Hebreos 2 Sagrada Biblia (Nacar-Colunga, 1944) | 18 versitos |
1 Por tanto, es menester que con la mayor diligencia atendamos a lo que hemos oído, no sea que nos deslicemos.
2 Pues si la palabra promulgada por los ángeles fue firme, hasta el punto de que toda transgresión y desobediencia recibió la merecida sanción,
3 ¿cómo lograremos nosotros rehuirla, si tenemos en poco tan gran salud? La cual, habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor, fue entre nosotros confirmada por los que le oyeron,
4 atestiguándola Dios con señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu Santo, conforme a su voluntad.
5 Que no fue a los ángeles a quienes sometió el mundo venidero de que hablamos.
6 Ya lo testificó alguien en cierto lugar al decir: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre para que tú le visites?
7 Hicístele poco menor que a los ángeles, coronástele de gloria y de honor,
8 todo lo pusiste debajo de sus pies.” Pues al decir que “se lo sometió todo,” es que no dejó nada que no le sometiera. Cierto que al presente no vemos aún que todo le esté sometido,
9 pero sí vemos al que Dios hizo poco menor que a los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte en beneficio de todos.
10 Pues convenía que aquel para quien y por quien son todas las cosas, que se proponía llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por las tribulaciones al autor de la salud de ellos.
11 Porque todos, así el que santifica como los santificados, de uno solo vienen, y, por tanto, no se avergüenza de llamarlos hermanos,
12 diciendo: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.”
13 Y luego: “Yo pondré en El mi confianza.” Y aún: “Heme aquí a mí y a los hijos que me dio el Señor.”
14 Pues como los hijos participan en la sangre y en la carne, de igual manera El participó de las mismas, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo,
15 y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre.
16 Pues, como es sabido, no socorrió a los ángeles, sino a la descendencia de Abraham.
17 Por esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo.
18 Porque en cuanto El mismo padeció siendo tentado, es capaz de ayudar a los tentados.

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Introducción a Hebreos

Times New Roman ;;; Riched20 5.40.11.2210;

Epístola a los Hebreos.

Introducción.

El problemático autor de la carta.
Ciertamente es un escrito de gran importancia doctrinal, y a él se presta hoy mucha atención por teólogos y exegetas. Está dentro del canon de libros inspirados 362 y consta históricamente que pertenece a la época apostólica, pues es ya ampliamente utilizado por Clemente Romano (c. a. 95) en su carta a los Corintios 363.
Pero ¿quién fue su autor? Tradicionalmente, durante siglos, ha venido atribuyéndose a Pablo; sin embargo, a partir ya de principios del siglo XIX, esta paternidad paulina ha sido fuertemente discutida. Desde luego, comparada a las otras cartas paulinas, es éste un escrito singular, cuyas diferencias saltan a la vista. Nada de saludo inicial, nombrando autor y destinatarios, como en las otras cartas de Pablo; todo presenta más bien aspecto de tratado teológico o de exposición homilética, a excepción del último capítulo, único que tiene tono de carta. Y en cuanto al lenguaje, es un lenguaje de griego mucho más puro, con fraseología fluida y rítmica, sin que aparezcan nunca esos saltos y cortes bruscos habituales en el estilo del Apóstol. También el modo de citar la Sagrada Escritura es del todo peculiar, sea en la fórmula con que se introduce la cita, sea en que las citas se hacen siempre por los Setenta y nunca de memoria. Por lo que toca a las ideas, no es difícil hallar pasajes paralelos en las otras cartas paulinas; pero, incluso en esto, se nota un modo peculiar de presentar esas ideas. Cosas todas que parecen estarnos diciendo que la carta a los Hebreos no ha podido ser escrita por Pablo, al menos de modo directo.
Y aún hay algo quizás más significativo. Si nos fijamos en la tradición, veremos que, a diferencia de lo que ha sucedido con las otras trece cartas de Pablo, respecto de ésta a los Hebreos ha habido fuertes dudas y vacilaciones. Vamos a dar una rápida visión de conjunto.
Ciertamente, esta carta es utilizada y tenida como sagrada por Clemente Romano, a fines del siglo i, aunque no da el nombre de Pablo 364. También la utilizan el Pastor, de Hermas, y San Justino (f c.165), en el siglo n 365. Los más antiguos escritores de la iglesia alejandrina (Panteno-Clemente-Orígenes) la ponen sin dubitación alguna entre los escritos inspirados, pero manifiestan sus reservas respecto del autor: Clemente supone que la carta fue escrita originariamente por Pablo en hebreo y luego traducida por Lucas al griego 366; Orígenes va más lejos y dice que los pensamientos son de Pablo, pero la dicción y composición son de otro, y. quién haya escrito la carta sólo Dios lo sabe. Como nombres que algunos proponen, menciona los de Lucas y de Clemente Romano 367. Posteriormente, en la iglesia oriental (Atanasio, Cirilo Alejandrino, Cirilo Jerosolimitano, Crisóstomo, Gregorio Nazianceno, etc.), no surgen ya dudas ni reservas, y la carta a los Hebreos se cita simplemente como de Pablo.
Bastante distinta es la actitud de la iglesia occidental. Se diría que, después del arriba mencionado Clemente Romano, la carta cayó en olvido. El Fragmento Muratoriano (s.n) al darnos el elenco de libros sagrados, nada dice de esta carta; más aún, claramente la excluye, al menos como de origen paulino, pues advierte que son nueve las que el Apóstol ha dirigido a comunidades, aparte las cuatro dirigidas a personas individuas 368. En San Ireneo (fe. 202), a pesar de que se citan con mucha frecuencia las otras cartas de Pablo, de Hebreos no se halla ninguna cita cierta. Tampoco la cita San Cipriano (t 258), ni Optato de Milevi (c. 375). El presbítero romano Cayo (c. 210) la rechaza expresamente 369. Tertuliano (t c.220) y Gregorio de Elvira (f 0.392) la conocen y citan, pero la atribuyen a Bernabé, no a Pablo 370. El llamado Canon Mommsenia-no, confeccionado en África, hacia el año 360, no la pone en el elenco de libros sagrados, y dice expresamente que las epístolas de Pablo son trece 371. San Agustín (143°) la tiene resueltamente por canónica, y en un principio la cita también sin reparo como de Pablo, pero a partir del año 409 evita el citarla bajo ese nombre y recuerda expresamente las dudas de algunos sobre su paternidad 372. Los concilios africanos de 393 (Hipona) y de 397 (Cartago) hablan de: Epístolas de Pablo Apóstol, trece; del mismo a los Hebreos, una 373. Fórmula curiosa, reflejo evidente de dudas anteriores. Estas dudas las resume así San Jerónimo: Esta carta, que lleva por título a los Hebreos, la consideran como del Apóstol Pablo no sólo las iglesias de Oriente, sino todos los escritores eclesiásticos de lengua griega. Pues si la costumbre de los latinos no la acoge entre las Escrituras canónicas, tampoco las iglesias de los griegos, con la misma libertad, acogen el Apocalipsis de Juan; y, sin embargo, nosotros acogemos una y otro, siguiendo no la costumbre de estos tiempos, sino la autoridad de los escritores antiguos. 374
A partir de esta fecha, finales del siglo iv y principios del v, desaparecen las dudas también entre los escritores de la iglesia occidental. Unánimemente la carta a los Hebreos es citada como de Pablo (Hilario, Ambrosio, Rufino, Crisólogo, Gregorio Magno, etc.). Fue Erasmo (f 1536) y el Card. Cayetano (f 1534), en la época del renacimiento, quienes de nuevo volvieron a suscitar las antiguas dudas. Estas dudas han sido luego mantenidas y aireadas por los críticos ya desde fines del siglo XVI rechazando abiertamente, con excepción de muy pocos, la paternidad paulina de la carta. Sobre quién sea su autor, unos hablan de Apolo, otros de Bernabé, otros de Priscila, otros del gran desconocido.
Por lo que respecta a los autores católicos, la actitud actual es la siguiente. Unánimemente se admite que la carta, no obstante las dudas de algunos escritores latinos antiguos, forma parte del canon de libros inspirados que la Iglesia ha recibido de los apóstoles. Sobre quién sea el autor de la carta, la respuesta es matizada por unos y por otros de muy diversa manera. Todos prácticamente sostienen, dado el contenido de la carta y la constante tradición de la iglesia oriental, que la carta está relacionada de algún modo al Apóstol; pero las diferencias empiezan al tratar de concretar más. Algunos, muy pocos (Heigl, Vitti, Léonard), dicen que Pablo es autor de esta carta en la misma forma que lo es de las otras trece; sin embargo, la inmensa mayoría de los autores católicos y hoy prácticamente la totalidad afirman que son tales las diferencias con las otras cartas, reflejadas, además, en la tradición, que necesariamente hay que admitir un redactor distinto de Pablo. Es decir, que se inclinan a la hipótesis de Orígenes: el fondo es de Pablo, pero la forma es de otro. Es lo que ya dejaba entrever la misma Pontificia Comisión Bíblica en su decreto del 24 de junio de 1914, al afirmar que el que Pablo sea autor de la carta no exige necesariamente que sea él quien le dio la forma que hoy presenta. 375 Ordinariamente se ha concebido la composición de la carta como si el Apóstol, habiendo elaborado el plan en su conjunto, hubiese encargado la redacción a alguno de sus colaboradores, dando luego él al final su aprobación, una vez redactada. Sin embargo, últimamente la mayoría de autores (Spicq, Bonsirven, Kuss, Wikenhauser) van más lejos y dicen, con mucha razón, que ningún testimonio externo ni interno apoya esa reconstrucción puramente imaginativa de los hechos, dando todo la impresión de que se trata de un pensador original, no de un simple redactor que escribe por encargo y bajo la inspección de Pablo. Pablo sería autor, en cuanto que ese pensador que ha escrito la carta es discípulo espiritual suyo, que escribe en dependencia y como auténtica prolongación de la doctrina de su maestro.
Sobre quién fuera concretamente el autor o redactor de la carta, seguimos con la misma incertidumbre que en tiempos de Orígenes. Se habla de Bernabé, Lucas, Apolo, Clemente Romano, Silas, etc.; pero no hay dato ninguno claro que nos permita sacar conclusiones ciertas. Generalmente hoy las preferencias están por Apolo, el culto alejandrino que fue compañero y colaborador de Pablo (cf. Act 18:24; 1 Cor 3:4-6; 16:12). Así, decididamente, el P. Spicq, quien dice que la lengua, el estilo, gran número de razonamientos llevan claramente la marca filoniana, lo que aconseja buscar un autor de origen alejandrino 376.

