por la comida, la bebida y el vestido? De todas esas cosas se preocupan y se afanan los que no tienen fe: «Vuestro Padre celestial sabe que lo necesitáis» (Mt 6, 32), «antes de pedírselo» (6, 8) ¿A qué vienen tantas inquietudes y tantos agobios por la vida; cuando todo depende radicalmente de Dios? Todo está en sus manos: «Ni un pajarillo cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre» (Mt 10, 29). El hombre debe fiarse plenamente de Dios. Ponerlo todo en sus manos, su vida y su destino.

.    único Padre

«A nadie en la tierra llaméis padre, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo»» (Mt 23, 9). Jesucristo quiere que la palabra se la reservemos para Dios. Es tan sagrada que no puede emplearse en el lenguaje ordinario, sin ton ni son y a la ligera. A nadie más se puede llamar padre y nadie puede dejarse llamar padre, pues eso supone apropiarse el nombre propio de Dios. Como él es padre, reclama para sí el título de .

Esto decía Santa Teresa: «Buen padre tenéis que os dio el buen Jesús, no se conozca aquí otro padre» (C 45, 2).

Los dirigentes de la Iglesia, de las comunidades cristianas, son eso, dirigentes. Si las gentes les llaman padres (más bíblico sería llamarles pastores o ministros-servidores), no es porque lo sean, sino para recordarles que deben comportarse como padres, como fieles y solícitos servidores de todos. En la iglesia nadie debe pretender los títulos de «padre, señor, jefe o maestro», pues eso, de ordinario, es pura vanidad. «El que de vosotros quiera ser el primero, que se haga el servidor de todos» (Mt 20, 27). «Y el más grande de vosotros que sea vuestro servidor» (23, 11).

En todo caso, cuando Jesús dice a sus discípulos que no llamen padre a nadie, insiste en la humildad que deben tener, frente a la soberbia de los fariseos, engreídos de su autoridad doctrinal, por lo que se hacían llamar «Rabí» o «Padre». Si ellos se hacen llamar «Padre», se están equiparando a los fariseos. -> revelación padre; padrenuestro; oración; hijo de Dios; padre; providencia; hijo pródigo.

BIBL. - J. JEREMÍAS, , Sígueme, Salamanca, 1981; I. GÓMEZ-ACEBO, también es Madre, San Pablo, Madrid, 1994; VARIOS, Padre, Universidad P. de Salamanca, ?; COMITÉ PARA EL JUBILEO DEL AÑO , Dios, Padre misericordioso, BAC, Madrid, 1998; A. GONZÁLEZ MONTES, , Padre creador y redentor nuestro, Obispado de Avila, 1998; E. MARTÍN NIETO, , Nuestro Padre, Escuela Bíblica, Torre del Mar 1999.

Martín Nieto

Agape

DJN

 

SUMARIO: . Amor, amar. -2. Necesidad del amor. – 3. El amor cristiano. -4. El amor de Dios y de Jesucristo. 4.1. El amor del Padre y del Hijo. 4.2. El amor de Dios y de Jesús al hombre. – 5. El amor a Dios y a Jesucristo. – 6. El amor fraterno. 6.1. El amor - comunión. 6.2. El amor universal. – 7. Dos cantares al amor.

1. Agape, agapan

En griego hay tres términos para expresar el substantivo : Philía significa amor, amistad, afecto, cariño. En el N. T. se refiere a los lazos de parentesco (amor familiar) y a las relaciones amistosas. , que no aparece en el N. T., expresa el amor concupiscente-pasional-entre hombres y mujeres. Agape en el griego clásico es sinónimo de ía, pero en el N. T. se refiere al amor de Dios o al amor al prójimo basado en el amor divino.

Agape aparece en el N. T. 108 veces. 70 en Pablo, por lo que podemos decir que es una palabra paulina; una vez en Mateo (24, 12), una en Lucas (11, 42), cinco en Juan (5, 49; 13, 35; 15, 9. 13; 17, 20), doce en 1 Jn, una en 2Jn, una en 3 Jn y dos en Ap. Agape se suele traducir por caridad, aquí preferimos emplear la palabra amor.

