Times New Roman ;;;;;; Riched20 5.40.11.2210;
Epístolas Paulinas.
Introducción.
Cuando los corintios, desorbitando las cosas, toman a Pablo, o. a Apolo, o a Gefas, por maestros y como fundadores de sectas religiosas, Pablo protesta con vehemencia y dice que esa prerrogativa es de Cristo, único fundamento sobre el que es lícito edificar (cf. 1 Cor 1:11-17; 3:5-11.21-23). Pero, salvada esta diferencia fundamental, es un hecho que nadie como Pablo ha logrado imprimir en el cristianismo rasgos tan marcados y característicos. Para todo pensador cristiano, el estudio de sus cartas se hace insustituible.
I. Biografía de San Pablo.
No pretendemos aquí escribir una vida de San Pablo, sino dar sólo las líneas maestras que nos sirvan de ayuda para entender mejor sus epístolas.
Actualmente, entre los que se dedican a estudiar a San Pablo, hay una marcada tendencia a mirar casi exclusivamente al Pablo teólogo, sin atender gran cosa a perfilar y concretar los hechos de su vida. Pero no olvidemos el estudio del Pablo histórico, pues toda su teología está encerrada en escritos ocasionales, que responden a situaciones muy concretas de su vida, sin cuyo conocimiento y estudio previo no será fácil medir el alcance de muchas de las frases y expresiones paulinas.
Nos valdremos para nuestro trabajo no sólo del libro de los Hechos y de algunos datos de la tradición, sino también de esas mismas epístolas, que, además de su gran riqueza doctrinal, tienen un extraordinario valor autobiográfico. Hoy son bastantes los críticos que rebajan mucho el valor histórico del libro de los Hechos, con lo que se hace más difícil componer una biografía de Pablo; sin embargo, como ya expusimos en la introducción al libro de los Hechos, nada hay que nos autorice a suponer que Lucas en su libro desfigura sustancialmente los acontecimientos, no obstante reconocer que su intención no es puramente histórica, sino más bien apologético doctrinal.
1. El fariseo perseguidor de la Iglesia.
Pablo nace en Tarso de Cilicia (Act 9:11; 21:39; 22, 3,) de familia judía allí residente, adicta al fariseísmo (Act 23:6; Rom 11:1; Flp 3:5). Es probable que sus antepasados procedieran de Císcala, en Galilea, a juzgar por algunas noticias, aunque no muy seguras, de la tradición 1.
En el libro de los Hechos aparece en un principio con el nombre de Saulo 2, nombre que es cambiado por el de Pablo a raíz de su primer gran viaje misional, después de la conversión del procónsul de Chipre, Sergio Pablo (Act 13:7-12). En las epístolas aparece siempre con el nombre de Pablo. Desde tiempos antiguos se ha venido discutiendo si fue en esa ocasión de la evangelización de Chipre cuando tomó el nombre de Pablo, en recuerdo de la conversión del procónsul, o tenía ya ambos nombres desde los días de su nacimiento. San Jerónimo y San Agustín se inclinaban a lo primero; Orígenes, en cambio, y con él la inmensa mayoría de los autores modernos, sostienen lo último. Esta opinión de Orígenes la juzgamos mucho más probable, como ya explicamos al comentar Act 13:9.
Otra cosa que llama la atención es que Saulo-Pablo, un judío de Tarso, poseyera desde su nacimiento la condición de ciudadano romano. Sin embargo, del hecho no cabe dudar (Act 22:25-28; cf. 16:37-39; 23:27; 25:10-12); lo que ya no está claro, conforme indicamos al comentar Act 22:28, es cómo los antepasados de Pablo habían adquirido ese derecho de ciudadanía.
Sobre la educación de Pablo, en sus grados, como hoy diríamos, de enseñanza elemental y media, no tenemos datos precisos. Es de creer, si es que en Tarso había sinagoga judía y la consiguiente escuela aneja, que fuera en esa escuela donde recibiera su primera formación cultural. Ni parece probable, contra lo que opinan muchos, que asistiera a las escuelas públicas de la ciudad, de retórica o filosofía, entonces muy florecientes; 3 se oponía a ello el acendrado fariseísmo de su familia, del que él mismo se jacta (Act 22:3; 23:6; Gal 1:14; Flp 3:5). Es interesante a este respecto la respuesta que se da en el Talmud a un judío que preguntaba si, una vez estudiada la Ley, podía estudiar la sabiduría griega. Se comienza por recordarle el mandato de Dios a Josué de que el libro de la Ley no se apartara nunca de su boca y lo tuviera presente día y noche (Jos 1:8), y luego se añade: Vete y busca qué hora no sea ni de día ni de noche, y conságrala al estudio de la cultura griega4. La razón que suele alegarse, de que Pablo sabe escribir bien en griego, cita autores griegos (Act 17:28; 1 Cor 15:33; Tit 1:12) y conoce las costumbres e ideas griegas (Act 17:22-31; 1 Cor 9:24-27; 12:14-26; Efe_6:14-17 ), no prueba gran cosa; pues, de inteligencia despierta, toda esa cultura podía adquirirla perfectamente con la observación y trato social, sin necesidad de suponer que frecuentó las escuelas paganas.
Al mismo tiempo que recibía esta su primera formación cultural, Pablo aprendió también, quizás en casa de su propio padre, un trabajo manual, el de fabricante de tiendas (cf. Act 18:3). Era norma rabínica que el padre debía enseñar a su hijo algún oficio, y que quien no enseñaba a su hijo un oficio, le enseñaba a ser ladrón 5. Es natural, pues, que el padre de Pablo, celoso fariseo, quisiera seguir estas normas. A lo largo de su ministerio apostólico, después de convertido, Pablo hubo de ejercer con frecuencia este oficio a fin de ganarse el sustento y no ser una carga para sus fieles (cf. Act 20:34; 1 Cor 4:12; 2 Cor 11:7-12; i Tes 2:9; 2 Tes 3:8).
Por lo que respecta a la formación cultural, que podríamos llamar superior, Pablo se traslada a Jerusalén, teniendo por maestro al célebre Rabbán Gamaliel (Act 22:3), de cuya fuerte personalidad ya hablamos al comentar Act 5:34. Esta época de la vida de Pablo debe tenerse muy en cuenta, pues probablemente su formación rabí-nica influyó bastante en su modo de investigar la Escritura, a veces un poco desconcertante para nosotros (cf. Rom 10:6-9; 1 Cor 9:9; 2 Cor 3:7-18; Gal 4:21-31). No sabemos cuánto tiempo pasó en Jerusalén escuchando las lecciones de Gamaliel, ni a qué edad llegó a la ciudad santa. La manera de hablar del Apóstol, al aludir a esta época de su vida, da la impresión de que fue a Jerusalén todavía muy joven, pues dice que allí creció y se educó.., y que en ella vivió desde la juventud (Act 22:3; 26:4). Lo que sí parece claro es que estos años de estancia de Pablo en Jerusalén no coincidieron con los de la vida pública de Jesucristo, pues, de lo contrario, apenas es concebible que la noticia de las nuevas doctrinas no llegara hasta Pablo y que a ello no se aludiera alguna vez en sus epístolas. Esto nos obliga a establecer una de estas dos suposiciones: o la estadia de Pablo en Jerusalén para sus estudios fue anterior a los años de la vida pública de Jesucristo, habiendo abandonado luego la ciudad y volviendo de nuevo a ella años más tarde, puesto que allí se halla cuando la lapidación de Esteban (Act 7:58-60); o no fue a cursar sus estudios a Jerusalén sino después de haber muerto ya Jesucristo.
La primera hipótesis es la tradicional y, también hoy, la más corriente entre los autores; sin embargo, todo bien pensado, más bien nos inclinamos a la segunda, que es también la de A. Wikenhauser, J. Cambier y otros. El texto de los Hechos da la impresión de que efectivamente la vida de Pablo transcurrió ya de modo estable en Jerusalén a partir de la época de sus estudios (cf. Hch_22:3-5 ; 26:4-5), ni hay el más leve indicio de lo contrario. Tampoco creemos sea insuperable la dificultad cronológica. Pudo ir a Jerusalén hacia los dieciséis-dieciocho años, inmediatamente después de morir Jesucristo, y cuando la muerte de Esteban (Act 7:58), apenas terminados sus estudios, tener entre los veintidós y veinticinco años. Ahí, en Jerusalén, parece que tenía una hermana casada (cf. Act 23:16).
Pero sea de todo eso lo que fuere, lo que sí sabemos cierto es que, estando en Jerusalén, su fervor y entusiasmo por la Ley era apasionado, interviniendo cuando la muerte de Esteban ( Hch_7:58-60 ) y aventajando a sus compatriotas en el celo persecutorio contra la naciente comunidad cristiana (Act 8:3; 9:1-2; 22:4-5; Hch_26:9-12 ; Gal 1:13-14). Algunos autores han supuesto incluso que Pablo llegó a formar parte del sanedrín; cosa, sin embargo, que no juzgamos probable, como ya explicamos al comentar Act 7:58.
2. Conversión y primeras actividades del convertido.
La conversión de Pablo es narrada tres veces en los Hechos (9:1-19; 22:4-16; 26:10-18), y una en Gal 1:13-17. No necesitamos recordar aquí las circunstancias de este acontecimiento, de tanta trascendencia en la historia del cristianismo, pues son de todos conocidas y ya tratamos de ello al comentar los pasajes bíblicos respectivos. Notemos únicamente, en descargo del perseguidor convertido en apóstol, que Pablo procedía de buena fe en su celo persecutorio contra los cristianos, a los que consideraban apóstatas de la auténtica Ley divina y, por consiguiente, culpables. Lo dice él mismo de varias maneras (Act 26:9; Flp 3:6; 1 Tim 1:13; cf. Act 3:17). No era, pues, su pecado un pecado contra el Espíritu Santo (cf.Mt 12:31).