Los destinatarios.
A diferencia de las otras cartas del Corpus paulinum, que, sea en el saludo, sea en la despedida, nos suelen ofrecer datos más que suficientes para conocer quiénes son los destinatarios, la presente carta no nos da dato alguno. Carece de saludo inicial, y, en cuanto a la despedida, todo se desarrolla en un plano bastante genérico, sin concretar lugares ni personas. Hemos, pues, de buscar apoyo en otra parte.
El primer dato que puede orientarnos es el título A los Hebreos con que esta carta aparece en el texto de todos los códices y versiones. Ciertamente que el título no es de creer que pertenezca a la carta misma, sino que casi con toda seguridad podemos afirmar que ha sido añadido posteriormente; sin embargo, es una indicación nada despreciable, pues representa una tradición muy antigua, dado que a principios del siglo ni la carta es ya así designada por Clemente de Alejandría y por Tertuliano 377. Se ha dicho, tratando de restar valor a este argumento, que el título no representa tradición alguna, sino que es fruto de la exégesis o examen de la carta; mas, aunque así fuese cosa por lo demás muy difícil de probar , ello sería al menos indicio de que a principios del siglo ni no había tradición alguna en contrario.
Además del título, nos da también mucha luz el tema mismo de la carta y el modo como ese tema se desarrolla. Todo da la impresión de que el autor supone que sus lectores están versados en el Antiguo Testamento y familiarizados con los ritos y terminología del culto judío, es decir, que se trata de cristianos procedentes del judaísmo. Difícilmente, tratándose de destinatarios étnico-cristianos, el autor de la carta se hubiera expresado en la forma en que lo hace, con esas disquisiciones sobre Cristo y Moisés, el sacerdocio de Cristo y el sacerdocio levítico, la ineficacia de los antiguos sacrificios, etc. Cierto que también en las cartas a Calatas y Romanos, no obstante tratarse de destinatarios étnico-cristianos, al menos en su mayoría, hay alusiones y citas del Antiguo Testamento; pero es en mucha menor escala, sin base seria de comparación. Creemos, pues, no obstante la opinión contraria de algunos críticos modernos 378, que este punto debe darse por cierto.
Más difícil es ya determinar de qué comunidad se trata en concreto. Que se trate de una comunidad particular y no de los judío-cristianos en general, es evidente, pues se alude a circunstancias que sólo pueden convenir a una comunidad concreta: que eran cristianos ya de antiguo (cf. 5:11-13), que han padecido persecuciones y algunos incluso con pérdida de bienes (cf. 10:32-34); que sus propósitos o superiores han sufrido el martirio (cf. 13:7); que piensa enviarles a Timoteo (cf. 13:23). Pero ¿cuál es esa comunidad?
Se han dado muchos nombres: Jerusalén, Alejandría, Chipre, Asia Menor, Corinto, Roma.. Muchas veces se trata de puras fantasías, sin apoyo alguno en datos positivos, por lo que ni siquiera merecen tomarse en consideración. Entre los críticos ha sido bastante común la opinión de que la carta está dirigida a la comunidad romana (Holzmann, Von Soden, Schürer, Loisy, Scott) o al grupo judío-cristiano de esa iglesia (Zahn, Strathmann). Se apoyan sobre todo en la frase os saludan los de Italia (13:24), que está sugiriendo que el autor escribe desde fuera de Italia y cristianos oriundos de ese país saludan a sus paisanos. Sin embargo, aunque la frase, absolutamente hablando, podría interpretarse de ese modo, también puede interpretarse, y la interpretación es más obvia (cf. Act 17:13), en el sentido de judío-cristianos que desde Italia envían saludos a los destinatarios de la carta fuera de Italia. Son otras razones, pues, las que deben decidir. Pues bien, no es fácil considerar a la comunidad de Roma como destinataria de la carta, pues dicha comunidad se componía de étnico-cristianos en su inmensa mayoría (cf. Rom 1:5-6; 11:13-14; 15:15-16). Tampoco es creíble que la carta esté dirigida particular y directamente al grupo judío-cristiano, pues éstos formaban una parte de poca importancia en la comunidad romana, mientras que la carta supone una iglesia organizada, bajo la dirección de jefes o presidentes (cf. 13:7.17.24), a la que se juzgó conveniente dirigir un escrito de tanta magnitud.
Creemos, dada la índole general de la carta, que la comunidad a la que la carta va dirigida hay que buscarla en Palestina. Tal es la opinión tradicional (Clemente Alejandrino, Eusebio, Jerónimo, Crisóstomo, Efrén), y que siguen defendiendo la gran mayoría de los autores católicos (Cornely, Fillion, Prat, Vigouroux, M. Sales, Ricciotti, Spicq, etc.) y no pocos acatólicos (Michaelis, Weis, Bornháuser, Pieper). En efecto, muchas de las descripciones y expresiones de la carta apenas serían inteligibles para cristianos que viviesen lejos de Palestina, aunque fuesen de procedencia judía; o, por lo menos, perderían mucha de su fuerza expresiva (cf. 9, 6-14; 10:11-14; 13:12). Generalmente se supone que se trata de la comunidad misma de Jerusalén, de la que se afirma que ha sufrido persecuciones (10:32-34), pero no hasta llegar al martirio (12:4), como ha sucedido a sus jefes (13:7). Sin embargo, algunos autores modernos, como el P. Spicq y ya antes K. Bornháuser y K. Pieper, creen que más bien debe tratarse de un grupo especial de creyentes, formado por sacerdotes judíos convertidos (cf. Act 6:7), que habían tenido que abandonar Jerusalén a raíz de la persecución cuando el martirio de Esteban (cf Act 8:1; 11:19) Y se habían establecido en alguna de las ciudades siro-palestinenses de la costa mediterránea, imposible de determinar, formando una comunidad cerrada. Ello explicaría, tratándose de sacerdotes, que sea presentada con tanto relieve la idea de culto y de liturgia. Últimamente, a raíz de los descubrimientos de Qumrán, se ha pensado incluso en que este grupo de sacerdotes, procediese de Qumrán o al menos hubiese estado en relación con la secta 379. Creemos que será muy difícil llegar a conclusiones definitivas en este terreno.
En cuanto a ocasión de la carta, parece claro que el autor trata de animar a los destinatarios a que permanezcan firmes en la fe que han abrazado, sin desanimarse ante las persecuciones ni dejarse deslumhrar por los esplendores del culto mosaico (cf. 2:1; 3:12-15; 4:11; 7:4-8:13; 10:19-39; 12:4-7)·
Para concretar más necesitaríamos antes ponernos de acuerdo sobre quiénes son los destinatarios; cuestión nada fácil conforme acabamos de exponer. Hay un dato, sin embargo, que puede ayudarnos bastante para poder marcar un punto de referencia, y es la destrucción de Jerusalén en el año 70. Todo en la carta hace suponer que el culto del Templo seguía desarrollándose normalmente (cf. 8:4-5; 9:6-10; 10:1-11; 13:9-11) y, consiguientemente, que nos hallamos en tiempos anteriores a esa fecha. Por otra parte, si, como parece más probable, se trata de la iglesia de Jerusalén o al menos de una comunidad palestinense íntimamente relacionada con ella, no parece que debamos sobrepasar el año 66; pues en el otoño de ese año tiene lugar el ataque de Cestio Galo contra Jerusalén, dando al traste con todas las esperanzas de paz, y cuyo remate fue la destrucción de la ciudad y del Templo en el año 70. Esos años inmediatamente anteriores fueron años de un exacerbado nacionalismo entre los judíos, con derivación también en una mayor magnificencia del culto del Templo, cosa que no podía dejar de influir en los judeo-cristianos, fieles seguidores de las tradiciones patrias (cf. Act 21:18-26), solicitados sin duda a unirse a la causa nacional judía. El autor de la carta habría tratado de cortar ese peligro y centrar serenamente las cosas, aconsejándoles que pusieran su esperanza no en la patria judía, sino en la patria del cielo.
La carta estaría escrita desde Italia (cf. 13:24), aunque no necesariamente desde Roma 380.