El verbo amar, agapan, aparece en el N. T. 107 veces. 17 en los evangelios sinópticos, ocho en Mateo, cuatro en Marcos, 47 en el Corpus Joánico (28 en el evangelio, 16 en la primera carta, dos en la segunda y una en la tercera. 30 en el Corpus Paulino, dos en Heb, cuatro en Sant, cuatro en 1 Pe, una en 2 Pe y dos en Ap. Por tanto, podemos decir que agapan es un verbo fundamentalmente joánico.

2. Necesidad del amor

El amor abarca una gran complejidad de sentimientos: pasionales, carnales, religiosos, espirituales, místicos. Es la fuerza motriz del hombre, la más noble y rica esencia de la persona. La grandeza del hombre se mide por su capacidad de amar.

El amor brota espontáneamente de la naturaleza humana. Oponerse a su nacimiento y a su curso es querer impedir el desarrollo de la persona, la cual se realiza en plenitud amando a Dios y amando a los hombres.

El hombre y la mujer se han hecho para amar y para ser amados. "Para este fin de amor fuimos criados" (S. Juan de la Cruz, CB, 38,3). Sin amor todo se reduce a la nada, nada tiene sentido, ni la misma vida.

La Biblia no es otra cosa que una historia de amores y desamores entre Dios y el hombre. Amores y lealtades por parte de Dios y amores e infidelidades por partedel hombre, aunque también lágrimas y arrepentimientos, a los que responde siempre el amor misericordioso y perdonador por parte de Dios. ¿Qué es el evangelio y la vida de Jesús, sino la predicación y la manifestación más sublime del amor?

3. El amor cristiano

Para hablar del amor cristiano, hay que partir de esta definición de Dios: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8; 2 Cor 13, 11). Dios y amor son sinónimos, pues Dios es el amor mismo, tanto en su ser, como en su obrar.

San Juan llegó a esa definición psicológica de Dios a través de las innumerables manifestaciones divinas motivadas por el amor. Las obras expresan la naturaleza del que las realiza: sequitur esse.

El cristiano, como hijo de Dios, participa de su propia naturaleza, es decir, tiene una naturaleza de amor, es la encarnación del amor de Dios. Un cristiano, sin amor, es una contradicción en sus términos, es un imposible. Este amor tiene su fundamento y su culminación en la fe, la cual se manifiesta en el amor, el cual, a su vez, da vida a la fe. Sin fe no hay vida nueva, pero, sin amor, la fe se muere.

En la Biblia conocer es amar. Sólo desde el amor se alcanza el conocimiento perfecto del misterio de Dios (Col 2, 2).

La caridad teológica, el amor cristiano, consiste en amar a Dios por sí mismo y al prójimo por Dios y desde Dios.

La mejor definición del cristiano puede ser esta: "Una persona que ama". Existe porque ama. Si no ama es un cadáver espiritual. Un cristiano en el límite es sólo amor, se guía por el amor, todo lo hace por amor, como San Agustín que decía esto: "Quocumque feror, amore feror".

La ley constituyente de la Iglesia es el amor) el mandamiento nuevo (Jn 13, 34). La Iglesia es una comunidad de amor, está integrada por personas que aman y se aman, se desarrolla con el amor (1 Cor 8, 1), crece a medida que el amor aumenta y se propaga (Ef 4, 15-16).

4. El amor de Dios y de Jesucristo

4.1. / amor del Padre y del Hijo

El amor más grande constatado en los evangelios es el amor de Dios Padre a su Hijo Jesucristo. Un amor eterno que Jesús se complace en proclamar reiteradamente: "Antes de la creación del mundo ya me amabas" (Jn 17, 24). Por encima del amor de Dios a todas sus criaturas, está el amor a su Hijo querido, el predilecto, el más amado. Así lo proclamó el Padre en el bautismo (Mc 1, 11) y en la transfiguración (Mc 9, 7), y así aparece en la parábola de los viñadores (Mc 12, 6) y en el Siervo de Yavé que prefiguraba al Mesías (Mt 12, 18).