Una vez convertido, de temperamento fogoso como era, no pudo permanecer inactivo. Durante algunos días, en las reuniones sinagogales de los judíos de Damasco, comenzó a predicar la nueva fe, con gran asombro de sus antiguos correligionarios (Act 9:19-21). Sin embargo, este primer ensayo de apostolado fue muy breve, y enseguida se retiró a la Arabia (Gal 1:17), sin duda, para rehacer su espíritu sobre la base de los nuevos principios que la fe en Jesucristo había traído a su alma; una especie de ejercicios espirituales, algo parecido a lo de San Ignacio en Manresa y San Francisco en el monte Alvernía. No sabemos cuánto tiempo duró la estancia en Arabia; es posible que un año entero, o quizás más. Sólo sabemos que, después de este retiro en Arabia, volvió a Damasco (Gal 1:17), donde prosiguió su predicación de la nueva fe (Act 9:22-25), y que entre las tres etapas: primera predicación en Damasco retiro en Arabia, segunda predicación en Damasco, forman un total de tres años (Gal 1:18).
De Damasco, perseguido por los judíos, que trataban de quitarle la vida (Act 9:23-25; 2 Cor 11:32-33), subió a Jerusalén (Gal 1:18). En la ciudad santa se encontró con gran desconfianza hacia él por parte de los fieles, que no creían en su conversión, siendo Bernabé quien logró aclarar las cosas e introducirle hasta los apóstoles (Act 9:26-27). Muy pronto comenzó a predicar con valentía la nueva fe a los judíos, siendo también aquí perseguido por éstos, y habiendo de retirarse a Tarso, su patria, en espera de la hora de Dios (Act 9:28-30).
La actividad de Pablo en Tarso nos es totalmente desconocida. Es posible, conforme opinan muchos, que se dedicara a la predicación, no solamente en Tarso, sino también en sus alrededores e incluso en la zona de Antioquía (cf. Gal 1:21; Act 15:41); pero no parece caber duda de que su actividad principal debió de ser por entonces todavía interna. Y así, en esta etapa de espera, pasó Pablo en Tarso varios años, probablemente no menos de cuatro, hasta que un día Bernabé, su antiguo introductor ante los apóstoles, que le conocía bien, fue a buscarlo para que le ayudara en la evangelización de Antioquía (Act 11:25-26). Juntos trabajaron allí por espacio de un año, y juntos suben luego a Jerusalén para llevar a los fieles de aquella iglesia una colecta de los fieles antioquenos ( Hch_11:29-30 ).
3. Los tres grandes viajes misionales.
Llegaba la hora señalada por Dios. A Pablo se le había dicho, en la fecha misma de su conversión, que había sido elegido para llevar la luz del Evangelio sobre todo a los gentiles (Act 9:15; 26:17-18); pero hasta este momento la cosa apenas pasaba de una promesa. Es ahora, a la vuelta del viaje a Jerusalén (Act 12:25), cuando la promesa se va a convertir en realidad. El punto de partida es una orden del Espíritu Santo a la iglesia de Antioquía reunida en un acto litúrgico, mandando que separasen a Bernabé y a Saulo para la obra a que los había destinado, es decir, como aparece claro del contexto, para la evangelización de los gentiles (Act 13:1-3). Vemos que, al igual que en otras ocasiones de importancia excepcional para el desarrollo de la Iglesia (cf. Act 2:1-4; 8:29; 10:19), también aquí es el Espíritu Santo quien señala el momento oportuno.
Con esto comienza el primero de los tres grandes viajes misionales de Pablo, cuya descripción encontramos bastante detallada en Act 13:4-14:28, con el siguiente recorrido: Antioquía-Chipre (Sala-mina-Pafos)-Perge-Antioquía de Pisidia-Iconio-Listra-Derbe = Lis-tra-Iconio-Antioquía de Pisidia-Per ge-Atalia-Antioquía. Pablo iba acompañado de Bernabé y, hasta Perge, también de Juan Marcos. No nos detenemos a referir los incidentes de este viaje, pues ya lo hicimos en su lugar respectivo al comentar el libro de los Hechos. Diremos únicamente que el recorrido, incluyendo ida y regreso, abarca más de 1000 kilómetros y que, a juzgar por lo que puede , deducirse del texto bíblico, los misioneros emplearon no menos de cuatro años.
El resultado fue consolador; y cuando los misioneros, de vuelta en Antioquía, reunieron a la comunidad cristiana para contar cuánto habían hecho Dios con ellos y cómo habían abierto a los gentiles la puerta de la fe (Act 14:27), produjeron en aquella comunidad gran alegría. Pero no todos, entre los seguidores de la nueva fe, participaban del mismo entusiasmo: un fuerte movimiento judaizante, que partía de Jerusalén, pretendía exigir a los cristianos procedentes del gentilismo la aceptación de la circuncisión y la observancia de la Ley mosaica (Act 15:1; cf. 11:1-2). Pablo y Bernabé se resistían, y la cuestión, evidentemente gravísima, hubo de ser llevada a los apóstoles. En Jerusalén se discutió ampliamente el asunto, con especial intervención de Santiago, dando la razón a Pablo y a Bernabé, aunque imponiendo ciertas limitaciones en la práctica sugeridas por Santiago (Act 15:2-31; Gal 2:1-10). Es lo que suele denominarse el concilio de Jerusalén. No se calmaron, sin embargo, los de la corriente judaizante con este decreto de los apóstoles, sino que seguirán oponiéndose a la libertad predicada por Pablo; y, ya que no puedan exigir a los gentiles que se convierten la observancia de la Ley mosaica, pretenderán que, al menos a los convertidos judíos, se les exija que sigan observándola estrictamente (cf. Act 21:20-26). Ello motivará un serio incidente entre Pedro y Pablo, conocido con el nombre de incidente de Antioquía (cf. Gal 2:11-15), que comentamos en su lugar correspondiente.
Poco después de este incidente de Antioquía, Pablo emprende su segundo gran viaje misional, descrito en Act 15:40-18:22. Esta vez va acompañado de Silas, y, desde Listra, también de Timoteo, habiéndose separado de Bernabé por ciertas diferencias respecto de Juan Marcos (Act 15:36-40). El recorrido es mucho más largo que el del primer viaje: Antioquía-Derbe-Listra ( Iconio-Antioquia de Pisidia)-Frigia y Galacia-Tróade-Filipos-Tesalónica-Berea-Atenas-Corinto = Efeso-Cesárea-Jerusalén-Antioquía. Los resultados, no obstante las inmensas dificultades y a veces fracasos, como en Atenas, fueron, en general, espléndidos, surgiendo las florecientes cristiandades de Filipos, Tesalónica, Corinto, etc., a las que más tarde Pablo dirigirá algunas de sus cartas. A juzgar por los datos que nos suministra el texto bíblico, podemos calcular que este viaje debió de durar alrededor de los tres años.
De vuelta en Antioquía permanece allí sólo muy poco tiempo, emprendiendo enseguida su tercer gran viaje misional. Este viaje está descrito en Act 18:23-21:16, y, a grandes líneas, tiene un recorrido que casi coincide con el del viaje anterior, sin tocar apenas ciudades nuevas; aunque con la diferencia de que en el viaje anterior Pablo prolonga su estancia sobre todo en Corinto (Act 18:11), mientras que ahora será Efeso el centro de sus actividades, deteniéndose en ella por espacio de tres años (Act 19:8.10.22; 20:31). Las principales etapas de este viaje son: Antioquía-Galacia y Frigia-Efeso-Macedonia-Corinto Macedonia- Tróade-Mileto-Pátara- Tiro-Cesárea-Jerusalén. Parece que, en total, Pablo debió de emplear en este su tercer viaje misional unos cinco años.
4. El prisionero de Cristo.
Poco después de su llegada a Jerusalén, Pablo es hecho prisionero por los judíos, que le acusan de ir enseñando por todas partes doctrinas contra la Ley y contra el templo y de haberse atrevido incluso a introducir en éste a un incircunciso (Act 21:28). El alboroto del pueblo fue tal que, de no haber llegado el tribuno romano con sus tropas, allí mismo, en los atrios del templo, le hubieran linchado. Pablo quiso defenderse, pero su discurso, aludiendo al mandato del Señor de que predicase a los gentiles, todavía excitó más los ánimos (Act 22:21-23).
El tribuno romano, no logrando aclarar el porqué de tanto odio contra aquel detenido, manda reunir el sanedrín, llevando allí a Pablo; mas tampoco logró aclarar nada (Act 23:10). Al fin, decide enviarlo a Cesárea, sede del procurador romano, a la sazón un tal Antonio Félix. En Cesárea se celebra juicio delante del procurador, pero éste da largas al asunto, y Pablo hubo de permanecer preso en Cesárea dos años, que fue el tiempo que todavía duró Félix en el cargo (Act 24:22-27). El nuevo procurador, Porcio Festo, manda celebrar nuevo juicio; pero, por miramiento hacia los judíos, con los que no quería enemistarse, tampoco se decide a soltar a Pablo. Entonces éste, cansado de tantas dilaciones, hace uso de su derecho de ciudadano romano y apela al César (Act 25:11).
A partir del momento de la apelación al César quedaban en suspenso todas las jurisdicciones subalternas y no había más tribunal competente que el del emperador. El juez debía interrumpir el proceso, sin poder ya sentenciar ni en favor ni en contra; su misión se reducía a dar curso a la apelación y preparar el viaje del acusado a Roma. Es lo que hizo Festo. Durante los días que precedieron al viaje tuvo lugar la visita del rey Agripa a Festo y, más por entretener a su huésped que por otra cosa (cf. Act 25:22), Festo ordena tener un solemne acto público en que Pablo exponga su causa. Al final, Agripa, resume así su opinión ante Festo: Podría ponérsele en libertad si no hubiera apelado al César (Act 26:32). Mas, como antes dijimos, después de la apelación, eso ya no era factible. No quedaba más que el viaje a Roma; viaje que efectivamente se realizó, y que está descrito en los Hechos con todo detalle (Act 27:1-28:15).