Estructura temática y literaria.
Evidentemente, la figura central en torno a la cual gira todo el escrito es la persona de Jesucristo, cuyos principales atributos se hacen resaltar de modo solemne en el comienzo mismo de la carta (cf. 1:1-4). Creemos que en esos versículos queda ya enunciada la idea básica que dirige toda la exposición, es a saber, especie de confrontación entre la Antigua Alianza y la Nueva, haciendo resaltar la inmensa superioridad de ésta: Antes habló Dios muchas veces y de muchas maneras por los profetas, ahora por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo.
Es de notar, además, que hay una mezcla continua, ya desde el principio, entre lo doctrinal o dogmático y lo exhortativo o práctico (cf. 2:1-4; 3:1-4:16; 5:11-6:12; 7:26-27; 10:19-39; 12:1-29), sin que eso quiera decir que no podamos distinguir, al igual que en las cartas paulinas, una primera parte prevalentemente dogmática 1:1-10:18) y otra final prevalentemente exhortativa o parenética (10:19-13:17). Con todo, es el aspecto práctico o necesidad del lector lo que parece estar siempre presente, ya desde el principio, en la mente del autor de la carta incluso en sus disquisiciones especulativas. Cierto que los temas del sacerdocio y del sacrificio de Cristo están desarrollados de forma admirable; pero, en el fondo, estos y otros puntos, no están tratados por sí mismos, sino en función del fin práctico que el autor se ha prefijado y que deja traslucir constantemente: animar a los lectores, demostrada la superioridad de la Nueva Alianza, a permanecer en ella (cf. 2:1-4; 3:14-15; 4:14; 6:4-6; 10:23-29; 12:3-4; 13:9)·
Toda esta temática y divisiones, agrupando las ideas en un orden que juzgamos lógico, podrían ser sintetizada en el siguiente esquema:
I. Superioridad de la religión cristiana sobre la judía (1:1-10:18).
a) Jesucristo, el mediador de la nueva Alianza, superior a los ángeles y a Moisés, mediadores de la antigua (1:1-4:13).
b) El sacerdocio y el sacrificio de Cristo, superiores al sacerdocio y a los sacrificios levíticos (4:14-10:18).
II. Exhortación a la perseverancia (10:19-12:29).
a) Fidelidad a Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote (10:19-39).
b) Ejemplo de fe que nos dieron los antiguos patriarcas y profetas (11:1-40).
c) Constancia en las tribulaciones (12:1-29).
Apéndice.
Recomendaciones particulares (13:1-19) y saludos (13:20-25).
Es la división que pudiéramos llamar tradicional, considerando dividida la carta en dos grandes apartados: uno de carácter preferentemente dogmático, presentando la excelencia de la religión cristiana sobre la judía (1:1-10:18); otro de carácter parenético exhortando a la perseverancia en la fe recibida (10:19-12:29).
Sin embargo, esta división es considerada hoy por muchos como demasiado conceptual, suponiendo en el autor de la carta unas ideas directrices de exposición que más bien son nuestras; pues, como dice el P. Spicq, la estructura de la carta está ordenada menos por la ilación de las ideas que por la llamada de ciertas palabras-clave, según el uso semítico de la inclusión y la concatenación 381. Es por eso que modernamente, sobre todo a partir de L. Vaganay 382, no pocos autores prefieren otras divisiones basadas en las técnicas de composición que habría empleado el autor.
Quien ha hecho, bajo este aspecto, un estudio más completo y detallado de la carta es A. Vanhoye 383, distinguiendo cinco temas predominantes, combinación de doctrina y parénesis, siguiendo determinadas técnicas de composición: inclusiones, palabras-clave, paralelismos, introducciones. Los cinco temas serían: Jesús-superior a los ángeles (1:5-2:18); Jesús-sumo sacerdote fiel (3:1-4:14) y compasivo (4:15-5:10); Jesús-sumo sacerdote según el orden de Melquisedec (5,n-7:28)-pontífice perfecto (8:1-9:28) y causa de salud eterna (10:1-39); 1a fe (11:1-40) y perseverancia (12:1-13); el fruto apacible de la justicia (12:14-13:21). Por su parte, el P. Spicq, basado también en técnicas de composición, distingue no cinco, sino cuatro temas principales: el Hijo de Dios, encarnado-rey del Universo (1:5-2:18); Jesús-sumo sacerdote, fiel y compasivo (3:1-5:10); el auténtico sacerdocio de Cristo (5:11-6:20), superior al sacerdocio (7:1-28) y culto (8:1-9:28) levíticos, y su sacrificio, superior a los sacrificios mosaicos (10:1-18); la fe perseverante (10:19-12, 29); apéndice (13:1-21).
Un camino algo distinto sigue el P. J. Schierse, otro autor que también ha estudiado detenidamente esta carta a los Hebreos. Piensa el P. Schierse que nos hallamos ante una especie de predicación litúrgica con tres partes fundamentales, al igual que en las celebraciones cultuales de las comunidades cristianas: audición de la palabra de Dios (1:1-4:13); unión de los fieles en la homología o confesión solemne de Cristo (4:14-10:31); exhortación a guardar los deberes que impone la Nueva Alianza (10:32-13:25). Es decir, que esta carta sería como un reflejo de la liturgia, de cuyos actos principales nos daría una profunda interpretación teológica. Dicho de otra manera: se trataría de una exhortación pastoral a base de los ritos litúrgicos 384.
Tal es el panorama del modo de pensar actual sobre la estructura de la carta a los Hebreos. Desde luego, no es tarea fácil descubrir cuáles pudieron ser las ideas directrices del autor en la composición de este escrito, calificado ya por el P. Lagrange como la obra más enigmática del Nuevo Testamento. 385 Todos reconocen que se trata de un pensador notable, con fuerte personalidad, que ha sabido presentar el dato cristiano bajo nueva luz y ha logrado construir, con fraseología fluida y rítmica, la pieza literaria más fina del Nuevo Testamento. Como dice el P. Spicq, es maestro que dispone de todos los resortes de la elocuencia y los pone en práctica para hacer su exhortación más persuasiva. 386
El esfuerzo, pues, de los comentaristas modernos por descubrir sus técnicas de estilo está perfectamente fundado, y sus trabajos pueden servir de gran ayuda para penetrar más certeramente en el pensamiento del autor. Sin embargo, no creemos que ello sea obstáculo para seguir ateniéndonos a la división tradicional en dos grandes apartados, pues sigo en la convicción de que el pensamiento fundamental del autor, use éstas o aquellas técnicas de composición, es el de animar a sus lectores a perseverar firmes en la fe recibida, poniéndoles delante la excelencia de la religión cristiana sobre la judía.
Otra cuestión quisiéramos tocar todavía en este apartado, y que pudiéramos enunciar con una pregunta: ¿se trata de una carta o de una homilía?
El modo genérico de comenzar (1:1ss) y las continuas citas de textos bíblicos pastoralmente interpretados, parecerían aconsejar la segunda hipótesis; sin embargo, el final del escrito (13:1-25) tiene todas las muestras de una carta. No es, pues, extraño que haya opiniones en ambos sentidos. Para muchos (W. Wrede, E. Burgaller, P. Wendland.) se trataría de una homilía o sermón, al que posteriormente se añadió el c.13, quizás para dar la impresión de que era un escrito de Pablo, prisionero en Roma; en cambio, otros muchos creen que se trata de una carta, como dan a entender, no sólo el c.13, sino también muchas expresiones a lo largo del escrito, con alusión a destinatarios que parecen estar lejos (cf. 4:1; 5:11-14; 6:9-12; 10:32-36), a los que llama hermanos y carísimos (cf. 3, 1-12; 6:9; 10:19). Ni creen que haya base objetiva para separar el c.13 del resto del escrito; pues encontramos idéntico estilo, e incluso el contenido de este capítulo está en perfecto paralelismo con lo anterior: cf. 13:10-15 (teología sacrificial) y 13:7.13.14 en que se dan consejos en admirable consonancia con lo dicho en 2:3; 11, 26; 11:13-16 387.
También nosotros juzgamos más probable esta opinión. Ciertamente extraña el que no haya ningún saludo inicial, nombrando autor y destinatarios; pero tengamos en cuenta que es una carta sui generis, pues el mismo autor la define como discurso de exhortación, es decir, una exhortación moral (cf. 13:22). El tono oratorio de algunos pasajes (cf. 2:5; 6:9; 9:5; 11:32) puede explicarse simplemente por las condiciones oratorias nativas del autor, sin necesidad de suponer, como han pensado algunos, que al principio fue una homilía a la que luego el mismo autor dio forma de carta 388. Tampoco creemos haya base para suponer que en un principio la carta tuvo saludo inicial, pero luego ese saludo protocolario habría desaparecido, bien por haber sido suprimido intencionadamente (F. Overbeck), bien por circunstancias casuales, como ha sucedido con otros escritos (J. Moffatt).