El Padre ama tanto al Hijo que ha puesto en él todas las cosas (Jn 3, 35), y le ha hecho heredero absoluto de todo (Heb 1, 2). Le ama y le muestra todo lo que hace (Jn 5, 20). Y le ama, sobre todo, porque Jesús es capaz de dar su vida, porque así lo quiere él (Jn 10, 17). La reciprocidad del amor de Jesús para con el Padre, se manifiesta en que no busca su querer, sino el querer del Padre (Jn 5, 30); su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4, 34), vino a este mundo, no para hacer su propia voluntad, sino la del Padre (Jn 6, 38) que cumplió hasta el final, hasta su muerte en cruz (Mt 26, 42). Así dio al mundo la muestra más grande de su amor infinito a su Padre querido: "Debe ser así para que el mundo conozca lo que yo amo al Padre" (Jn 14, 31).

Jesús dijo siempre lo que había oído al Padre (Jn 8, 26), hizo en todo momento lo que el Padre le ordenaba (Jn 12, 49-50).

4.2. amor de Dios y de Jesús hombre

Dios ama al hombre. Pero, ¿cómo él, el infinito, el Santo, puede tener tanta generosidad, hasta abajarse para amar al que es la nada y el pecado? Esto sólo puede ser debido a que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 10), "el Dios del amor " (2 Cor 3, 11), la fuente del amor (1 Jn 4, 7), el amor mismo. Dios tiene necesariamente que amar. Si dejara de amar, dejaría de ser Dios.

Dios ama a todos, sin distinción de raza, de sexo e incluso de religión. Nos ama tanto que nos ha hecho hijos suyos (1 Jn 3, 1), nos ha hecho hijos en el Hijo, y a través de la muerte del Hijo: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que quien crea en él no perezca; sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).

Esto significa que el amor de Dios al hombre se encuentra en Cristo; que la prueba de ese amor está en el hecho histórico de la encarnación de su Hijo (Jn 3, 35; 10, 17; 15, 9), el cual, con su venida a este mundo abre un tiempo de amor misericordioso, la proclamación de un año de gracia, perdonador y liberador, que durará hasta su segunda venida en gloria (Lc 4, 18-19).

El amor de Dios entra en el corazón del hombre a través del corazón de Cristo: "Dios nos ha manifestado su amor en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom 8, 39). Quiere que le devolvamos ese amor a través de su Hijo: "El Padre os ama, porque vosotros me habéis amado" (Jn 16, 27).

Jesucristo nos ama igual que nos ama el Padre le ama a él (Jn 15, 9). Amó a sus discípulos, a los que llamó amigos (Jn 15, 14-15); amó al joven rico aunque no se atreviera a dejar por él sus riquezas (Mc 10, 17-21); amó a los publicanos y a los pecadores (Mc 2, 13-16), ellos eran sus amigos (Mt 11, 19); amó a la pecadora (Lc 7, 36-50), a las prostitutas (Mt 21, 32).

Es el Buen Pastor que conoce por su nombre a cada una de sus ovejas, es decir, las ama de tal manera que está dispuesto a dar su vida por ellas (Jn 10, 1-6); que busca con amor a la oveja extraviada (Lc 15, 4). Ama a todos, pero tiene predilección por algunos: entre sus discípulos hay tres preferidos (Pedro, Santiago y Juan: Lc 9, 28; Mc 14, 33) y uno que es el más amado (Jn 13, 23; 19, 26; 21, 7. 20); amó de manera especial a Marta, a María y a su amigo Lázaro (Jn 11, 5). No se substrae a lo que pertenece a la esencia del amor: las preferencias concretas por alguno.