En Roma Pablo siguió detenido otros dos años, esperando la solución de su causa (Act 28:30). Fue, sin embargo, una detención bastante ligera, permitiéndole vivir en casa particular y recibir libremente visitas, aunque siempre bajo la vigilancia de un soldado.
5. Últimos años.
El libro de los Hechos termina su narración con la prisión romana de Pablo, sin que nos diga nada de los años posteriores. Sin embargo, conforme explicamos al comentar Act 28:30, claramente da a entender que Pablo fue puesto en libertad. ¿Qué sucedió, pues, en esos años posteriores a la prisión romana? Para responder hemos de valemos de otras fuentes. Serán éstas, además de la tradición, los datos suministrados por las epístolas pastorales.
En primer lugar, recordemos que Pablo había expresado claramente su deseo de visitar España (Rom 15:24-28), siendo obvio suponer que, una vez conseguida la libertad, pusiera en práctica ese deseo. De hecho, así lo afirman testimonios antiguos. El primer testimonio claro que poseemos es el del Fragmento Muratoriano, de mediados del siglo n, que dice: Lucas refiere al óptimo Teófilo lo que ha sucedido en su presencia, como lo declara evidentemente y el viaje de Pablo desde Roma a España. Ya antes, a fines del siglo i, escribe San Clemente Romano en su famosa carta a la iglesia de Corinto: Pongamos ante nuestros ojos a los santos apóstoles. Por la envidia y la rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia.., hecho heraldo de Cristo en Oriente y Occidente; después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite del Occidente, salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto dechado de paciencia. Esa expresión hasta el límite del Occidente (åðß ôï ôÝñìá ôçò äýóåùò), en boca de quien escribe desde Roma, no parece pueda tener otro sentido que España. También hablan de este viaje de Pablo a España los Hechos de Pablo, dos apócrifos del siglo n. Posteriormente, a partir del siglo IV, los testimonios son innumerables 6. Nada concreto sabemos, sin embargo, acerca de este viaje ni de sus resultados 7.
De España es probable que Pablo regresara a Roma, pues no es fácil que desde España embarcara directamente para Oriente, donde le suponen actuando las epístolas pastorales. Parece ser, aunque también sería posible organizar el recorrido de otra manera, que Pablo desembarcó en Efeso, donde dejó a Timoteo, partiendo él para Macedonia (1 Tim 1:3); de allí pasó a Creta, donde dejó a Tito (Tit 1:5). Estuvo también en Tróade, Mileto y Corinto (2 Tim 4:13.20), y parece que pasó un invierno en Nicópolis del Epiro (Tit 3:12).
Imprevistamente Pablo aparece de nuevo preso en Roma, desde donde envía su segunda carta a Timoteo, último de sus escritos (2 Tim 1:15-18; 2:9; 4:16-18). Cómo y dónde le cogieron prisionero, no es posible determinarlo con los datos que poseemos. Hay quienes suponen que fue hecho prisionero en Oriente, y de allí conducido a Roma; otros, en cambio, apoyados en un testimonio de San Dionisio de Corinto8, creen que volvió a Roma de propia iniciativa y que, estando en Roma, fue hecho prisionero. Una antigua tradición recogida por Eusebio, y que también hace suya San Jerónimo, pone su martirio en el año 14 de Nerón, es decir, año 67 de nuestra era 9.
6. Cronología de la vida de Pablo.
Los tres datos fundamentales en orden a establecer la cronología de la vida de San Pablo son: muerte de Herodes Agripa (Act 12:23), encuentro de Pablo con el procónsul Galión (Act 18:12), sustitución del procurador Félix por el procurador Festo (Act 24:27). También puede tener interés la mención de Aretas en 2 Cor 11:32, al referirse San Pablo a su huida de Damasco y primera subida a Jerusalén después de convertido.
Conforme explicamos en los lugares respectivos, al comentar dichos textos, hay sólidas razones para creer que la muerte de Herodes Agripa tuvo lugar en la primavera-verano del año 44; el encuentro de Pablo con Galión en la primavera-verano del año 52; la sustitución de Félix por Festo en el verano del año 6o, y el comienzo del dominio de Aretas en Damasco no antes del año 37, fecha de la muerte de Tiberio.
Esto supuesto, teniendo también en cuenta Gal 1:18 y 2:1, podemos dar como sólidamente fundada la siguiente ordenación cronológica:
36 de la era cristiana. 39 Conversión.
Huida de Damasco y subida a Jerusalén.
Estancia en Tarso. 39-43
Predicación en Antioquía con Bernabé y subida
a Jerusalén. 44
Primer viaje misional... 45-49
Concilio de Jerusalén... 49
Segundo viaje misional... 50-53
Tercer viaje misional... 53-58
Cautividad en Cesárea... 58-60
Cautividad romana... 61-63
Viaje a España. 63-64?
De nuevo en Oriente... 64-66?
Martirio en Roma. 67
Para la etapa de la vida de Pablo anterior a su conversión apenas disponemos de datos. Suelen alegarse Act 7:58, donde a Pablo, que asiste a la lapidación de Esteban, se le llama joven (íåáíßáò), y Flm_1:9 , carta escrita hacia el año 62, donde Pablo se dice viejo (ðñåóâýôçæ). Sin embargo, los términos son demasiado vagos para que podamos deducir nada concreto en orden al año de nacimiento del Apóstol.
Si, como juzgamos más probable, Pablo, todavía muy joven (Act 22:3; 26:4), no fue a cursar sus estudios a Jerusalén hasta después de la muerte de Jesucristo (a. 30), hemos de suponer que el nacimiento del Apóstol debió de tener lugar entre los años 10-15 de la era cristiana. Cuando la muerte de Esteban, hacia el año 36, Pablo tendría entre veintidós y veinticinco años.
II. Las cartas.
Son catorce las cartas que tradicionalmente se han venido atribuyendo a San Pablo; del problema de su autenticidad trataremos después. Pero es evidente que, aparte esas cartas, Pablo escribió otras, hoy perdidas. Así se deduce de algunas afirmaciones suyas (cf. 1 Cor 5:9; 2 Cor 2:4; Fil 3:1; Gal 4:16). Sin embargo, ciertamente son apócrifas las cartas entre Pablo y Séneca, conocidas ya de San Jerónimo 10. Sobre si las cartas auténticas de Pablo, hoy perdidas, estarían o no inspiradas, no es fácil dar una respuesta taxativa. Los que consideran el apostolado como criterio válido de inspiración, habrán de responder afirmativamente. Pero, aun en el caso de ser inspiradas, ciertamente no habían sido entregadas a la Iglesia para su custodia, es decir, no eran canónicas; y, por consiguiente, ninguna dificultad teológica en que hayan desaparecido, una vez conseguido el fin para que fueron inspiradas.
1. Pablo, escritor.
La actividad apostólica de Pablo, igual que la de Jesucristo, se ejerció sobre todo de viva voz; pero Pablo, como acabamos de indicar, hizo también uso, no pocas veces, de la escritura para comunicarse con sus fieles, dejando a la posteridad algunas valiosísimas cartas, que hacen podamos hablar de él como escritor.
Son estas cartas escritos ocasionales, que responden a situaciones concretas de una comunidad determinada (Tesalónica, Corinto, Filipos..) o de una persona (Filemón, Timoteo, Tito); pero, por razón de los temas tratados, encierran casi siempre, aparte la cosa de saludos, valor universal; de ahí que el mismo Pablo mande a veces que se lean también en otras iglesias (cf. Col 4:16), señal evidente de que, no obstante el encabezamiento de la carta, pensaba, además, en un sector de lectores mucho más amplio. Así lo entendió desde un principio el pueblo cristiano, recogiéndolas cuidadosamente y formando esa riquísima colección que constituye el epistolario paulino, agregado a los Evangelios y a los demás escritos canónicos.
La disposición o plan general de estas cartas es bastante uniforme: Después de un encabezamiento de saludo, seguido de una introducción más o menos larga en forma de acción de gracias, sigue una exposición doctrinal del tema que se quiere tratar, luego una exhortación a la práctica de la doctrina y vida cristianas, para acabar con saludos a particulares y la bendición final. Naturalmente, no en todas las cartas están señaladas estas cuatro partes con la misma claridad; depende mucho del tema que se trate. Es evidente que, sobre todo por lo que se refiere a las dos partes centrales (exposición doctrinal y exhortación moral), que son las que constituyen el cuerpo de la carta, ha de haber diferencia entre la carta a Filemón, por ejemplo, o incluso a los Filipenses, y la carta a los Romanos o a los Galatas. Pero, en líneas generales, se cumple ese esquema de las cuatro partes. Sólo en la carta a los Hebreos falta el encabezamiento o saludo.
Todas las cartas, incluso la escrita a los fieles de Roma, fueron redactadas por San Pablo en griego; no en el griego clásico de Demóstenes o Platón, que también muchos contemporáneos de Pablo procuraban imitar (aticistas), sino en el griego popular o koiné, el que hablaba la gran masa del pueblo, de que tantas muestras nos han quedado en los papiros descubiertos. Pablo sabe expresarse bien en esta lengua (cf. Act 21:37), como lo prueban el amplio vocabulario empleado y algunos pasajes realmente sublimes, incluso bajo el aspecto literario, de sus cartas (cf. Rom 8:35-39; 1 Cor 13:1-13; 2 Cor 11:21-29; Flp 2:6-11; 2 Tim 4:6-8). De fuerte personalidad, no tiene reparo en formar a veces palabras nuevas (ôåïäßäáêôïô, Üíáêáßíùóéò, Üöéåïñßá, óõæùïðïéåÀí..) ï en revestir de nueva significación a las antiguas (áyioô, áðïëýôñùóç, äéêáéïàí ..), adaptando la lengua griega a las nuevas ideas cristianas y formando así el primer bloque de expresiones técnicas al servicio de la teología.