Perspectivas doctrinales.
No cabe duda que, en el fondo, las verdades que encontramos aludidas en esta carta son las mismas que encontramos también en los demás escritos neotestamentarios: encarnación de Cristo, su muerte y resurrección, la Iglesia como obra suya, recompensa celeste, etc.; sin embargo, es un hecho que el autor de este escrito ha sabido dar una expresión original a todas esas verdades. Más que hablar de reconciliación o de resurrección o de vida en el Espíritu, terminología a la que nos tiene acostumbrados San Pablo (cf. Rom 5:9-11; 8:9-17; 1 Cor 6:11-19; 2 Cor 5:17-21; Gal 3:2-5; Col_1:20 ), habla de purificar y de Cristo sacerdote que, avalado por su propia sangre, entra en el santuario celeste y nos obtiene una redención eterna (cf. 1:3; 4:14-16; 7:24-27; 9:11-26). Todo es presentado bajo una perspectiva cultual, y parece como si Cristo estuviese repitiendo, aunque de forma más perfecta, el ceremonial judío del gran día del Kippur (cf. Lev 16:1-34), entrando solemnemente en el santuario del cielo como intercesor misericordioso 389.
Esta originalidad de la carta a los Hebreos para presentarnos la obra redentora de Cristo, está como pidiendo que, antes de tratar de temas doctrinales concretos, digamos algo sobre la mentalidad del autor, cosa que podrá luego ayudarnos a entender mejor sus expresiones.
La mentalidad del autor: Ya dijimos antes que el autor de esta carta muestra ser un pensador notable, y su escrito, incluso literariamente, está compuesto con suma habilidad y maestría. Cuanto más se lee esta carta, más se convence uno de ello.
Una de las cosas que primeramente llaman la atención es el continuo uso de textos del Antiguo Testamento para explicar las realidades cristianas. Ningún otro escrito del Nuevo Testamento es tan rico en citas y alusiones bíblicas como la carta a los Hebreos, pudiendo afirmar, sin lugar a duda, que su autor tiene una mentalidad profundamente enraizada en la Biblia. Las citas bíblicas están hechas generalmente conforme a la versión de los LXX y siempre son introducidas evitando indicar el autor humano, nombrando directamente al Espíritu Santo (3:7; 9:8; 10:15) o a Dios (5:5-6; 6:13-14; 7:21) o con expresiones indefinidas (2:6; 4:4; 12:5), como dando a entender que se pone en primera línea la autoridad divina, sin que tenga importancia que el texto se haya escrito por Isaías o Moisés o cualquier otro. Sabemos que tales expresiones indefinidas para introducir las citas bíblicas, lenguaje que para nosotros resulta bastante extraño (cf. 2:6), era de uso corriente en determinados círculos judíos, particularmente de la escuela de Filón.
Ni es sólo la abundancia de citas bíblicas y el empeño por hacer resaltar la autoridad divina de la Escritura, sino que hay algo todavía más significativo, y es la diligencia en hacer notar las relaciones y armonía entre Antiguo y Nuevo Testamento. Para el autor de esta carta, Antiguo y Nuevo Testamento son como dos fases de un mismo plan divino, pero bien entendido que la primera es prefigurativa y como esbozo de la segunda, que es la perfecta y ya definitiva. Puede decirse que todo el Antiguo Testamento es concebido como una inmensa profecía de Cristo y de la Alianza nueva por El establecida; lo mismo las personas (Melquisedec, israelitas del desierto.) que las instituciones fritos (levíticos.) están prefigurando, a veces a través precisamente de su contraste, la obra redentora y definitiva de Cristo. Se dirá, por ejemplo, que a la revelación parcial y múltiple de los profetas sucede la completa y definitiva de Cristo (cf. 1:1-2), y que su carácter regio y de señorío universal estaba ya precedentemente anunciado (cf. 1:5-14); igualmente lo estaba su dignidad sacerdotal (cf. 5:1-6; 7:1-28), y su sacrificio redentor, con implantación de una Nueva Alianza que sustituya a la Antigua (cf. 8:1-10:18). Es dentro de esta perspectiva como debemos explicar las expresiones imagen-sombra-tipo con que se designa a las instituciones mosaicas (cf. 8:5; 9:23; 10:1 ), en contraposición a perfecto (2:10; 5:9.14; 6:1; 7:11.19.28; 9:9.11; éï,é; éé,4ï; 12:2.23), eterno (5:9; 9:12-15; 13:20), verdadero (8:2; 9:24), mejor (7:19.22; 8:6; 9:23; 10:34; 11:16.35), celeste (3:1; 6:4; 8:5; 9:23; 1 1, 1 6; 12:22), con que se designa a las realidades cristianas.
Creemos que este proceso de interpretación y sistematización de los datos bíblicos vetero testamentarios, considerando a la antigua economía religiosa como algo prefigurativo y transitorio a la que sucede lo perfecto y definitivo, es una de las aportaciones teológicas más importantes de la carta, y constituye una especie de filosofía de la historia, viendo en el cristianismo la realización del plan completo de Dios sobre el mundo. A veces se citarán los textos bíblicos en sentido literal (cf. 1:5.13; 5:5-6); pero de ordinario la visión del autor va mucho más lejos, interpretando toda la antigua economía religiosa, aunque el sentido literal del texto bíblico parezca indicar otra cosa, como ordenada por Dios en orden al cristianismo, la época de plenitud y de las verdaderas realidades, a que Dios apuntaba ya desde un principio en todas sus realizaciones. La idea no es nueva, pues ya San Pablo la había dejado reflejar en varias ocasiones (cf. 1 Cor 9:9-10; 10:11; Gal 4:24; Col 2:17); sin embargo, en ningún otro escrito aparece puesta tan de relieve como en esta carta. No se trata de pura acomodación de textos o de puras alegorías, sino de una interpretación cristiana del texto bíblico (cf. 2 Cor 3:14-16; Lc 24:45), luego los exegetas tratarán de concretar bajo las expresiones de sentido típico y sentido pleno.
Aparte esta mentalidad que pudiéramos llamar bíblica, y que nadie le discute, el autor de la carta parece mostrar también cierta mentalidad que pudiéramos llamar alejandrina, bajo el influjo quizás de los escritos de Filón. Hay muchos indicios en este sentido. No ya sólo su modo de introducir las citas bíblicas, a que antes aludimos, sino también el uso de expresiones características en Filón, como ìåôñéïðáèåúí (5:2), ßêåôçñßá (5:7), áßôéïò óùôçñßáò (5:9), êåöÜ-ëáéïí (8:1), äçìéïõñãüò (1:1-10) y sobre todo las nociones de solidez y perfección (âåâáßùóéò ôåëåßùóéò), de amplio uso en Filón, y tan características de esta carta para designar las realidades cristianas (cf. 2:2-3.10; 3:6.14; 6:1.16.19; 7, 1 1; 9:9.11.17.)· Parece haber también estrechos puntos de contacto en el simbolismo que ambos descubren en el antiguo templo levítico (8:5), así como en los rasgos con que son presentados Moisés (3:5; 8:5; 11:23.29) y Melquisedec (7:1-3). Todo esto da serio fundamento a la opinión, defendida por muchos comentaristas, de que el autor de esta carta pertenece al mismo círculo cultural de Filón, sea porque depende de los escritos de éste, sea porque ambos reflejan el ambiente del judaísmo culto alejandrino, en que los dos escritores se habrían educado 390.
Últimamente se ha comenzado a hablar también de afinidades entre esta carta a los Hebreos y los escritos de Qumrán 391. en particular, se ha hecho notar el papel importante que, al igual que en Hebreos (cf. 8:6-13; 9:15-20; 12:24), desempeña también en Qumrán la idea de nueva alianza, así como esa que pudiéramos llamar espiritualización del Éxodo, considerando la vida religiosa de los fieles como un nuevo caminar por el desierto (cf. 3:7-4:11). Incluso la insistencia en considerar a Cristo como rey mesiánico y sumo sacerdote (cf. 1:5-14; 2:5-17; 4:14-5:10.), podría quizás explicarse como respuesta a la tesis qumránica de los dos Mesías, el davídico y el sacerdotal, mostrando cómo en el cristianismo tenían perfecto cumplimiento esas antiguas aspiraciones religiosas.
Finalmente, se ha hablado y se habla de afinidades entre esta carta y el IV Evangelio (cf. 1:2-3 = Jn 1:3.16-18 y 14:9; 7:24-25 = Jn 12:34 Y 1 Jn 2:1-2; 7:26 = Jn 1:29 y 8:46; 10:10 = Jn 17:19; 10:20 = Jn 14:6.). ¿No será esto indicio de que ambos escritos proceden del mismo ambiente cultural, quizás en dependencia de la catequesis de Juan, recogida luego en el IV Evangelio? Así opinan muchos 392.
Por supuesto, aparte todas estas posibles influencias, está el influjo innegable del pensamiento de Pablo. Compárese, por ejemplo, la cristología de Hebreos (1:2-6; 2:5-10) con la de las cartas de la cautividad (Col 1:13-18; Fil 2:5-11), así como pequeñas coincidencias de expresiones lingüísticas características de Pablo, tales como Dios de la paz (Heb 13:20; Rom 16:20; 2 Cor 13:11; Fil 4:9; 1 Tes 5:23), Dios viviente (Heb 3:12; 2 Cor 3:3; 1 Tes 1:9; 1 Tim 3:15; 4:10), leche-manjar sólido (Heb 5:12; 1 Cor 3:2) y otras muchas que sería largo enumerar 393.
Tal aparece el autor de esta carta, con una mentalidad realmente compleja, cuyas fuentes de influencia no resulta fácil adivinar. Lo que sí parece claro es que no se considera discípulo inmediato de Jesús, sino más bien discípulo de los apóstoles (cf. 2:3-4).
La persona de Cristo: Antes de hablar de Cristo-sacerdote, que es lo más característico de esta carta, presentamos aquí en visión de conjunto lo que se nos dice sobre su persona.
Primeramente hagamos notar la abundante serie de datos sobre su vida, recogidos sin duda de la tradición (cf. 2:3-4), Que se van intercalando a lo largo de la carta y que coinciden totalmente con los de los otros escritos neotestamentarios. Se dice, por ejemplo, que era de la tribu de Judá (7:14), y que no se avergonzó de llamar hermanos a los hombres (2:11.17), y que su nombre fue Jesús (2:9; 3:1; 4:14; 6:20; 7:22; 10:19; 12:2.24; 13:12); se dice también que con su predicación inauguró la era mesiánica y definitiva (cf. 1:1; 2:3; 6:1-8; 9:26), estando sometido durante su vida terrena a duras pruebas y sufrimientos (cf. 2:10.18; 4:15; 5:7-8; 12:3) y muriendo en una cruz (cf. 6:6; 12:2) fuera de las puertas de la ciudad santa (cf. 13:12). Llama la atención el que, aparte un único lugar al final de la carta (13:20), no se hable nunca de la resurrección ni tampoco de la ascensión al cielo; sin embargo, resurrección y ascensión quedan claramente implicadas en otras expresiones a lo largo de toda la carta, tales como entrar en el santuario celeste (cf. 4:14; 9:11-12) o sentarse a la diestra de Dios (cf. 1:3; 8:1; 9:24; 10:12; 12:2). También se habla de retorno de Cristo al fin de los tiempos (cf. 9:28; 10:25.37).
Por lo que se refiere a la preexistencia y divinidad de Jesucristo, tenemos las hermosas expresiones con que comienza la carta, especie de himno a Cristo, con enumeración de sus principales títulos y prerrogativas (cf. 1:1-4). El análisis de estas expresiones lo dejamos para el comentario. Hagamos notar únicamente el título de Hijo (v.2), título que vuelve a aparecer con frecuencia, sea con artículo el Hijo (cf. 1:8; 4:14; 6:6; 7:3; 10:29), sea de modo indefinido Hijo (cf. 1:5; 3:6; 5:5. 8; 7:28). La omisión del artículo parece intencionada, y no porque se piense en otros hijos, además de Cristo, sino a fin de dirigir más directamente la atención del lector hacia la condición o calidad indicada, es decir, su rango de hijo, en parangón a otros que no son más que servidores.