Jesús se siente amado por el Padre y se lo ha manifestado a sus discípulos para que el amor que Dios le tiene esté también en ellos, juntamente con él (Jn 17, 26), para que se realice la triple inmanencia, del Padre, del Hijo y de los hijos. Así el mundo reconocerá que el Padre ama a los hombres como ama a su propio Hijo (Jn 17, 23).

La cruz es la expresión del amor perfecto, pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y eso hizo Jesús: "Amó a los suyos hasta el colmo" (Jn 13, 1). La locura de la cruz es la locura del amor. Jesús murió en la cruz perdonando a los que dictaron su sentencia de muerte y a los que la ejecutaron, perdonando a todos, porque el amor todo lo perdona (Lc 23, 34).

5. El amor a Dios y a Jesucristo

El objeto primero del amor es Dios, de quien procede todo bien. Este es el mandamiento principal: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Mt 6, 5; Mt 12, 28-30. 33). Hay que amarle con el corazón, no sólo con los labios, como hacían los fariseos: "Muy bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Mc 7, 6). "Yo sé bien que no amáis a Dios" (Jn 5, 42), "pagáis el diezmo... y olvidáis el amor" (Lc 11, 42). No tienen a Dios por Padre, por eso no le aman (Jn 8, 42).

Nuestro amor a Dios es una consecuencia del amor que él nos tiene. "Le amamos, porque él nos amó primero" (1 Jn 4, 19). "Dios nos ama para que le amemos mediante el amor que nos tiene" (San Juan de la Cruz, Cta. 32). "Amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo igualándola consigo, y así ama el alma en sí consigo, con el mismo amor con que él se ama" (CB 32, 6). El amor a Dios es, por tanto, un don que él nos regala y que Jesucristo le pide para sus discípulos: "Les he manifestado tu nombre para que el amor que tú me tienes esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26).

Mediante al amor el hombre entra en comunión con Dios y se hace uno con él: "La cosa amada se hace una cosa con el amante, y así hace Dios con quien le ama" (San Juan de la Cruz, Cta. 11).

Jesús quiere que le amemos a él por encima de la propia familia: "El que ama a su padre o a su madre, a sus hijos o a sus hijas, más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10, 37; Lc 14, 26). Quiere que le amemos incluso por encima de nuestra propia vida: "El que ama a su vida, la perderá, y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 14, 25). El se nos da por entero, pero exige, en reciprocidad, la misma radical entrega. Hay que dejarlo todo por él, no sólo los bienes de este mundo, el dinero, el Dios Mammona, incompatible con el Dios de la Biblia, sino a la misma familia (Mc 10, 7), hay que negarse a sí mismo y cargar con la cruz por amor a él que cargó con todas las cruces del mundo (Lc 9, 23).

Modelo de amor a Jesús es la Magdalena, la discípula amada, que le siguió en entrega absoluta durante su vida pública (Lc 8, 2), que le lloró en la cruz (Jn 19, 25), que fue la más madrugadora para ir al sepulcro (Jn 20, 1) y la primera a la que Cristo se aparece y constituye en el primer testigo de la resurrección y en apóstol de los mismos apóstoles (Jn 20, 11-18).

Modelo de amor es el discípulo amado (Jn 13, 23) que le siguió hasta el calvario (Jn 18, 15) y fue el primero, entes que Pedro, al llegar al sepulcro tras el anuncio de la Magdalena (Jn 20, 4).

Y es también un modelo de amor la pecadora arrepentida (Lc 7, 3650) que le amó mucho más, más que nadie, porque le había perdonado mucho, pues a más pecado, más perdón y a más perdón, más amor: "A quien se le perdona mucho ama mucho y al que se le perdona poco ama poco" (Lc 7, 47).

Seguramente el modelo más grande es Pedro que ama a Jesús más que los demás discípulos y así lo profesa por tres veces (Jn 21, 1517). El sobrenombre de "roca" que le impone Jesús (Mt 16, 18), es el símbolo de su amor firme, total e inconmovible hacia él.