Pablo, sin embargo, no es un escritor elocuente, si bajo ese término entendemos al literato de frases perfiladas y períodos bien construidos. Su estilo es, en general, descuidado, como ya de antiguo notaron los Santos Padres 11. El mismo Pablo dice de sí mismo que es rudo de palabra (2 Cor 11:6). Y es que su atención va simplemente a la idea, sin preocuparse gran cosa de los preceptos de la retórica y a veces ni de las reglas de la gramática (cf. 1 Cor 2:1-5). Si mientras dicta o escribe, una idea le sugiere otra y otra, no tiene inconveniente en ir insertando frases complementarias, aunque resulte un período gramaticalmente incorrecto y a veces incompleto (cf. Rom 1:1-7; 51>12-14; Gal 2:3-9). Por la misma razón, con la vista puesta únicamente en la idea a la que quiere llegar enseguida, a veces salta frases y expresiones, que quedan implícitas, y el lector tiene que suplir (cf. Rom 11:18). Esto hace, aparte de otras causas, como la profundidad de doctrina y nuestro imperfecto conocimiento de las condiciones en que se desenvolvía la vida de entonces, que las cartas de San Pablo no siempre sean de fácil inteligencia. Sin embargo, esas que pudiéramos llamar deficiencias de Pablo como escritor, constituyen, en cierto sentido, también su grandeza, pues, aun sin pretenderlo, consigue a veces en sus modos de expresión metas difícilmente superables. Hermosamente lo decía ya San Agustín: Así como no afirmamos que el Apóstol haya seguido los preceptos de la elocuencia, así tampoco negamos que la elocuencia haya ido en pos de su sabiduría. 12
Algunos han querido ver en determinados razonamientos de Pablo, con su forma más o menos dialogada (cf. Rom 2:1-25; 3:1-20; 1 Cor 6:12-15), vestigios de educación estoica, donde era corriente sustituir la simple exposición de conceptos por la diatriba, introduciendo personajes ficticios que interrogaban y daban a la exposición un interés y viveza especiales. Sin embargo, parece que esos razonamientos de Pablo, más o menos semejantes a la diatriba de los estoicos, pueden explicarse simplemente por su educación rabínica y por la espontaneidad con que surgían en su propia mente, atenta a dar interés a la exposición 13.
De ordinario San Pablo no escribía personalmente sus cartas, sino que las dictaba a algún asistente, añadiendo luego de su puño y letra un saludo al final (cf. 1 Cor 16:21; Gal 6:11; Col 4:18; 2 Tes 3:17). Para la carta a los Romanos sabemos incluso el nombre del escribiente (Rom 16:22). La breve carta a Filemón, dado su carácter íntimo y personal, es probable que la escribiera íntegramente de su propia mano el Apóstol (cf. Flm_1:19 .21).
2. Las cartas paulinas en el conjunto de la epistolografía antigua,
Son varios miles las cartas de la antigüedad greco-romana que han llegado hasta nosotros. Sólo de Cicerón se conservan más de 700. Algunas de estas cartas antiguas, como las encontradas en papiros recientemente descubiertos, las poseemos en su mismo texto original 14. Todas estas cartas, dentro de la variedad que el tema y las circunstancias llevan necesariamente consigo, siguen un módulo al que, en líneas generales, siempre se ajustan, y que San Pablo, como vamos a ver, modifica ligeramente bajo el influjo de la idea cristiana.
En efecto, tienen estas cartas antiguas, igual que nuestras cartas actuales, tres partes distintas bien marcadas: encabezamiento o saludo, cuerpo de la carta y conclusión o despedida. Veamos cuál es el módulo y cuáles las variantes que encontramos en San Pablo.
Por lo que se refiere al encabezamiento de la carta (praescriptum), existía una fórmula más o menos estereotipada: Fulano (remitente) a Zutano (destinatario), salud 15. Esta fórmula la encontramos también en la carta del apóstol Santiago (1:1), así como en el decreto apostólico (Act 15:23) y en la carta de Lisias al procurador Félix (Act 23:26). En San Pablo, sin embargo, no se encuentra nunca, sino sólo bastante modificada. Y así, vemos que comienza por nombrar junto a sí, en la mayoría de sus cartas, cosa que es muy rara en las cartas profanas, a uno o varios de sus colaboradores (cf. 1 y 2 Cor, 1 y 2 Tes, Gal, Flp, Col, Flm); además, no tiene reparo en ampliar grandemente la extensión de la fórmula basándose en títulos personales y explicaciones complementarias (cf. Rom 1:1-7; Gal 1:1-5). Añádase que nunca emplea el usual ÷áßñåéí como fórmula de saludo, sino que, sustituyendo el infinitivo ÷áßñåéí por el sustantivo ÷Üñéò, completa la expresión con el shalon = paz) del saludo semítico, surgiendo así la fórmula gracia y paz (÷Üñéò êáé åéñÞíç), que, a lo que parece, es de creación de San Pablo. A esta fórmula da el Apóstol un profundo sentido cristiano, deseando con ese gracia y paz, no el bienestar material, como en el saludo griego o semita, sino un bienestar de orden más elevado, con referencia al agrado o benevolencia divina, traducido en gracia santificante con su cortejo de dones y virtudes, y a la paz que trae consigo la reconciliación con Dios operada por Jesucristo. Las riquezas y consuelos humanos no tienen importancia para el cristiano (cf. 1 Cor 7:31; 1 Tes 3:3). No importa que los destinatarios de la carta poseyeran ya esa gracia y paz; siempre era laudable pedir la perseverancia en ellas, y aun el aumento, siempre posible.
También parece que es creación suya la idea de comenzar la carta con una acción de gracias a Dios, a continuación del saludo: la costumbre judía de comenzar el discurso por una acción de gracias la pasó a su correspondencia.
En cuanto a la conclusión o despedida, última parte de las cartas, también procede San Pablo con bastante libertad respecto del módulo antiguo. La fórmula usual en las cartas antiguas, después de las noticias personales y saludos, era: vale o salve (en griego: åññùóï ï åõôõ÷åß). Es la fórmula que encontramos en el decreto apostólico (Act 15:29) y en la carta de Lisias a Félix (Act 23:30). Esta despedida final tenía gran importancia en las cartas antiguas, pues no existía entonces la costumbre de firmar de propia mano, y era ese saludo final, escrito de puño y letra del remitente, el que daba a la carta garantía de autenticidad. En muchas cartas, de las que poseemos el texto original en los papiros, se nota perfectamente que el saludo final está escrito por distinta mano, señal evidente de que la carta había sido dictada. Pues bien, San Pablo también se vale de esta norma para autenticar sus cartas (cf. 2 Tes 3:17), pero nunca emplea la fórmula usual vale, sino que la cambia en una bendición final, más o menos extensa, pidiendo para sus lectores la gracia de Jesucristo (cf. Rom 16:24-27; 1 Cor 16:21-24; Flp 4:23; 1 Tes 5:28).
Por lo que respecta al cuerpo de la carta, es más difícil señalar semejanzas y diferencias, pues no puede haber un módulo preciso, dependiendo mucho de los temas que se traten. Muchos autores, siguiendo a Deissmann, dividen las cartas antiguas en dos grandes grupos: cartas privadas, sin observaciones literarias, dirigidas a personas o grupos de personas con una ocasión determinada, y cartas literarias (epístolas), destinadas al público en general, auténticos tratados en forma epistolar sobre determinadas materias. De este último tipo son, v.gr., las Cartas morales, de Séneca, y la famosa carta de Horacio A los Pisones sobre el arte poético; del primer tipo son la inmensa mayoría de las cartas que se han conservado en los papiros. Pues bien, ¿a cuál de los dos tipos pertenecen las cartas de Pablo? Es evidente que, propuesta así la cuestión, tenemos que responder que a ninguno. Las cartas de Pablo, como ya indicamos más arriba, tienen de lo uno y de lo otro: están dirigidas a personas o grupos de personas determinadas, con noticias y saludos que sólo interesan a esas personas; pero, de otra parte, tratan temas de valor universal, y Pablo mismo, al redactarlas, piensa en un círculo de lectores más amplio que el indicado en el encabezamiento. Son, pues, de forma mixta. Mas no creemos que esto sea una característica exclusiva de las cartas de Pablo; más o menos, estas formas mixtas se encuentran también en otros autores.
Añadamos una última observación. De ordinario, las cartas antiguas solían escribirse sobre papiro, especie de junco muy abundante en Egipto, que se cortaba de arriba abajo en tiras finísimas, entrelazándolas luego y formando algo así como nuestras hojas de papel. Para cartas breves bastaba con una sola hoja; cuando se trataba de cartas largas, se iban pegando al primer folio otros y otros, hasta obtener espacio suficiente, enrollándolos luego sobre sí mismos y formando el volumen. El trabajo de la escritura era pesado y lento, dado lo imperfecto del instrumental con que se contaba; de ahí que fuese necesario largo tiempo de aprendizaje y que se considerase más bien como trabajo de esclavos, sin que fuera bochornoso para una persona culta no saber o apenas saber escribir. Nos consta, como ya indicamos más arriba, que Pablo usó también de amanuense para escribir sus cartas. Lo que ya no está claro es si ese amanuense fue siempre simple amanuense, que se reducía a copiar al dictado, o a veces se le permitió extender más lejos su actividad, corriendo de su cuenta la redacción del texto. Sabemos, en efecto, que esto último no era infrecuente en la antigüedad, confiando al escriba la elaboración y fijación del texto de las cartas, después de haberle señalado los puntos que tenía que tocar. Ni por eso dejaba de ser auténtica la carta, máxime cuando con la fórmula final de saludo (vale), escrita de propia mano del remitente, éste la reconocía expresamente por suya. ¿Habrá también algo de esto en las cartas de Pablo? Así lo creen muchos, no ya sólo respecto de la carta a los Hebreos, que ciertamente parece de algún modo vinculada a Pablo, aunque no haya sido escrita por él, sino también respecto de otras cartas, como las Pastorales y quizás los Efesios.