Ambas facetas de Cristo, la divina como esplendor e impronta del Padre (cf. 1:3) y la humana como asemejado en todo a sus hermanos los hombres y orando al Padre con poderoso clamor y lágrimas (cf. 2:17; 5:7), están tan fuertemente acentuadas en esta carta, que no han faltado críticos que han querido ver ahí dos concepciones de Cristo incompatibles, entretejidas artificialmente. Es el eterno problema de la compleja personalidad de Cristo, Dios y hombre verdadero, que el autor de Hebreos presenta con más viveza quizás que ningún otro autor del Nuevo Testamento, y en que tanto ha venido trabajando y trabaja la teología.
Lo que sí parece claro es que la razón de que el autor de Hebreos acentúe tanto la condición humana de Cristo, es a causa de su sacerdocio: para poder ser pontífice y llevar a cabo la redención eterna que no podían realizar los antiguos sacrificios, el Hijo hubo de asemejarse en todo a los hombres y aprender por sus padecimientos la obediencia (2:17-18; 4:15-16; 5:7-10; 9:11-12; 10, 5-10). Es así, por la experiencia en el dolor, cómo Jesucristo, nuestro Pontífice, recibe plena aptitud para su función de sacerdote (cf. 2:10; 5:9).
El sacerdocio de Cristo: También en otros escritos neotestamen-tarios hay referencias, más o menos directas, a la inmolación de Cristo en el Calvario como verdadero sacrificio de carácter salvífico (cf. Me 14:24 y par.; 1 Cor 5:7; 11:25; Rom 3:24-25; Ef 5:2; Hch_20:28 ; 1 Pe 1:18-19; 1 Jn 1:7; Apoc 1:5). Sin embargo, es en la carta a los Hebreos donde este tema del sacrificio de Cristo y de su sacerdocio aparece expresado de manera más directa, con terminología incluso de carácter ritual. Bien puede decirse que es esto lo que constituye su tema central. Ya en 2:17 se da a Cristo el título de sumo sacerdote, título que luego es ulteriormente explicitado en relación con el sacerdocio levítico (4:14-7:28), extendiendo la comparación también a su sacrificio (9:1-10:18) e incluso, de modo más genérico, a antigua y nueva alianza, es decir, mosaísmo y cristianismo (8:6-13; 9:15-22). Hasta tal punto es central este tema del sacerdocio de Cristo, que el autor de la carta lo considera como objeto explícito de la profesión de fe cristiana (cf. 3, 1-2) y motivo de alegre esperanza (cf. 4:14-16; 8:1-2; 10:21-23).
Pero, ¿qué es lo que pretende significar con ese título de sacerdote (éåñåýò - Üñ÷éåñÝõâ) aplicado a Jesucristo? Parece obvio suponer, mientras no conste lo contrario, que debemos tomar dicho término en su sentido corriente de mediador entre Dios y los seres humanos. Tal creemos que es, prescindiendo de matices, la nota esencial de todo sacerdocio, según ha sido entendido este término en todos los pueblos y culturas. Dicha mediación tiene dos vertientes: mediación por el testimonio o ministerio de la palabra (mensaje de Dios al hombre) y mediación por el sacrificio o ministerio del culto (mensaje del hombre a Dios). Ambos aspectos, a nuestro juicio, están incluidos en el concepto de sacerdocio, aunque circunstancias de muy variada índole puedan influir para que, en una determinada religión o en una determinada época histórica de cualquier religión, se dé preferencia a uno u otro de los aspectos. Incluso el sacerdocio levítico, al que se toma a veces por meramente ritual, tenía también la misión de instruir al pueblo en la ley de Dios (cf. Lev 10:11; Dt 33:10; 2 Par 15:3; Ez 22:26; Jer 18:18; Os 4:5-6; Mal 2:7); lo cual no impide que, sobre todo a partir del destierro, esa misión se fuera convirtiendo cada vez más en asunto de los escribas, quedando para los sacerdotes solamente lo cultual. Pero eso fue puramente circunstancial, como circunstancial era también el que el Sumo Sacerdote, aparte lo cultual, gozara de amplias atribuciones socio-políticas (cf. Ag 1:1-14; 1 Mac 12:20; 14:35-47; Mar_14:53 ; Act 9:1).
En nuestro caso concreto de la carta a los Hebreos, fácil es reconocer que su autor considera como central en la obra de Jesucristo la idea de mediación, sea en el primer aspecto (cf. 1:2; 2:3), sea en el segundo (cf. 9:11-14; 10:8-10). Nada tienen, pues, de extraño sus preferencias por el título sacerdote, aplicado a Jesucristo en un total de 16 veces a lo largo de la carta.
No parece que antes se hubiera dado nunca a Jesucristo este título, y es mérito del autor de la carta haberlo introducido en el lenguaje cristiano 394. Con mentalidad profundamente enraizada en la Biblia, conforme ya explicamos anteriormente, ve anunciado ese sacerdocio de Cristo en el Sal no, que la primitiva comunidad cristiana consideró siempre como mesiánico (cf. Mt 22:42-45; Hch_2:34-35 ; 1 Cor 15:25)· Es ahí, trayendo a su campo la figura de Melquisedec, donde encuentra el punto de apoyo bíblico para todas sus disquisiciones en torno a la obra sacerdotal de Cristo (cf. 5:6.10; 6:20; 7:11.17.21). A este apoyo bíblico veterotestamentario se añadía la realidad de la obra realizada por Cristo, de índole ciertamente sacerdotal (cf. Jn 3:16-17; 10:15-18; 17:19; Mc 10:45.), aunque quizás nadie lo hubiese designado todavía bajo esa denominación 395.
El fundamento real del sacerdocio de Cristo, aunque nunca se diga de manera explícita, parece que el autor de la carta lo ve concretamente en su condición misma de Hijo de Dios encarnado. A su condición de Hijo de Dios se debe el que su muerte sangrienta libremente aceptada, acto supremo de su sacerdocio, tenga valor de redención eterna, que no necesita repetición, perfeccionando para siempre a los santificados (cf. 9:11-14; 10:5-14); y a su condición de encarnado, se debe no ya sólo la posibilidad de esa muerte sangrienta, sino también el haberse convertido en mediador perfecto, experimentando en sí mismo las pruebas y sufrimientos de quienes debían ser salvados (cf. 2:10.17-18; 4:15-16; 5:7-10). Es, pues, un sacerdocio que está enraizado en su mismo ser, por el que queda constituido mediador por excelencia entre Dios y los hombres. Esa misión sacerdotal comienza ya en la encarnación (cf. 10:5-9) Y continúa a lo largo de su vida terrena (cf. 5:7-8), pero tiene su expresión suprema en el acto del Calvario, acto redentivo e irrepetible, realizado de una vez para siempre, como se recalca con insistencia (cf. 7:27; 9:12.26.28; 10:10.14).
Considera el autor de la carta que ese sacerdocio de Cristo, enraizado en su misma condición de Hijo de Dios encarnado, estaba ya prefigurado en el sacerdocio de Melquisedec (cf. Gén_14:18-20 ), en conformidad con lo anunciado en Sal 110:4, y que nosotros cristianos debemos mirar esos textos veterotestamentarios como manifestación anticipada del sacerdocio de Cristo dentro de los eternos designios de Dios: sacerdocio muy superior al levítico (cf. 7:4-10) y que no se recibe por carnal sucesión de padres a hijos, a semejanza del de Aarón, sino que dura eternamente en la misma persona, a semejanza del de Melquisedec (cf. 7:3.11.15-17.22-23). Es un sacerdocio que pone fin al antiguo sacerdocio levítico e inaugura un nuevo culto (cf. 7:11-18-19-28; 8:13; 9:10; 10:9; 12:27). En este sacerdocio, junto a la llamada o designio divino, aparece muy destacada la idea de voluntariedad, pues no se trata ya de ofrecer animales inertes, sino que Cristo mismo es la víctima que se entrega a sí mismo al Padre (cf. 7:27; 9:14), y esto desde el momento mismo de su entrada en el mundo (cf. 5:7; 10:7-10). Bajo este aspecto, ninguna dificultad tenemos en que se hable de sacerdocio existencial, terminología que hoy es del gusto de muchos. Tanto más, que la inmolación y muerte de Cristo no tuvo nada de ritual o litúrgico, sino que externamente fue más bien un suceso político y judicial. Su valor no dependía de ceremonia alguna externa ritual, como sucedía en los sacrificios levíticos, sino del hecho o realidad misma de esa muerte en obediencia al Padre y amor hacia nosotros. El expresar esto con categorías cultuales es algo ya posterior, fruto de reflexión teológica.
Queda una última cuestión que ha dado y sigue dando mucho que hacer a los teólogos y comentaristas de esta carta, es a saber, la de concretar en qué consiste ese sacerdocio celeste de Cristo, al que nuestro autor se refiere con frecuencia 396. Llama la atención, desde luego, el que hable de un santuario celeste en que Cristo ejerce su sacerdocio (cf. 8:1-5; 9:23-24; 7:24-25), lo que parece estar suponiendo un ofrecimiento de sacrificio, pues para nuestro autor es inconcebible un sacerdocio sin sacrificio (cf. 5:1; 8:3).
Pues bien, ¿qué clase de víctima o sacrificio es el que ofrece Jesucristo en el cielo? No han faltado teólogos, como los Socinianos, que relegan la acción sacerdotal de Jesucristo únicamente al cielo. Dicen que su vida terrena, incluida la pasión y muerte, deben considerarse a lo sumo como incoación del sacrificio, en cuanto que fueron el medio necesario para esa oblación o ingreso sacerdotal de Cristo en el cielo. Es lo que, además, parece exigir el parangón mismo que se establece entre el sacrificio de Cristo y el ofrecido por el Sumo Sacerdote levítico en el día del Kippur (cf. 9:7-11), pues, según creen muchos, para los judíos no era la muerte de la víctima lo que constituía propiamente el sacrificio de expiación, sino que éste sólo tenía lugar cuando el Sumo Sacerdote entraba en el Santísimo y rociaba el propiciatorio con la sangre de la víctima. La muerte de ésta era sólo algo previo.
Sin embargo, como es opinión común entre los exegetas, no parece pueda ponerse razonablemente en duda que, para el autor de Hebreos, aparte lo que pudieran pensar los judíos sobre qué era lo que constituía propiamente el sacrificio en el día del Kippur, Cristo ejerció ya su sacerdocio acá en la tierra y que el acto supremo de ese sacerdocio fue su inmolación en la cruz con que de una vez para siempre consiguió para los seres humanos una redención eterna (cf. 1:3; 7:27; 9:26; 10:10-14; 13:12). ¿En qué consiste, pues, su sacerdocio celeste?