El amor a Jesús se demuestra cumpliendo sus mandamientos: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 14, 15. 21), haciendo de sus enseñanzas norma de vida (Jn 14, 23), para permanecer en su amor, igual que él cumple los mandamientos de su Padre y permanece en su amor (Jn 15, 9-10).

El que ama a Jesús es amado por Dios y se convierte en santuario de la Trinidad Augusta (Jn 14,23).

6. El amor fraterno

Los hombres tienen la obligación de amarse, como una consecuencia de su naturaleza de amor.

"El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios; el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Jn 4, 7-8). Sin amor a los hombres, no hay amor a Dios. Y el amor a los hombres, hay que hacerlo desde el amor a Dios. "Quien a su prójimo no ama, a Dios aborrece" (San Juan de la Cruz, A 176).

El fundamento de nuestro amor es, al mismo tiempo, el amor que Dios nos tiene: "Si Dios nos ha amado, también nosotros debemos amarnos unos a otros" (1 Jn 4, 11), y el amor que nosotros debemos tenerle a él: "Hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Jn 4,21).

6.1. amor-comunión

Este es el mandamiento de Jesús: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12. 17). Es su mandamiento nuevo. Y es nuevo, porque nadie, hasta Jesús, había llegado tan lejos en la formulación del amor, por su motivación y por sus exigencias. Nos amamos porque él nos ha amado, y debemos amarnos coél nos ha amado. Esta es una característica propia del IV evangelio.

El mandamiento nuevo es la síntesis de todo el evangelio. El amor es un don del Padre que nos trae el Hijo para que se lo devolvamos al Padre a través de sus hijos, nuestros hermanos. La vida cristiana exige pensar en los demás y en Dios hasta olvidarse de uno mismo.

San Juan nos da una metafísica del amor que avanza de la siguiente manera: Dios es amor. Por tanto, todo lo que lleva el sello del amor presencializa al mismo Dios (1 Jn 4, 8). Dios ama al Hijo (Jn 3, 35; 10, 19). El Hijo nos ama a nosotros con ese mismo amor (Jn 13, 1; 15, 9). El Padre nos ama también porque nosotros amamos al Hijo (Jn 16, 20). Y como una consecuencia de estos amores, surge el amor fraterno (Jn 15, 12). La comunión con Cristo, mediante el amor, es el fundamento de la comunión con los hermanos también en el amor. El que ama a Dios tiene que amar a los hijos de Dios (1 Jn 5, 1).

Según esto, la novedad del mandamiento nuevo radica en la nueva vida conseguida por el amor. Por eso, San Juan insiste en el ón. El amor nos unifica unos y a otros, como unifica al Padre y al Hijo (Jn 17, 23-26). El amor cristiano se presenta como una derivación de la fe. Vivir según la fe (caminar en la verdad) es vivir en el amor fraterno (caminar en el amor).

San Juan lo ve todo en el plano de la unión con Cristo, de la vida nueva. Para entender el mandamiento nuevo, hay que tener en cuenta la dicotomía de los dos mundos que él distingue: el mundo de arriba y el mundo de abajo. El mandamiento nuevo se centra y tiene sus exigencias en el mundo de arriba, en el nacimiento nuevo. Este ón no se extiende al mundo de abajo, no es un amor universal, sino un amor puramente cristiano referido a los hermanos en la fe, a los que tienen también el nacimiento nuevo mediante su unión con Cristo.

Pero en este mundo de arriba, el amor tiene unos postulados absolutos, las mismas dimensiones que tiene el amor de Cristo. Tenemos que amarnos como él nos amó, hasta morir unos por otros. Esa es la situación límite del cristiano con referencia a los demás cristianos. "Hemos conocido el amor en que él ha dado su vida por nosotros; y nosotros debemos dar también la vida por nuestros hermanos" (1 Jn 3, 16).