3. El orden cronológico de las cartas.
Desde fines del siglo ni se fue haciendo general la costumbre de disponer las cartas paulinas por el orden con que de ordinario se leen hoy en nuestras Biblias, que es el orden con que están en la Vulgata latina, y el mismo que siguió el concilio Tridentino al hacer la enumeración de los libros de la Sagrada Escritura. Este orden es: Romanos-1 y 2 Corintios-Gálatas-Efesios-Filipenses-Colosenses-1 y 2 Tesalonicenses-1 y 2 Timoteo-Tito-Filemón-Hebreos. Anteriormente al siglo IV no siempre encontramos el mismo orden; y así el Fragmento Muratoriano, v.gr., pone en primer lugar las cartas a los Corintios y, a continuación, Efesios, mientras que el papiro Chester Beatty comienza con la carta a los Romanos y sigue con Hebreos.
Desde luego, este orden en que las cartas de San Pablo se suelen poner en nuestras Biblias, en uso ya durante tantos siglos, no es el cronológico. Parece que se debe sobre todo a la intención de colocar primero las cartas dirigidas a comunidades que las dirigidas a individuos; y dentro de cada uno de los dos grupos, primero las de mayor extensión e importancia doctrinal. Si se hace excepción con la carta a los Hebreos, colocada en último lugar, ello parece ser debido a las dudas que sobre su autenticidad existieron durante los siglos II y ni, motivo por el que en muchos lugares, sólo más tarde, cuando para las otras había ya un orden fijo, fue añadida al canon.
El orden cronológico en que deben ser colocadas las cartas de San Pablo no siempre es fácil de determinar. Hay algunas, como la carta a los Calatas, de cuya fecha de composición se discute seriamente. El orden que juzgamos más probable, conforme trataremos de ir probando en los lugares respectivos, es el siguiente:
a) Primera y segunda a los Tesalonicenses, escritas con pocos meses de intervalo durante el segundo viaje misional, probablemente poco después de la llegada del Apóstol a Corinto, hacia el año 51. El tema candente de estas cartas es el escatologismo.
b) Primera y segunda a los Corintios, Gálatas y Romanos, escritas durante el tercer viaje misional, entre los años 56-58. La primera a los Corintios está escrita desde Efeso; algunos meses más tarde, desde Macedonia, la segunda a los Corintios; luego, desde Corinto, están escritas las de los Gálatas y Romanos. Son éstas las cuatro cartas más extensas de San Pablo, denominadas vulgarmente epístolas mayores, que encabezan la colección en el orden de enumeración tradicional. Las dos a los Corintios son en gran parte apologéticas y disciplinares; las otras dos exponen el dogma de la justificación. En unas y otras se deja traslucir constantemente el tema que durante esa época traía preocupado a San Pablo, la lucha contra las doctrinas judaizantes.
c) Colosenses, Efesios, Filemón y Filipenses, escritas desde Roma durante la primera cautividad romana de Pablo, hacia el año 62. Son llamadas epístolas de la cautividad, El tema central de estas cartas es la persona de Cristo y su obra; en ninguna otra parte, como en estas cartas, desarrolla San Pablo tan ampliamente su maravillosa cristología.
A este grupo podemos agregar la carta a los Hebreos, cristológica y sacerdotal, escrita probablemente desde Roma, hacia el año 63-64, libre ya Pablo de la prisión, y quizá después de haber realizado incluso su viaje a España.
d) Primera a Timoteo, Tito y segunda a Timoteo, escritas entre los años 65-67. Las dos primeras están escritas en Oriente, quizá desde Macedonia, cuando San Pablo, después de su primera prisión romana, volvió a pasar por aquellas regiones; la tercera está escrita desde Roma, poco antes de su muerte, cuando el Apóstol se hallaba de nuevo preso en esta ciudad. Las tres cartas son muy parecidas entre sí por su fondo y por su forma, y contienen principalmente avisos acerca del ejercicio del ministerio pastoral; de ahí el nombre de epístolas pastorales, conque son vulgarmente conocidas.
No hay duda que, para una mejor inteligencia de las cartas, es útil atender a la fecha de su composición y a las ideas que por aquella época más preocupaban al Apóstol. No que admitamos en Pablo verdadera evolución doctrinal en el sentido que lo hacen a veces algunos críticos 16; pero sí admitimos cierto cambio en el centro de gravedad de su pensamiento, no siempre fijo con la misma fuerza en las mismas verdades a lo largo de las distintas etapas de su vida. Por eso, ya San Juan Crisóstomo, gran conocedor de San Pablo, recomendaba el orden cronológico para la lectura de las cartas del Apóstol17, y por eso también muchos comentaristas siguen este orden en sus comentarios.
Con todo, nosotros seguiremos el orden tradicional, para evitar dificultades de manejo del comentario a nuestros lectores. Bastará con que al leer cada una de las cartas no olviden de situarla en su marco cronológico, conforme a lo dicho anteriormente.
4. Riqueza doctrinal.
Es éste un punto bastante difícil de desarrollar. No por falta de cosas que decir, tratándose de escritos tan densos de doctrina, sino porque lo que sobre todo se pretende no es hacer un recuento de verdades doctrinales afirmadas por Pablo, sino sistematizar esas verdades en un todo orgánico, tal como es de creer estarían sistematizadas en la mente del Apóstol. La tarea no es fácil.
Ante todo, recordemos que las cartas de San Pablo son escritos ocasionales, y que sería fuera de lugar buscar en ellos al teólogo sistemático, que desde un principio procede con un plan preconcebido de ideas concatenadas. San Pablo escribe, no para darnos un tratado completo sobre la doctrina cristiana, sino con miras a situaciones y casos determinados, a los que intenta dar solución; ni es necesario que hayamos de encontrar en sus escritos todas y cada una de las verdades del dogma cristiano. Con todo, fue tal la variedad de temas que se vio obligado a tocar, y tal la abundancia de pensamientos y afectos que fluyen de su pluma, que bien puede afirmarse que toda la sustancia de la doctrina y moral cristianas queda reflejada en sus cartas. Su espíritu, lleno de Cristo y de la verdad cristiana, derramaba ésta a torrentes, aun sin proponérselo, en las más insignificantes ocasiones. El misterio de la Trinidad, la encarnación del Hijo de Dios, la redención de los hombres, la acción eficaz de la gracia, la eficacia de los sacramentos, el sacrificio eucarístico, la unidad de la Iglesia, la importancia de la fe, de la esperanza y de la caridad.., son verdades a las que innumerables veces alude expresamente en sus cartas, donde se encuentra, pudiéramos decir, la primera expresión teológica importante del mensaje cristiano.
Esto es claro, ni hay nadie que lo discuta. También es claro que en la mente de San Pablo todas esas verdades no eran un montón informe de cosas, sino que formaban un todo orgánico, que debe tener su idea madre fundamental o principio generador. Pero ¿cuál es esa idea madre? Es ahí precisamente donde está la discusión, organizando unos de una manera y otros de otra ese todo orgánico que suponemos en la mente de San Pablo. Algunos, como el P. Prat, examinan la doctrina en sí misma para descubrir su estructura interna y objetiva, presentando el siguiente esquema: Prehistoria de la redención (la humanidad antes de Cristo y plan misericordioso de Dios en orden a la bendición de los hombres), la persona del Redentor (antes y después de la encarnación), la obra de la redención (misión redentora de Cristo y efectos inmediatos de la redención), los canales de la redención (fe, sacramentos, iglesia), los frutos de la redención (vida cristiana, novísimos)18. Parecido al del P. Prat es el esquema que presenta el P. Bover en su también Teología de San Pablo 19. He aquí el orden de capítulos: Antecedentes de la redención (p.163-268), la persona del Redentor (v.269-319), la obra de la redención (p.321-431), derivaciones mariológicas (p.433-524), eclesiología (p.525-651), misteriología (v.652-730), justificación y gracia (p.73i-839), virtudes teologales (p.84i-866), escatología (p.862-923). Ni son muy diferentes los que presentan M. Meinertz, F. Amiot y E. Whiteley en sus tratados respectivos 20.
A todas estas divisiones con que es presentada la teología paulina se ha achacado el que parece suponerse una sistematización doctrinal que, más que al pensamiento de Pablo, responde a estructuras de una dogmática ya evolucionada. De ahí que muchos prefieran hoy seguir otros derroteros, tratando de escapar de esa sistematización y fijándose más bien en el aspecto que pudiéramos decir genético y psicológico. Es la línea que sigue el P. Bonsirven, presentando la doctrina de Pablo como un conjunto de intuiciones vitales, pendientes orgánicamente de una intuición central, que es la de Cristo mediador. Reduce su obra a siete capítulos, que serían otras tantas intuiciones vitales de Pablo: Encuentro con Cristo glorioso viviente en sus fieles; la persona de Cristo, Hijo de Dios encarnado, que revela al Padre y al Espíritu; preparación a la obra mediadora de Cristo (creación y predestinación en él, Adán y el pecado, la Promesa y la Ley, Israel y las naciones); la obra de Cristo en sí misma (redención objetiva por su muerte y resurrección); la obra de Cristo en el cristiano, que por la fe y el bautismo recibe la justicia; la obra de Cristo en la colectividad de los salvados (la Iglesia, cuerpo de Cristo; vida litúrgica y sacramental, carismas, jerarquías); consumación final (resurrección, juicio, nueva creación) 21. No muy distinto es el camino que propone J. Cambier, afirmando que toda la teología de Pablo parte de un hecho fundamental: la revelación de Jesucristo, Hijo de Dios (cf. Gal; 1 Cor 15:3). Es esta revelación la que le ha hecho ver en Dios al Padre de nuestro Señor Jesucristo, que no ha perdonado a su Hijo y lo ha entregado para darnos la vida (cf. Rom 5:8-10; Gal 4:4-5), vida que viven en el Espíritu del Padre y del Hijo, todos los fieles reunidos en la Iglesia de Dios (cf. Rom 8:1; Cor 6:11-19; Ef 2:11-22), en espera de la fase final de la historia de la salud (cf. Rom 8:18-23; 2 Cor 4:7-5:10; Col 3:1-4). Según esto, podríamos organizar la teología de Pablo a base de cinco temas o capítulos: Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo; Jesucristo Señor, don del Padre y salud de los creyentes; el Espíritu del Padre y del Hijo; la Iglesia de Dios; la escatología 22. Por su parte, L. Cerfaux trata de salir del problema organizando el pensamiento doctrinal del Apóstol en torno a tres grandes temas (Cristo, la Iglesia, el Cristiano), cuidando al mismo tiempo de hacer notar su desarrollo o progreso dentro de la mente misma de Pablo 23.