Hay exegetas que parecen reducirlo prácticamente a una metáfora o modo de hablar. Dicen que Cristo ha sido constituido sacerdote para siempre (cf. 5:6; 6:20; 7:3.24); pero una cosa es su dignidad sacerdotal y otra el ejercicio de ese sacerdocio. En el cielo no se trata ya de ofrecer sacrificios, sino de aplicación de los frutos del sacrificio ya realizado, frutos que tienen valor perpetuo 397. Ni las expresiones usadas por el autor de Hebreos exigirían más. Cuando se emplea la expresión santuario celeste u otras similares, no se pretendería afirmar otra cosa sino que el sacerdocio y sacrificio de Cristo no son terrenos ni vinculados a un santuario material a la manera de los levíticos, sino que pertenecen a la nueva economía religiosa, que bien puede llamarse celeste en su conjunto, incluida también la fase terrena, pues son realidades de orden ultra-terreno que únicamente en el cielo tienen su consumación (cf. 3:1; 6:4; 8:5; 9:23; 12:22). Y, en cuanto al parangón con el rito levítico del día del Kippur (cf. 9:7-14), tampoco exige que hayamos de poner un sacrificio celeste, pues más que mirar a la distinción entre inmolación de la víctima y aspersión con su sangre cosa totalmente secundaria se mira hacia la apertura del cielo y acceso a Dios, antes obstaculizados, pues sólo el Sumo Sacerdote, avalado por la sangre de animales, podía entrar en el santuario una vez al año, mientras que ahora, avalado por su propia sangre, Cristo ha roto definitivamente esas barreras para entrar en el verdadero santuario.
No obstante todo esto, la mayoría de los teólogos y exegetas creen más en consonancia con la carta a los Hebreos, hablar de sacrificio celeste de Cristo. No que pongan en el cielo un nuevo acto sacrificial junto al único sacrificio de la cruz, sino que Cristo se basa en este sacrificio de la cruz y lo presenta permanentemente ante la cara de Dios, intercediendo por sus redimidos, a quienes desea otorgar gratuitamente los eternos frutos salvíficos del sacrificio de la cruz. 398 No hay, pues, una nueva víctima ni una nueva inmolación, pero sí hay una mediación eterna, que se ejerce después de realizado el sacrificio terrestre, y que de alguna manera es distinta a éste, al menos en cuanto que lo prolonga y lleva a su consumación, fuera de los límites de espacio y tiempo.399
Dentro de la oscuridad del tema, también nosotros creemos que el autor de Hebreos, en paralelismo con la entrada del Sumo Sacerdote mosaico en el Santísimo, da un relieve especial a la entrada de Cristo en el cielo, cuya acción eficaz y permanente a favor de los seres humanos hace resaltar (cf, 4:14-16; 6:19-20; 7:24-25; 8:1; 9:12-14; 10:12; 12:2). Si a esto añadimos el carácter de voluntariedad que se da al sacrificio de Cristo, que ciertamente permanece en el cielo, parece que tenemos datos suficientes para poder hablar de sacrificio celeste.
La nueva alianza: También este tema de nueva alianza aparece muy destacado en la carta a los Hebreos, en íntima relación con el tema del sacerdocio de Cristo, a quien se llama mediador de una nueva (cf. 9:15; 12:24) Y mejor alianza (cf. 8:6) 400.
¿Qué se incluye bajo el término alianza? En líneas generales, dicha expresión viene a ser equivalente de nueva obra religiosa, pues quedan incluidas todas las relaciones entre Dios y los seres humanos. El término alianza tiene una larga historia, y puede decirse que en torno a él gira todo el pensamiento religioso del Antiguo Testamento. En efecto, adaptándose a la terminología del mundo profano en las relaciones mutuas, Dios expresó y concretó sus relaciones con Israel en forma de alianza (hebr. = berith); no una alianza hecha entre dos personas o colectividades en pie de igualdad, sino concebida al modo de las que establecían los reyes con sus subditos (pactos de vasallaje), donde era siempre el rey quien tomaba la iniciativa y el que hacía promesas y exigía condiciones. En estos casos la alianza tiene un acusado carácter de gracia, pero se consideraba también como un honor para la parte débil, pues era elevada a la comunión con la parte fuerte, cosa que de otro modo no lograría.
En la alianza del Sinaí, al mismo tiempo que recibían definitivamente cohesión nacional las diversas tribus israelitas, Dios las elevaba a la categoría de pueblo de su propiedad con una serie de derechos y obligaciones (cf. Ex 19:1-24:11). En el fondo se trata de que Dios quiere llevar a las personas a la comunión con él. Esta alianza del Sinaí dirigirá durante siglos toda la vida religiosa del pueblo judío, pero los profetas anuncian repetidamente su ruptura, a causa de la infidelidad de Israel (cf. Jer 22:9; Ez 16:15-43; Ose_2:3-14 ), y prometen que habrá una nueva alianza de Dios con su pueblo, que nunca más será ya rota, sino que durará para siempre (cf. Jer 31:31-34; 32:40-41; Ez 16:60-62; 37:26-27; Os 2:20-24).
Esta nueva alianza a que se refieren los profetas es precisamente la que el autor de Hebreos ve cumplida a través de la obra de Jesucristo (cf. 8:6-13). La idea no es suya, pues ya San Pablo, escribiendo a los Corintios, se proclama ministro de la nueva alianza (cf. 2 Cor 3:6), y los relatos de la última cena son claro testimonio de que este tema de la alianza estaba situado en el corazón mismo del culto cristiano (cf. Mt 26:28; Mc 14:24; Lc 22:20; 1 Cor 11:25). Sin embargo, es el autor de Hebreos el que más insiste en este tema. Varias veces repite que es una alianza nueva (cf. 8:8.13; 9:15; 12:24) y más excelente que la antigua (cf. 7:22; 8:6), de la que Cristo ha sido el mediador (cf. 8:6; 9:15; 12:24) Y fiador (cf. 7:22). Bajo esta última expresión parece estarse dando a entender que no sólo ha sido hecha la alianza a través de Cristo, sino también algo así como bajo su responsabilidad, por cuanto su condición misma de Hijo de Dios encarnado le sitúa en un plano especial de mediación que no podía tener Moisés ni ningún otro mediador de alianzas entre Dios y los seres humanos. No cabe duda de que esa mayor excelencia de la nueva alianza sobre la antigua está, para el autor de la carta, en íntima relación con la superioridad del mediador y de su sacrificio (cf. 7:26-28; 10:11-18); pero ¿en qué consiste concretamente ?
La respuesta podemos verla en toda una serie de expresiones con que en contraposición a lo que sucedía en la antigua obra, se afirma que tenemos en la nueva: purificación de los pecados (cf. 1:3; 8:12; 10:18), redención y bendición eterna (cf. 5:9; 9:12), herencia de las promesas (cf. 6:12; 9:15), pureza de conciencia (cf. 9:14), santificación (cf. 2:11; 10:10.14-29; 12:10; 13:12) y, de modo general, libre acceso a Dios (cf. 4:16; 7:25; 9:24; 10:19; 12:22). No se trata ya sólo de una pureza legal o de la carne (cf. 9:13), que vale muy poco si no va acompañada de la purificación interior (cf. Is 1:11-16; Mc 7:14-23), sino de una renovación que afecta a lo más íntimo de nuestro ser, borrando nuestros pecados y siendo santificados interiormente, de modo que pasemos a la categoría de hijos (cf. 2.10), formando la familia o casa de Dios (cf. 3:6). En resumen, como ya se anunciaba en la profecía de Jeremías (cf. 8:10-12), hay unas relaciones con Dios de mucha mayor intimidad que en la antigua alianza. En la terminología de Pablo se trata de una nueva creación (cf. 2 Cor 5:17; Gal 6:15), y en la de Juan, de un nuevo nacimiento (cf. Jn 1:12-13; 3:3-8).
Esta nueva y tan excelente alianza, al igual que la primera (cf. 9:18-20), ha sido sellada con sangre; en nuestro caso, la sangre de Cristo (cf. 9:11-12). Damos así entrada a un nuevo concepto, el de testamento o última voluntad de Cristo, pues es después de su muerte y merced a ella como entramos a participar de los bienes prometidos por Dios, quedando así inaugurada la nueva economía religiosa que sustituye a la sinaítica. Es decir, Cristo no es sólo mediador de una nueva alianza, como lo fue Moisés de la antigua, sino que es también autor y causa de esos bienes de la nueva alianza (cf. 2:10; 5:9), de los que nosotros comenzamos a participar gracias precisamente a la muerte de Cristo.
Esto hace que nuestro autor, al referirse a la nueva obra religiosa inaugurada por Cristo, jugando un poco con el significado del término äéáèÞêç (testamento-alianza), pase del sentido alianza (9:15-18-20) al sentido testamento (9:16-17), cosa que puede hacer con todo derecho, pues la nueva alianza (= dones prometidos por Dios con aceptación de condiciones por parte del hombre) tiene también razón de testamento (= bienes que nos vienen de Cristo y gracias a su muerte). Ni parece posible, no obstante los esfuerzos de algunos exegetas, mantener el sentido simplemente de alianza en los v. 16-17, pues habría que llegar a la conclusión de que no hay pacto sin la muerte del que lo propone, lo cual vale para un testamento, pero no para los otros pactos401.
El pueblo de Dios en marcha bajo la guía de sus pastores: Es así como concibe a la comunidad cristiana el autor de la carta a los Hebreos, teniendo como trasfondo la peregrinación del pueblo israelita por el desierto hacia la tierra prometida (cf. 3:7-4:16). En la base de esa nuestra peregrinación tenemos la llamada de Dios (cf. 1:2; 2:3; 3:7.13.15; 4:1; 12:25), junto con la promesa del auxilio divino para llegar sanos y salvos al final de la ruta (cf. 4:14-16; 6:13-20; 10:19-23; 11:1-40). Pero, a semejanza de los israelitas del desierto, tendremos también que sufrir pruebas y es necesario no desmayar (cf. 2:1-3; 4:11; 6:11-12; 10:32-36; 11:25-26; 12:5-11; 13:5-6).
Es interesante observar el aspecto colectivo o eclesial con que es presentada nuestra peregrinación. Juntos formamos el pueblo de Dios (cf. 4:9; 7:27; 8:10; 10:30; 13:12) y juntos, como grupo o comunidad, recibimos la orientación de la marcha (cf. 2:12; 3:6; 11:40; 12:23; 13:17); de ahí la recomendación a que nos exhortemos mutuamente como compañeros de peregrinar (cf. 3:13; 10:24-25), ayudándonos a levantar las cargas (cf. 10:34; 13:1-3) y no dando nunca mal ejemplo (cf. 12:15).
Nuestra meta es la entrada en el santuario celeste, donde Cristo entró el primero (cf. 8:1-2; 9:8.12.24; 10:19-23; 12:22-24), de ahí el carácter cultual con que es presentado nuestro peregrinaje. Al igual que a los israelitas para acercarse a Dios en el Templo, se nos exige la purificación de nuestros pecados (cf. 1:3; 2:17; 5:1-3; 9:28; 10:12-18; 12:1) y la santificación (cf. 10:29; 12:141 13:12), limpio el,corazón de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura (10:22; cf. 9:14), haciendo de toda nuestra vida ya desde ahora un sacrificio espiritual del que cada uno es sacerdote irreemplazable (cf. 9:14; 12:28; 13:15-16).
A este sacerdocio, del que en virtud de la incorporación a Cristo participamos todos los cristianos (cf. 2:11; 3:14; 4:14-16), suele llamarse hoy sacerdocio común 402, y a él se alude también en otros escritos neotestamentarios (cf. Rom 12:1; Fil 2:17; 3:3; 4:18; San 1:27; 1 Pet 2:5-9; Ap 1:6). Ese sacerdocio, común a todos los cristianos, no excluye la existencia de otro sacerdocio, participación también del sacerdocio de Cristo, comúnmente llamado ministerial o jerárquico, del que participan sólo determinados individuos del pueblo cristiano (cf. 1 Tim 4:14; 5:17; Tit 1:5; Act 14:23; 20:28) y que podemos ver aludido en esos pastores o dirigentes de la comunidad, a quienes se manda respetar y obedecer (cf. 13:7-17-24).