Esta disponibilidad a dar la vida por los hermanos es una fuerza que el cristiano posee por estar unido a Jesús y vivir en su amor. La apertura del amor queda así limitada al mundo de arriba. De una manera negativa San Juan advierte a los cristianos que no amen al mundo de abajo, ni a las cosas que hay en él. Porque "si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él" (1 Jn 2, 15).

De todo esto se deduce que el amor fraterno cristiano difiere esencialmente del amor fraterno mundano. Porque el cristiano parte de un principio sobrenatural: pertenece a una familia de creyentes, en la que está integrado en plenitud, hasta dar su vida por los demás miembros.

Estas motivaciones del amor nos enclaustran en el círculo de los cristianos, de los que viven en el mundo nuevo, y así podríamos hablar del exclusivismo que San Juan pone en el amor. Es verdad que San Juan habla también del amor universal, pues el "mundo", con su complejidad de significado, al que también hay que amar, significa, a veces, el campo enemigo. Pero este amar desinteresado, que se impone sin motivación alguna, es tan reducido que prácticamente queda eclipsado por el ón.

En todo caso, cuando San Juan habla del ón, está hablando de la fuerza vital que sostiene e impulsa la marcha religiosa del cristianismo, de la vida interior de la Iglesia. La Iglesia se mantiene viva por el amor y en el amor.

San Juan habla de una manera positiva y no restrictiva. El no excluye nunca el otro amor, el amor a los que no tienen comunión con los cristianos. Por otra parte este amor, motivado desde la fe, se abre a la universalidad, pues el mandamiento nuevo se promulga en una perspectiva escatológica. Jesús lo proclama como su testamento, en un discurso que se refiere íntegramente al mundo futuro, en el que hay cabida para todos los hombres, al que todos están llamados y en el que todos deben realmente entrar. La universalidad del amor está implícita en que Cristo murió "por los pecados del mundo entero" (1 Jn 2, 2).

Hay que decir, por fin, que para San Juan la señal inequívoca de poseer ya la vida eterna está en el amor: "Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos; el que no ama permanece en la muerte" (1 Jn 3, 14; Jn 13, 35). Esta misma idea la repite bajo el símbolo de la luz y de las tinieblas. Unas veces en lenguaje positivo: "El que ama a sus hermanos permanece en la luz" (1 Jn 2, 10) y otras de manera negativa: "El que odia a su hermano está en las tinieblas" (1 Jn 2, 11). El que no ama no es discípulo de Cristo, pues un cristiano que no ama es un imposible.

6.2. amor universal

Cuando los evangelios sinópticos hablan del amor, parten de la ley mosáica: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas... amarás a tu prójimo como a ti mismo, éstos dos mandamientos se resume toda la ley y los profetas" (Dt 6, 5; Mt 22, 38-39).

Pero en el A. T. se entiende, en general, que el "prójimo" es el conciudadano, el israelita: "No tomarás venganza, ni guardarás rencor a los de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lev 19, 18). En el concepto de "prójimo" tenía también cabida el extranjero residente que estuviera plenamente incorporado a Israel, mediante un conocimiento perfecto de la ley y el compromiso de cumplirla, que hubiera sido circuncidado y hubiera recibido el bautismo, con lo que quedaba igualado a cualquier ciudadano israelita. El extranjero de paso, por el contario, era considerado como un gentil, al que hay que odiar y cuyo trato hay que evitar.

Para los fariseos, "prójimo" era sólo un fariseo, todos los demás quedaban excluidos. Para muchos, los apóstatas, los herejes y los delatores no eran considerados como prójimos: "Oh Señor, ¿no odio yo a quien te odia? ¿No desprecio a quienes se alzan contra ti? Sí, los odio con un odio implacable, los tengo para mí como enemigos" (Sal 139, 21-22). Para la generalidad tampoco lo eran, como lo demuestran estas palabras: "Sabéis que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo" (Mt 5, 43); aunque la frase "odia a tu enemigo" no está en el original de Lev 19, 18, expresa el común sentir del pueblo judío.