Desde luego, tratar de concretar cuál era la concepción doctrinal orgánica latente en la mente de Pablo no es tarea fácil. Una cosa juzgamos cierta, y es que cuanto más se leen las cartas de San Pablo, más se afirma el convencimiento de que al centro de toda su doctrina o de sus intuiciones vitales está Jesucristo muerto y resucitado, es decir, Jesucristo en su condición de Redentor de los hombres. En este su concentrar y como encarnar en Cristo toda la revelación divina es donde podemos ver el sello inconfundible del genio de Pablo y lo que distingue su evangelio del resto de los escritos del Nuevo Testamento. Su teología es una teología esencialmente cristológica o, mejor aún, soteriológica.
Sin embargo, no debemos olvidar que Pablo ve siempre a Dios Padre en el fondo de toda consideración sobre la obra de la salud. Ello quiere decir que su pensamiento teológico, en última instancia, es teocéntrico, pues aunque no quiere conocer sino a Cristo crucificado (1 Cor 2:2; Fil 3:8), convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención (1 Cor 1:30), todo eso lo contempla partiendo de Dios, cuya alabanza y glorificación pone siempre en primer término (cf. 1:30; 15:28; Rom 11:36; Fil 1:11; Ef 1:6). Estos dos aspectos, el cristocéntrico y el teocéntrico no están yuxtapuestos, sino que, como recientemente ha hecho resaltar W. Thüsing, están estricta y orgánicamente unidos: por el Espíritu de Cristo comunicado a los creyentes, éstos reproducen en ellos la imagen del Hijo de Dios, y participan por ello de su condición de Imagen y de Hijo, en total dependencia de Dios y en total entrega a El 24.
5. Fuentes de la doctrina de Pablo.
Si se nos pregunta por las fuentes de la doctrina de Pablo, la respuesta, así en general, no es difícil. Aparte lo recibido de la catequesis apostólica común (cf. 1 Cor 15:3-7), hay que poner las revelaciones sobrenaturales hechas directamente a él (cf. Act 26:16-18; Gal 1:12). Sobre esta doble base, ahondando, además, en lo ya revelado en el Antiguo Testamento, Pablo cimienta sus enseñanzas, valiéndose de sus dotes naturales de ingenio, de su formación rabínica y de los conocimientos que su continuo contacto con el mundo helenístico le proporcionaba.
La dificultad viene luego, al tratar de precisar la mayor o menor amplitud de cada uno de estos elementos en el pensamiento y doctrina de Pablo. Hasta no hace muchos años era casi un axioma entre los críticos afirmar que Pablo estaba fuertemente influenciado por el helenismo. La figura de Cristo presentada por Pablo, más que estar en línea de continuidad con el Jesús histórico, sería en gran parte creación suya bajo el influjo de diversas corrientes de la época 25. Todavía hoy, por Bultmann y otros, se sigue insistiendo en esos influjos helenísticos, particularmente el del mito gnóstico del Urmensch u nombre primordial, que habría servido de base a Pablo para su figura de Cristo 26.
Sin embargo, en la actualidad prevalece más bien la tendencia de hacer a Pablo tributario del judaísmo. A ello ha contribuido no poco el descubrimiento de los escritos de Qumrán, con cuyas expresiones teológicas ofrecen cierto parentesco bastantes pasajes paulinos 27. Se ha visto que los términos mismos de yvcoats, äüîá, ìýóôçñéïí, ôÝëåéïò.., tan en uso en el mundo helenístico y empleados también por San Pablo, tienen en éste de ordinario un matiz de significado que es de influjo semítico. En resumen, todo da la impresión de que Pablo sigue siendo un pensador judío, aunque hecho cristiano. Si, en ocasiones, ciertos idiotismos y formas de pensar nos descubren al griego, en el fondo aparece siempre el judío, que piensa con la ayuda del Antiguo Testamento y no ajeno a los métodos rabínicos 28.
Dentro de lo recibido de la catequesis apostólica, un campo en el que hoy se trabaja intensamente, tratando de hallar lo prepaulino, es el relativo a las llamadas profesiones o fórmulas de fe, que el Apóstol utiliza frecuentemente en sus cartas (cf. Rom 1:3-5; Flp_2:6-11 ; Ef 5:14; 1 Tim 3:16). Se da por supuesto que eran fórmulas ya en uso en las comunidades cristianas, y Pablo, celoso en guardar las tradiciones (cf. 2 Tes 2:15; 1 Cor 11:2; 15:1-3; 1 Tim 6:20), se habría valido de ellas, aunque con libertad para adaptarlas y matizarlas a su manera. En distinguir esos matices estrictamente paulinos se esfuerzan hoy mucho los exegetas 29.
En principio, todos estos influjos en Pablo son posibles, y en mayor o menor medida es seguro que han tenido lugar. Lo único que necesitamos es proceder en cada caso con prudencia y no ir más allá de lo que dan los textos. Ciertamente es fácil hablar de prepaulinismo, ideas y formas literarias que Pablo habría recogido de la tradición y del medio ambiente, pero no es tan fácil llegar a conclusiones ciertas, pues la apreciación del peso de las razones para afirmar ese prepaulinismo está muy sujeta a los presupuestos, conscientes o no, del crítico 30.
6. Autenticidad.
Lo que escribimos hablando de la autenticidad del libro de los Hechos hay casi que volver a repetirlo respecto de las cartas de San Pablo. Puede decirse que las dudas sobre su autenticidad, si prescindimos de la carta a los Hebreos, no comienzan, igual que para el libro de los Hechos, hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Las dudas comienzan por las cartas pastorales, apoyándose en lo diferentes que resultan del resto del epistolario paulino, lo mismo en el estilo que en las materias tratadas. Así, con ligeras variantes, J. E. G. Schmidt (1804), F. Schleiermacher (1807), J. G. Eichorn (1814) y W. de Wette (1826). Poco después F. Gh. Baur (1835), siguiendo en la misma línea, concreta más y dice que los herejes aludidos en las pastorales llevan ya todos los rasgos del gnosticismo avanzado del siglo n, especialmente de la secta de Marción, y, por consiguiente, que dichas cartas no pueden ser anteriores a la segunda mitad del siglo n. Ni paró aquí la cosa. Años más tarde, en 1845, el mismo F. Ch. Baur extiende la negación al resto de las cartas paulinas, a excepción de Calatas Romanos 1 y 2 Corintios, fundándose en que únicamente en esas cuatro cartas aparecía el Pablo polémico contra la corriente judío-cristiana, representada por Santiago. A Baur siguieron muchos otros críticos, adictos a la que muy pronto comenzó a llamarse escuela de Tubinga, y de la que el mismo Baur se consideraba como fundador. Y aún se siguió más adelante. A algunos pareció ilógico ese detenerse a medio camino de los de Tubinga, y rechazaron también las cuatro cartas admitidas por aquéllos, apoyándose en que también en éstas había cosas que favorecían a los judíos y, además, su estilo no era diferente del de las otras. Todo el epistolario paulino, según ellos, habría sido formado en el siglo n basándose en fragmentos de escritos cuyos verdaderos autores era imposible discernir. Así B. Bauer (1859), en Alemania, y los de la llamada escuela holandesa (A. Pierson, S. A. Naber, A. Loman, W. C. van Manen, D. Volter, L. G. Rylands, etc.) a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX.
Claro es que contra esta crítica tan demoledora, a todas luces carente de base objetiva, se levantaron pronto muchas voces, incluso en el campo acatólico. El examen sereno de los documentos demostraba, claramente que esa supuesta rivalidad entre petrinismo y paulinismo, considerada como piedra de toque para admitir o rechazar documentos, tenía muchísimo de fantasía. Por eso, la mayoría de los críticos, a partir ya de fines del pasado siglo, consideró extremada la posición de los de la escuela de Tubinga, y mucho más la de los de la escuela holandesa, sosteniendo que no había motivo alguno para poner en duda la autenticidad de Romanos, Galatas, 1 y 2 Corintios, Filipenses, 1 Tesalonicenses y Filemón.
En cuanto a las otras siete cartas que la tradición considera como paulinas, no ha habido ni hay uniformidad de pareceres entre los críticos del campo acatólico. Puede decirse que, a excepción de muy pocos de tendencia conservadora (B. Weis, Th. Zahn, W Michaelis, J. Jeremías, etc.), unánimemente es negada la autenticidad de las pastorales y de Hebreos. Por lo que respecta a las pastorales, se insiste particularmente en tres razones: 1) fuertes diferencias de lenguaje y estilo con el resto de las cartas paulinas; 2) los errores combatidos (1 Tim 6:20; 2 Tim 2:16) pertenecen a tiempos posteriores a San Pablo; 3) la organización eclesiástica que reflejan, con obispos, presbíteros y diáconos, es ya de época avanzada y no de tiempos de San Pablo. Así H. J. Holtzmann (1880), M. Dibelius (1931), H. Von Campenhausen (1951), que las suponen escritas en la primera mitad del siglo n. Otros críticos, aunque niegan que tal como se conservan actualmente sean de San Pablo, admiten que hay en ellas fragmentos de cartas paulinas (A. von Harnack, H. von Soden, P. Feine, P. N. Harrison, R. Falconer, etc.). Por lo que respecta a la carta a los Hebreos, no insistimos en señalar las razones de por qué se niega la autenticidad, pues esta carta presenta problemas especiales, y trataremos de ella por separado en su lugar correspondiente.