Fuente: Biblia Comentada, Profesores de Salamanca (BAC, 1965)

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Notas

Hebreos 2,1-18

Exhortación a perseverar en la fe recibida, 2:1-4.
1 Por tanto, es menester que con la mayor diligencia atendamos a lo que hemos oído, no sea que nos deslicemos. 2 Pues si la palabra promulgada por los ángeles fue firme, hasta el punto de que toda transgresión y desobediencia recibió la merecida sanción, 3 ¿cómo lograremos nosotros rehuirla, si tenemos en poco tan gran salud? La cual, habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor, fue entre nosotros confirmada por los que le oyeron, 4 atestiguándola Dios con señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu Santo, conforme a su voluntad.

En este discurso de exhortación que es la carta a los Hebreos (cf. 13:22), junto a exposiciones doctrinales dogmáticas, se van entremezclando con frecuencia admoniciones prácticas deducidas de aquéllas. Es el caso presente. A la afirmación de la excelencia de Jesucristo sobre los ángeles (cf. 1:4-14) sigue ahora (2:1-4) la exhortación a mantenerse fieles a esa nueva revelación que nos trajo, con tanta y más razón que había que hacerlo con la antigua.
De la antigua revelación se dice (v.2) que fue transmitida por intermedio de los ángeles (cf. Gal_3:19; Hec_7:38.53), y, sin embargo, fue firme (??????? ), es decir, cierta y digna de fe, hasta el punto de que su transgresión era castigada por Dios con severas penas (cf. Sal_106:13-43).
Por lo que toca a la nueva, es menester que prestemos a todo la mayor atención, no sea que nos deslicemos (?? ???? ??????????? , ? .? ). Late aquí probablemente una alusión al peligro de apostasía, dejando el Evangelio, en que se hallaban los destinatarios de la carta406. Notemos la expresión lo que hemos oído (v.1) para designar el mensaje evangélico, con lo que claramente se da a entender que éste es esencialmente hablado, es decir, transmitido por medio de la predicación (cf. Rom_10:14-15; 1Co_11:2; 1Ti_6:20; 2Ti_2:2). El comienzo arranca del mismo Jesucristo, Señor nuestro (cf. Hch_2:36; Rom_10:9; Flp_2:11), que fue el mediador de la nueva revelación (cf. 1:2), habiendo sido luego transmitida hasta nosotros por los que le oyeron (v.3; cf. Hec_1:8) y autenticada por Dios con toda clase de milagros y manifestaciones carismáticas del Espíritu Santo (v.4; cf. Hec_2:22; 2Co_12:12; 1Co_12:8-11). La conclusión que se pretende inculcar, con una especie de argumento afortiori (cf. v.2-3), es que, si Dios castigaba tan severamente a los transgresores de la ley antigua, con mucha más razón castigará a los que se despreocupen de la ley nueva. Cuanto más excelso sea el mensaje anunciado, tanto más punible será el descuidarlo.

La
kenosis o humillación temporal de Cristo,1Co_2:5-18.
5 Que no fue a los ángeles a quienes sometió el mundo venidero de que hablamos. 6 Ya lo testificó alguien en cierto lugar al decir: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre para que tú le visites? 7 Hicístele poco menor que a los ángeles, coronástele de gloria y de honor, 8 todo lo pusiste debajo de sus pies. Pues al decir que se lo sometió todo, es que no dejó nada que no le sometiera. Cierto que al presente no vemos aún que todo le esté sometido, 9 pero sí vemos al que Dios hizo poco menor que a los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte en beneficio de todos. 10 Pues convenía que aquel para quien y por quien son todas las cosas, que se proponía llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por las tribulaciones al autor de la salud de ellos. 11 Porque todos, así el que santifica como los santificados, de uno solo vienen, y, por tanto, no se avergüenza de llamarlos hermanos, 12 diciendo: Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. 13 Y luego: Yo pondré en El mi confianza. Y aún: Heme aquí a mí y a los hijos que me dio el Señor. 14 Pues como los hijos participan en la sangre y en la carne, de igual manera El participó de las mismas, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, 15 y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre. 16 Pues, como es sabido, no socorrió a los ángeles, sino a la descendencia de Abraham. 17 Por esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo. 18 Porque en cuanto El mismo padeció siendo tentado, es capaz de ayudar a los tentados.