Los esenios mandaban "amar a todos los hijos de la luz y odiar a todos los hijos de las tinieblas".

Para Pablo la ley se resume en un solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gal 5, 14; Rom 13, 9). Amar al hombre es ya amar a Dios. Para él, como para los Evangelios Sinópticos, "prójimo" son todos los seres humanos, judíos y gentiles. El amor cristiano está abierto al mundo entero.

Pero, ¿quién es mi prójimo? Esta es la pregunta que el doctor de la ley hizo a Jesucristo, el cual le contestó con la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 30-37). Prójimo es cualquier persona, sea de la nacionalidad que sea, todo el que esté necesitado y al que hay obligación de socorrer, como aquel hombre al que los bandidos dejaron medio muerto en el camino y al que sólo atendió el samaritano, un enemigo mortal de los judíos, y, en cierto sentido, un extranjero, pues los samaritanos eran judíos con sangre pagana, unos renegados de la fe única en Yavé y de la pureza étnica judía.

Prójimo, al que hay que amar, es también el enemigo: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen" (Mt 5, 44). "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian" (Lc 6, 27-28). Jesús da tres razones para este amor a nuestros enemigos, perseguidores y calumniadores: 1) Dios distribuye sus bienes, el sol y la lluvia, sobre todos, sin distinción alguna, buenos y malos, justos y pecadores (Mt 5, 45). 2) Si amamos sólo a los que nos aman, ¿qué mérito podemos tener? ¿No es eso proceder de manera egoísta? ¿No hacen eso los publicanos y los gentiles? 3) Si los publicanos y los gentiles, a los que se les consideraba como pecadores públicos, habrá que proceder de otra manera, habrá que imitar a nuestro Padre que está en los cielos, obrar con imparcialidad, pues así demostrarán que son efectivamente hijos de Dios.

En los evangelios sinópticos el amor es desinteresado, no está motivado como en Juan. Hay que amar, sin más. Se fijan, acaso con espectacularidad, en el amor a los enemigos, en el samaritano, en la oveja perdida, en la pecadora, en los publicanos, en las prostitutas. Juan se fija en Lázaro, en Marta, en María, en los discípulos. En Juan el círculo se reduce, pero el lazo de amor se aprieta, pues por los hermanos en la fe hay que dar la vida, exigencia que no piden los Sinópticos.

Del amor universal habla también el juicio final (Mt 25, 31-36). "A la tarde te examinarán en el amor" (San Juan de la Cruz, Av 59), del amor y del desamor, para con todo el mundo, pero concretado en los más necesitados y desfavorecidos. El juicio final es el examen sobre el sermón de la montaña, en el que Jesús proclamó el amor universal. El amor operativo a todo el mundo, realizado o no realizado, decidirá la suerte eterna.

Se ha dicho que el acento hay que ponerlo en la motivación del amor o del desamor, como si se tratara únicamente del amor al prójimo por amor a Dios, y no simplemente de amar, sin más referencias, contraponiendo el amor cristiano a la mera filantropía. Esto puede ser así, pero el texto no admite esa diferenciación. El hombre es juzgado únicamente por su comportamiento con el prójimo, sin hacer referencia alguna a Dios. Dios, además, no necesitó nada del hombre. O si se quiere, lo necesita todo, pero en el hombre necesitado que es su propia imagen. El texto dice claramente que el que atiende al necesitado está atendiendo a Jesucristo, aunque esto no se le pase por la imaginación. El hombre es imagen de Dios, en cierto sentido, la encarnación de Dios. Por tanto, lo que se hace con el hombre, con cualquier hombre, pero de una manera especial con los más pobres, a los que Jesucristo, en este texto, nombra sus vicarios ("tuve hambre y me disteis de comer..."), se hace con Dios.

Advirtamos, por fin, que la condenación es una consecuencia del desamor, de un pecado de omisión: "Tuve hambre y no me disteis de comer...". Esto significa que, en definitiva, todos los pecados lo son contra el amor. El pecado está en no amar. Sin amor operativo no hay salvación. No hay nada que pueda suplir a este amor práctico.