Además de pastorales y Hebreos, es negada también por muchos la autenticidad de Efesios (H. J. Holtzmann, A. von Soden, J. Moffatt, M. Dibelius, E. J. Goodspeed, W. L. Knox, M. Goguel, C. L. Mitton, R. Bultmann, H. Conzelmann, etc.). Algunos de estos autores admiten en ella, sin embargo, amplia base de fondo paulino, en el sentido de que el redactor habría aprovechado materiales de cartas auténticas paulinas, particularmente de Colosenses, dándonos un breve resumen de las doctrinas más características de Pablo. Contra la autenticidad se alegan sobre todo estas razones: 1) diferencia de estilo y vocabulario con las otras nueve cartas paulinas, empleándose un estilo mucho más prolijo y nada menos que 83 vocablos nuevos; 2) doctrina referente a la Iglesia, como una y universal, mucho más desarrollada que en las otras cartas (cf. 2:11-22; 3:5-12; 5:23-32); 3) tal semejanza con Colosenses, en fondo y forma, que claramente se ve que Efesios no es sino un comentario o ampliación de aquélla, hecho posteriormente.
Quedan otras dos cartas, Colosenses y 2 Tesalonicenses, cuya autenticidad es también puesta en duda por algunos críticos, aunque en bastante ya menor número. Respecto de Colosenses, se insiste sobre todo en ciertas particularidades lingüísticas, con 34 ha-paxlegomena neotestamentarios (P. Wendland, E. Schwartz, R. Bultmann, E. Kásemann, G. Bornkamm, H. Conzelmann, etc.); y, por lo que se refiere a la segunda a los Tesalonicenses, insisten unos en que hay contradicción con la primera en lo que se dice sobre la parusía (Ch. Masson, H. Braun, etc.), mientras que otros se fijan en la sorprendente afinidad de las dos cartas, incluso en las palabras, lo que supone que la segunda es obra de uno que trató de imitar a Pablo, pues el Apóstol nunca se repite de esa manera (W. Wrede, P. Wendland, Jülicher-Fascher, R. Knopf, etc.).
Tal es, en visión de conjunto, el sentir del mundo acatólico respecto del epistolario paulino 31. Como fácilmente puede observarse, las únicas razones a que se atiende son de carácter interno, basadas en el examen de los escritos en cuestión. Pues bien, no negamos que los criterios internos sean también muy de considerar, pero tratándose de averiguar un hecho histórico, como es el de saber quién sea el autor de un determinado escrito, ante todo y sobre todo debemos atender a los criterios externos. Un solo testimonio contemporáneo de algún autor fidedigno tiene más fuerza que centenares de hipótesis construidas a base de sutiles comparaciones, en las que, queramos o no, hay mucho de subjetivismo. Necesitamos, pues, ante todo examinar los testimonios externos 32. De hecho es así como ha procedido la Iglesia en sus decisiones sobre quiénes sean los autores de los Evangelios, Hechos y Epístolas 33.
Naturalmente, no es posible dar aquí una lista, ni siquiera resumida, de los testimonios externos que, en cadena ininterrumpida de casi veinte siglos, en documentos conciliares y en escritos privados, han venido señalando a San Pablo como autor de las catorce cartas en cuestión. Tampoco es necesario, pues a partir del siglo IV hay tal abundancia de testimonios y tal unanimidad en ellos, que resultaría inútil cualquier enumeración. Nos bastará fijarnos en los primeros anillos de la cadena.
Puede servirnos de punto de partida, para comenzar nuestro camino hacia atrás, el testimonio de Eusebio de Cesárea (f 339), el gran historiador de la antigüedad cristiana, que trató de recoger en sus escritos todo el fruto de los siglos pasados: Las cartas clara y manifiestamente de San Pablo son catorce, aunque justo es añadir que algunos rechazan la carta a los Hebreos, diciendo que la Iglesia romana niega que sea de San Pablo 34. Nada diremos de esta última observación de Eusebio, pues, como ya indicamos más arriba, la carta a los Hebreos, aunque ciertamente es inspirada y canónica, presenta problemas especiales respecto a autenticidad paulina, por lo que parece mejor tratar de ella separadamente.
Dice Eusebio, clara y manifiestamente de San Pablo. En efecto, también de época anterior a Eusebio tenemos claros y explícitos testimonios. Citemos a Orígenes (f 253-54), quien a lo largo de su extensísima producción literaria cita repetidas veces como del Apóstol las catorce cartas paulinas, incluso la brevísima dirigida a Filemón, y de alguna de ellas, como la de los Romanos, escribió amplios comentarios. Anteriormente a Orígenes, al frente de la misma iglesia de Alejandría, tenemos a Clemente Alejandrino (f c. 214), quien incidentalmente, con una u otra ocasión, alude varias veces en sus obras a las cartas todas de Pablo, a excepción de la de Filemón, sin duda porque, dada su brevedad y escaso contenido doctrinal, no hubo ocasión de citarla 35. Pasando a otra iglesia, la de Cartago, encontramos a Tertuliano (f c. 220), quien cita también como de San Pablo las catorce cartas, a excepción de Hebreos, que él atribuye a Bernabé 36. Otro testimonio de extraordinario valor es el de San Ireneo (f c. 202), oriundo de Asia Menor, donde fue discípulo de San Policarpo, que, a su vez, lo había sido del apóstol San Juan 37, viviendo luego en Occidente y llegando a ser obispo de Lyón; con una u otra ocasión, cita también todas las cartas de Pablo, a excepción de Hebreos y de Filemón 38.
Añadamos aún otro testimonio, el del llamado Fragmento Muratoriano (c.170), documento el más antiguo que poseemos sobre la fe de la Iglesia primitiva acerca del canon del Nuevo Testamento. Referente a San Pablo dice: En cuanto a las epístolas de Pablo. (no) necesitamos discutir sobre cada una de ellas, ya que el mismo bienaventurado Apóstol Pablo, siguiendo el orden de su predecesor Juan, sólo escribió nominalmente a siete iglesias, por este orden: la primera, a los Corintios; la segunda, a los Efesios; la tercera, a los Filipenses; la cuarta, a los Colosenses; la quinta, a los Galatas; la sexta, a los Tesalonicenses; la séptima, a los Romanos. Y aunque a los Corintios y Tesalonicenses escriba dos veces para su corrección, sin embargo, se reconoce una sola Iglesia difundida por todo el mundo; pues también Juan en el Apocalipsis, aunque escribe a siete iglesias, habla para todos. Asimismo son tenidas por sagradas una carta a Filemón, una a Tito y dos a Timoteo, que, aunque hijas de un afecto y amor personal, sirven al honor de la Iglesia católica y a la ordenación de la disciplina eclesiástica. 39 Como se ve, falta la carta a los Hebreos.
Anteriormente al Fragmento Muratoriano encontramos las alusiones y citas que de las cartas paulinas hacen los Padres apostólicos, quienes, aunque no las atribuyen explícitamente a Pablo, sí que lo hacen implícitamente, pues esas cartas, de las que se citan determinados textos, aparecían en todos los códices y manuscritos bajo el nombre de Pablo 39 . Si no nombran a Pablo es porque era entonces norma, al citar la Sagrada Escritura, dar sencillamente las palabras del texto inspirado, sin mencionar para nada al autor humano. Así hacen también con los Evangelios. Con ello resaltaba más la autoridad divina que atribuían a estos libros. El que fueran escritos por Mateo, Marcos o Pablo importaba poco. Fue sólo más tarde, al surgir los evangelios apócrifos, cuando hubo necesidad de insistir también en el autor humano, para distinguir mejor los escritos auténticos de los considerados apócrifos.
A vista de estos testimonios externos, muy graves han de ser las razones que obliguen a poner en duda afirmación tan sólidamente fundada. ¿Se dan esas razones? Evidentemente, no. Las peculiaridades de algunas cartas señaladas por los críticos, en lo que tienen de objetivo, pueden explicarse perfectamente sin renunciar a la tesis de su origen paulino. A veces, como en el caso de la segunda carta a los Tesalonicenses sobre la parusia, se trata simplemente de nuevos puntos de vista, no de contradicción con la primera; lo mismo se diga de la doctrina sobre la Iglesia en la carta a los Efesios, o ¿es que Pablo no va a poder añadir nunca nada nuevo a lo ya dicho una vez? Si, de otra parte, encontramos sorprendentes afinidades entre la primera y la segunda a los Tesalonicenses, y lo mismo entre Colosenses y Efesios, ¿qué tiene ello de extraño, siendo así que se trata de cartas escritas por las mismas fechas y cuyos destinatarios corrían más o menos los mismos peligros?
En cuanto a las razones alegadas contra la autenticidad de las pastorales, negamos que los errores combatidos en ellas sean las doctrinas gnósticas del siglo II; se trata más bien de doctrinas difundidas por elementos judaizantes en orden a conseguir una ciencia superior (abstención de ciertos alimentos, prohibición del matrimonio, mitos y genealogías), doctrinas que ya encontramos también combatidas en la carta a los Colosenses (Col 2:4.8.16.23), y que no hay inconveniente en considerar como primeros gérmenes de esa doctrina gnóstica que luego alcanzará su pleno desarrollo en el siglo II Estas tendencias gnósticas aparecen muy pronto en el judaísmo, como han demostrado los documentos de Qumrán. Por tanto, hoy apenas si tiene ya sentido alegar el carácter gnóstico de los herejes combatidos en las Pastorales como argumento contra su autenticidad paulina 40. También negamos que la organización eclesiástica que reflejan las pastorales exija una fecha de composición posterior a San Pablo; al contrario, más bien es indicio de autenticidad, pues reflejan la situación histórica del siglo i, y los términos presbítero y obispo siguen aún siendo más o menos sinónimos e intercambiables, igual que en las anteriores cartas del Apóstol y en los Hechos, sin esa diferencia tan marcada con que aparecen ya a principios del siglo II en las cartas de San Ignacio de Antioquía (cf. Act 11:30).