Toda esta perícopa es como una especie de objeción a la superioridad de Cristo sobre los ángeles que el autor de la carta viene exponiendo. Es a Cristo, no a los ángeles, a quien todo ha sido sometido (v.5-8a); sin embargo, antes de la plena manifestación de ese dominio, Dios ha querido que Cristo sufra y muera, apareciendo así momentáneamente en condición inferior a la de los ángeles (v.8b-18).
La primera afirmación, recalcando cuanto se ha venido diciendo, es que Cristo es superior a los ángeles, pues es El, no los ángeles, quien ha sido constituido jefe y cabeza del mundo mesianico (v.5). La expresión mundo venidero (??? ????????? ? ??? ????????? ), para designar la época mesiánica (cf. Gal_1:4; Efe_1:21), era clásica en las escuelas rabínicas, y el autor de la carta la emplea con frecuencia, aunque diversamente matizada, según los casos (cf. 2:5; 6:5; 9:11; 10:1; 13:14). De suyo, incluye tanto la fase terrena cuanto la celeste, aunque el distinguir claramente estas dos fases es propio sólo de la época cristiana y de los cristianos, como ya explicamos al comentar Hec_2:16-21. La prueba de ese sometimiento del mundo mesiánico a Cristo la encuentra el autor de la carta en unas palabras de la Escritura407 tomadas de Sal_8:5-7. Propiamente esas palabras (v.6-8), en su sentido literal histórico, se refieren al ser humano en general, puesto por Dios a la cabeza de toda la creación visible (cf. Gen_1:26). La aplicación directa a Jesucristo, como se hace también en 1Co_15:27, sólo es posible tomando esas palabras en su sentido pleno y profundo, en cuanto que, según la intención de Dios, irían hasta el ser humano por excelencia, Jesucristo, en quien únicamente había de encontrar completa expresión ese dominio absoluto y universal. Lo de poco (????? ?? ) menor que los ángeles (v.7) es frase poco clara en este contexto. Aplicadas al hombre en general, como se hace en el salmo, es evidente que esas palabras aludirían a la naturaleza misma del hombre, de condición más elevada que la de las otras criaturas visibles y poco inferior a la puramente espiritual de los ángeles408; sin embargo, la expresión gramaticalmente podría también tomarse en sentido de tiempo (cf. Hec_5:34), y, aplicada a Jesucristo, tendría en este contexto un sentido perfecto: el de que sólo por breve tiempo, el de su vida mortal y pasible, Cristo apareció como inferior a los ángeles. ¿Es éste el sentido en que aquí toma esas palabras el autor de la carta a los Hebreos? Así lo suponen muchos autores, apoyados sobre todo en la interpretación que el mismo autor de la carta parece darle en el v.8. Juzgamos, sin embargo, que incluso en el v.9 puede retenerse el sentido que la expresión tiene en el salmo, sin que haya necesidad de que tengamos que poner doble interpretación a unas mismas palabras. Siempre será cierto que Jesucristo, al revestirse de aquella naturaleza humana que se canta en el salmo 8, apareció con naturaleza inferior a la de los ángeles. La idea de que esa inferioridad, con naturaleza mortal y pasible, sólo será por breve tiempo, no se excluye, pero tampoco queda expresada explícitamente.
Después de esta afirmación del sometimiento del mundo mesiánico a Cristo, que constituye, por así decirlo, la tesis de la perícopa, el autor de la carta presenta la objeción que surge espontánea: Al presente no vemos aún que todo le esté sometido (v.8). En efecto, eran (y lo mismo sucede hoy) muchos los infieles, los pecadores rebeldes, los enemigos de Cristo, que no querían saber nada de El, y que, al menos aparentemente, seguían triunfando. ¿En qué estaba, pues, ese dominio de Cristo? La respuesta a esta dificultad exigía una exposición de cuáles habían sido los planes de salud de Dios. Es lo que se hace en los v.9-18.
Se comienza con la afirmación general de que Cristo, por lo que respecta a su persona, ya está triunfante y glorioso en el cielo, pero para llegar a ese estado hubo de padecer antes la muerte; muerte que era una gracia de Dios y que fue ofrecida en beneficio de todos (v.9; cf. 12:2). La idea fundamental es la misma expresada ya maravillosamente por el Apóstol en Flp_2:6-11. Claramente se deja entrever aquí, y lo mismo en los versículos siguientes, lo que de modo explícito se afirma en 1Co_15:25-28, es a saber, que la victoria de Jesús-Mesías sobre sus enemigos, con dominio absoluto y universal, no tiene lugar en un momento, sino que se va realizando lentamente, hasta llegar al triunfo total, que ciertamente llegará. Con ello queda resuelta la dificultad del v.8. Llamar gracia de Dios 409 a la muerte redentora de Cristo es afirmar que ese acto-base de nuestra salud no se debe a algo que haya en nosotros, sino a la pura benevolencia divina, que quiso salvarnos de ese modo (cf. Rom_5:8).
Siguen ahora, a partir del v.10, una serie de razones sobre la conveniencia de la pasión y muerte de Cristo. Era éste un punto en el que, tratándose de destinatarios judíos, había que insistir de manera especial (cf. 1Co_1:23; Hec_2:23). No se trata, evidentemente, de necesidad por parte de Dios, pues Dios podía haber salvado al mundo de otras maneras, sino de conveniencia (v.10), en consonancia con los atributos de misericordia y de sabiduría.
Ante todo, una afirmación básica: para quien y por quien (??5 6v. ??? ?? ' ?? ) son todas las cosas (v.10). Lo que, dicho en otras palabras, significa que Dios Padre es primer principio y último fin de todas las cosas (cf. Rom_11:36; 1Co_8:6; Efe_1:6). Pues bien, ese Dios Padre determinó, en sus planes eternos, llevar muchos hijos a la gloria, y para ello perfeccionar por los sufrimientos (??? ????????? ????????? ) al autor (??? ??????? ) de la salud de esos hijos (v.10). La interpretación exacta de este versículo en todos sus detalles no carece de dificultad. Evidentemente, el término central del versículo, cuya interpretación influye de algún modo en la de todo el conjunto, es el verbo perfeccionar (????????? ), aplicado a Cristo. ¿En qué sentido el Padre perfeccionó a Cristo por las tribulaciones ? O dicho de otra manera: ¿en qué sentido las tribulaciones han hecho perfecto a Jesucristo, autor de nuestra salud? La respuesta de unos autores y otros es matizada bastante diversamente. Algunos hablan simplemente de que, por los padecimientos y muerte, Cristo consumó o termino la obra salvadora que exigía el Padre; otros, fijándose en lo ya dicho en el v.9 y en Flp_2:8-9, dicen que, por los padecimientos y muerte, Cristo llegó a la meta u objetivo final, que era la gloria y exaltación universal, sentándose a la derecha del Padre. Creemos que todo esto es verdad, pero que ni con lo primero ni con lo segundo se expresa exactamente el sentido del verbo perfeccionar. Es éste un término que se emplea con mucha frecuencia en la carta, y generalmente con aplicación a la plenitud o madurez de la nueva economía, en contraposición a la antigua, presentada como algo provisional e incapaz de llevar nada hasta la perfección (cf. 5:9. 14; 7:11-19-28; 9:9.11; 10:1.14). En el presente caso, como parece deducirse de los versículos siguientes, y particularmente del 18, se diría que Cristo ha sido hecho perfecto por los padecimientos, en cuanto que es esa experiencia de los padecimientos la que le ha hecho plenamente apto para llevar a cabo su obra. Esta obra era la de ser autor de la salud de aquellos muchos hijos, que el Padre se proponía llevar a la gloria 41°. Está claro que, aunque se habla de muchos hijos, ese muchos tiene simplemente sentido de pluralidad, y, por lo que se refiere a la parte de Dios, ningún ser humano queda excluido (cf. v.9; 1Ti_2:4).
Desarrollando más esa idea de perfección de Cristo por las tribulaciones, se añaden unas palabras no del todo claras. Se dice (v.11) que lo mismo el que santifica (Cristo) que los santificados (los hijos que hay que llevar a la gloria), de uno solo vienen (?? ???? ?????? ). ¿Quién es ese uno sin determinar? Hay bastantes autores (Bisping, Médebielle, Nicoláu) que creen ser una alusión a Adán, tratando de recalcar la comunidad de naturaleza entre Cristo y los hombres. Sin embargo, creemos más probable, dado todo el contexto, que la alusión es aquí a Dios, Padre común de toda la gran familia mesiánica (cf. Efe_3:15), de la que Cristo, el Hijo natural, ha sido constituido jefe y señor (cf. 2:5; 3:6). Lo que se trata, pues, de hacer resaltar es que Hijo e hijos, es decir, Santificador y santificados, aunque en grados muy diferentes, pertenecen todos a la misma familia, y consiguientemente es lógico que haya también entre todos solidaridad en el dolor. E insistiendo en que Santificador y santificados, es decir, Cristo y los seres humanos, pertenecen todos a la misma familia, el autor de la carta cita tres textos de la Escritura (v.12-13), tomados de Sal_22:23 e Isa_8:17-18, respectivamente. Da por supuesto que el personaje que habla es Jesucristo-Mesías, en cuyo caso la prueba es clara: Cristo llama a los hombres sus hermanos (Sal_22:23); igual que ellos, pone en Dios su confianza (Isa_8:17), les llama hijos (Isa_8:18); hay, pues, un evidente parentesco entre uno y otros. En cuanto a sí son o no textos mesiá-nicos, deberemos aplicar aquí lo que decíamos poco ha al comentar las citas Deu_1:5-14, es a saber, que no hay inconveniente en tomar esa referencia mesiánica en sentido bastante amplio, y no necesariamente como algo directo y estrictamente probativo411.
Sigue todavía el autor de la carta desarrollando la idea de solidaridad entre Cristo y los hombres. El término hijos del texto de Isaías (v.13) le da pie para hablar ya claramente de la naturaleza humana de Cristo 412, que se hace en todo semejante a nosotros a fin de destruir con su muerte el imperio de la muerte y expiar nuestros pecados, convirtiéndose en nuestro gran sacerdote (v. 14-18). La idea de que Cristo con su muerte ha destruido el pecado y la muerte, y consiguientemente el imperio del diablo que a través de pecado y muerte reinaba, es frecuente en San Pablo y la damos ya por explicada (cf. Rom_5:12-21; Rom_8:3-4; 1Co_5:5; 1Co_15:21-26; 2Co_6:14-15; Gal_3:13-14; Col_1:13-14). Notemos únicamente la expresión tan gráfica: librar a los que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre (v.15). No que para los cristianos no exista también la muerte; pero no existe, si viven en cristiano, ese temor deprimente de la muerte que convierte en esclavos (cf. Flp_1:23; 1Te_4:13; Mat_10:28). La otra idea 413, la de la función sacerdotal de Cristo (v. 17-18), no se encuentra en las anteriores cartas del Apóstol, al menos de manera explícita. Es aquí donde el título de sacerdote, o más exactamente sumo sacerdote (????????? ), aparece por primera vez aplicado a Cristo. En los capítulos siguientes se hablará con amplitud de esta función sacerdotal (cf. 4:14-10:18). De momento, la afirmación principal es la siguiente: Cristo, a fin de hacerse sumo sacerdote misericordioso y fiel414, hubo de asemejarse en todo a sus hermanos (v.17). No se explica más en qué consista esa semejanza; pero, como claramente se deduce del v.18, es semejanza no simplemente por comunidad de naturaleza (cf. v.14), sino por comunidad de naturaleza con todas las consecuencias ahí implicadas, de dolor y sufrimiento e incluso la muerte. Es así, por la experiencia en el dolor, como nuestro gran sacerdote, Jesucristo, recibe plena aptitud (cf. v.10) para su función de sacerdote, entre cuyos atributos más característicos, además de su fidelidad o lealtad a Dios, ha de estar la misericordia hacia los seres humanos. Séanos lícito, a título meramente ilustrativo, citar aquí las conocidas palabras de Virgilio puestas en boca de Dido: Probada por la desgracia, he aprendido a socorrer a los desventurados. 415