La perfección cristiana no está en el cumplimiento de ciertos legalismos y fórmulas externas de carácter religioso que terminarían por asfixiar el espíritu auténtico de la vida espiritual, sino en la práctica constante del amor fraterno. Esta perenne fidelidad al amor es la señal de la pertenencia a Jesucristo: "En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros" (Jn 13, 35). El carnet de identidad del cristiano es el amor.

7. Dos cantares al amor

En el A. T. tenemos el "Cantar de los Cantares", el poema más bello, el único, porque es un canto al amor en todas sus dimensiones. El amor, que no encuentra nunca la expresión exacta de lo que es, recurre en "El Cantar" a las más extrañas y atrevidas ocurrencias de la fantasía: un conjunto de bellas metáforas que entretienen con el juego del amor que nace y que muere, que recomienza y que se pierde, que se va trenzando y destrenzando caprichosamente, como ocurre sin cesar en la vida de los hombres. Y todo para decirnos que las relaciones de unos con otros y de todos con Dios se tienen que centrar en el amor. Sin "El Cantar de los Cantares" a la Biblia la faltaría el corazón, no sería la Biblia, la Palabra de Dios.

En el N. T. tenemos el himno al amor de 1 Cor 13, al que se le ha llamado "El Cantar de los Cantares" de la Nueva Alianza, una página bellísima que nos describe la naturaleza del amor, desde lo que no es a lo que es. El amor está por encima de todas las sabidurías, de todos los poderes, de todas las virtudes y de todos los carismas.

El amor no es envidioso, se alegra de la prosperidad ajena, no es jactancioso, no es altanero, no se cree superior a los demás; no es descortés, no traspasa el decoro; no busca su interés, no codicia el dinero, está siempre disponible; no se irrita, no se altera, no guarda rencor; no tiene en cuenta el mal, todo lo perdona, todo lo olvida; no se alegra de las injusticias, de la lesión de los derechos humanos.

El amor es paciente, lo aguanta, lo soporta todo; es benigno, amable, tranquilo, dulce, ama y es amable, se hace amar se alegra con la verdad, es decir, con la justicia social que es la verdad puesta en acto; todo lo excusa, no juzga a nadie, pues el juicio es cosa de Dios; todo lo cree, no es receloso, suspicaz o desconfiado, se fía de los demás, no piensa mal de nadie; todo lo espera, espera, sobre todo, el triunfo del bien, de la justicia y de la verdad; todo lo soporta, no se deja abatir por el mal y por el sufrimiento, lo sufre todo con paciencia y con fortaleza; es el vinculo de la perfección, en el que confluyen todas las virtudes. El amor es el lazo de unión de unos con otros y de todos con Dios. Donde se dice amor se puede poner Dios y Jesús de Nazareth. > amor; amistad; fe; esperanza; mandamientos; prójimo; pecadores; enemigos; samaritano; extranjero; hermano.

BIBL. — Z. J. ZEBRET, de la caridad, Herder, Barcelona, 1961; M. GARCÍA CORDERO, ía de la Biblia, vol. III, BAC, Madrid, 1972; R. BuLTMANN, mandamiento cristiano del amor al prójimo, en y comprender 1, Studium, Madrid, 1974; C. CARRETO, que importa es amar, ed. Paulinas, Madrid, 1974; C. SPIcQ, en el Nuevo Testamento. Análisis de textos, ed CARES, Madrid, 1977; S. RAMiREZ, esencia de la caridad, ed. San Esteban, Salamanca 1978; G. GEYER, , ed. Argos - Vergara, Barcelona, 1979; S. DE GUIDI, y amor, Diccionario Teológico Interdisciplinar, Salamanca, 1982; H. U. VON BALTHASAR, Sólo amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca, 1990.

Martín Nieto

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), de Jesús de Nazaret, Monte Carmelo, Burbos, 2001