Queda, finalmente, la cuestión de lengua y estilo, con más o menos número de hapaxlegomena en las pastorales, en Efesios y también en Colosenses. A esto respondemos que los términos y expresiones nuevas no arguyen necesariamente diversidad de autor; los años transcurridos, los temas tratados, la condición de los destinatarios, etc., pueden hacer que un autor emplee términos no usados anteriormente y hasta introduzca ciertas diferencias de estilo. En último término, si las diferencias de estilo son realmente sustanciales, queda siempre la posible explicación, conforme indicamos más arriba al hablar de la epistolografía antigua, de atribuirlo a la parte que en la redacción de la carta pudiera tener el asistente o secretario .
1 San Jerónimo dice expresamente que nació en Císcala, de donde habría emigrado a Tarso con los suyos, cuando los romanos conquistaron el pueblo. He aquí sus palabras: Paulus apostolus.. de tribu Beniamín et oppido Judaeae Giscalis fuit, quae a Romanis capta, cum parentibus suis Tarsum Ciliciae ccmmigravit (De vir. ill æ: PL 23, 645-646). Sin embargo, en otro lugar, da la misma noticia, pero de modo mucho más impreciso, anteponiendo un se dice: Talem fabulam accepimus: aiunt parentes apostoli Pauli regione fuisse Judaeae; et eos, cum tota provincia romana vastaretur.. (Comm. in Philm. 26; Pl 26, 653). También Focio afirma que la familia de Pablo procedía de Císcala (Ad. Amphil 116: PG éïß, 687). Es probable, como antes dijimos, dando así algo de base a estas tradiciones, que sean los antepasados de Pablo, no el mismo Pablo, quienes emigraran de Císcala a Tarso. 2 Cf. Act 7:57-59; 8:3; 9:1.4.8.11.12.17.22.23; 11:25.30; 12:25; 13.2.9. 3 Cf. H. Bóhlig, Die Geisteskultur von Tarsos im augusteischen Zeitalter (Góttingen 1913). 4 Menahoth ggb. 5 Cf. Tosefta: Quiddushin i,u; Aboth 2:2. 6 Cf. San Atanasio, Epist. ad Oracont. 4: MG 25:528; San Epifanio, Haer. 27:6: MG 41, 374; San Juan Grisóstomo, In 2 Tim. 4:2: MG 62:659; San Jerónimo, Comm. in 7s. 11:6: ML 24:151; Teodoreto, In Ps. 116: MG 80:805. 7 Cf. Z. G. Villada, La venida de S. Pablo a España: Razón y Fe 38 (1914) 171-81; G. Spicq, S. Paul est venu en Espagne: Helmant. 15 (1964) 45-70. 8 Cf. Eusebio, Hist. eccl 2:25:8: MG 20:209. 9 Cf. Eusebio, Chronicon 2; Olymp. 211: MG 19:544; San Jerónimo, De viris ill. æ: ML 23:617. 10 Cf. Hier., De vir. ill. 12: PL 23, 262. Son catorce cartas: ocho dirigidas por Séneca a Pablo, y seis dirigidas por Pablo a Séneca. En las de Séneca, éste admira la doctrina de Pablo y, entre otras muchas cosas, le manifiesta su pesar porque a la grandeza de pensamiento no va unida la perfección de estilo, remitiéndole el libro De verborum copia y diciéndole que lamenta el incendio de Roma y la persecución de los cristianos. (Cf. L. Vouaux, Les Actes de Paul et ses lettres apocryphes, París 1913, p.332-369). 11 Cf. San Ireneo, Adv. haer. 3:7: MG 7:864; Orígenes, Comm. ín Rom. pref.: MG 14, 833; San Epifanio, Haer. 64:29: MG 41:1115; San Juan Crisóstomo, Comm. in Ep. ad Rom. 6:1: MG 60:592. 12 De doctrina christ. 4:7: ML 34:94- 13 Entre los que creen encontrar en Pablo influjos de la diatriba estoica, podemos señalar a R. Bultmann, que tiene una obra expresamente dedicada a este tema, bajo el título: Der Stil der Paulinischen Predigt und die Kynisch-stoische Diatribe (Gottingen 1910). En sentido contrario escribió al año siguiente A. Bonhpffer, haciendo hincapié en que muchas de las expresiones que Bultmann considera como influidas por la diatriba estoica, se pueden explicar perfectamente como hebraísmos con que Pablo manifiesta su convicción de conciencia profética y apostólica (cf. A. Bonhoffer, Epiktet und das Neue Testament, Gies-sen 1911). 14 Cf. A. Deissmann, Licht vom Osten (Tübingen 1923); O. roller, Das Formular. Ein Beitrag zur Lehre vom antiken Briefe der paulinischen Briefe (Stuttgart 1953)·. 15 Algunos ejemplos: Cicero Attico salutem, o también: Cicero Sempronio suo sa-lutem plurimam dicit. Igualmente en griego: ÓåñÞíïò ÄéïãÝíåé ôù Üäåëöù ÷áßñåéí;ï también: ¢ðßùí ¸ôçìÜ÷ù ôù Trcrrpi êõñßù ðëåßóôá ÷áßñûí. 16 Hay críticos que hablan incluso de contradicción entre afirmaciones de unas cartas y de otras, debida a esa evolución doctrinal que se habría dado en el Apóstol. Particularmente suele aludirse a lo referente a escatología, concepto de Iglesia y cuerpo de Cristo, como tendremos ocasión de exponer en sus lugares respectivos. Pues bien, creemos que será muy difícil probar, no ya sólo que existan en Pablo ideas contrarias, pero ni siquiera que exista verdadero progreso doctrinal en su pensamiento, sin que se trate más bien de presentar una doctrina bajo aspectos nuevos, existentes ya fundamentalmente desde un principio en su mente, pero no presentados hasta que determinadas circunstancias le pusieron en la ocasión de hacerlo. El argumento del silencio es siempre muy delicado; pues es evidente que la primera mención literaria de una idea o de un término en los escritos de un autor no supone necesariamente que hasta entonces no estuviera aún presente en su espíritu, o que pensase de otra manera. 17 San Juan Grisóstomo, Comm. tn Rom., proem.: MG 60:39. 18 F. Prat, La théologie de S. Paul (París 1908-1912). La obra ha tenido muchas ediciones, y está traducida al español (Méjico 194?)· 19 J. M.t Bover, Teología de San Pablo (Madrid 1946). 20 Gf. M. Meinertz, Teología del Nuevo Testamento (Madrid 1963); F. Amiot, L'en-seignement de Saint Paul (París 1968); D. E. H. Whiteley, The Theology of St. Paul (Oxford 1964). Ya mucho antes Tomás había reducido también a esquema la doctrina enseñada por San Pablo: Est enim haec doctrina [paulina] tota de gratia Christi, quae quidem potest tripliciter consideran. Uno modo, secundum quod est in ipso capite, scilicet Christo, et sic commendatur in epístola ad Hebraeos. Alio modo, secundum quod est in membris principa-libus corporis mystici, et sic commendatur in epistolis quae sunt ad praelatos. Tertio modo, secundum quod in ipso corpore mystico, quod est Ecclesia; et sic commendatur in epistolis quae mittunrur ad gentiles: quarum haec est distinctio. Nam ipsa gratia Christi tripliciter potest considerar!. Uno modo, secundurr¿ se, et sic commendatur in epístola ad Romanos. Alio modo, secundum quod est in sacramentis gratiae, et sic commendatur in duabus epistolis ad Gorinthios, in quarum prima agitur de ipsis sacramentis; in secunda de dignitate mi-nistrorum. Et in epístola ad Calatas, in qua excluduntur superflua sacramenta, contra i líos qui volebant vetera sacramenta novis adiungere. Tertio consideratur gratia Christi secundum affectum unitatis, quem in Ecclesia fecit. Agit ergo Apostolus primo quidem de institutione ecclesiasticae unitatis in epístola ad Ephesios. Secundo, de eius confirmatione et profectu in epístola ad Philippenses. Tertio, de eius defensione contra errores quidem in epístola ad Colossenses; contra persecutiones vero praesentes in I ad Thessalonicenses; contra futuras vero, et praecipue tempore antichristi, in II. Praelatos vero ecclesiarum instituit et spirituales et temporales. Spirituales quidem de institutione, instructione et gubernatione ecclesiasticae unitatis in prima ad Timotheum; de firmitate contra persecutores in secunda. Tertio, de defensione contra haereticos in epístola ad Titum. Dóminos vero temporales instruit in epístola ad Pbilemonem. Et sic patet ratio distinctionis et ordinis omnium epistolarum (In omnes epístolas S. Pauli expositio, pról.). 21 J. Bonsirven, L'Evangile de St. Paul (París 1948). 22 J. Cambier, art. Paul (vie et doctrine de Saint): Dict. Bibl. Sup. vol. VII, col. 279-387. 23 Cf. L. Cerfaux, Le Christ dans la théologie de St. Paul (París 1951); La théologie de l'Eglise suivant St. Paul (París 1965); Le Chrétien dans la théologie de Sí. Paul (París 1959)· De las tres obras hay traducción española. 24 Cf. W. Thüsing, Per Christum in Deum. Studien zum Verh altnis von Christozentrik und Theozentrik in den paulinischen Hauptbriefen (Münster 1965). 25 Cf. E. Fascher, art. Paulas: Pauly-Wissovva Realencykopádie, Suppl. 8, p.431-4S6; H. Windisch, Paulus und Christus (Lcipzig 1934); S. Lyonnet, Hellénisme et Christianisme: Bibl. 26 (1945) 115-132; F. Amiot, L'enseignement de S. Paul (París 1968) 37-46. 26 Cf. R. Bultmann, Ole Bedeutung des geschichtlichen Jesús für die Theologie des Paulus: Theol. Blátter, 8. (1929) 137-151. 27 Cf. J. Murphy-O'connor, Paul and Qumrán (London 1968). Es una obra en que se recogen, traducidos al inglés, los artículos más interesantes aparecidos sobre este tema a partir de los descubrimientos de Qumrán en 1948. Los artículos pertenecen a nueve autores: Benoit, Fitzmyer, Gnilka, Delcor, Grundmann, Kuhn, Coppens, Mussner y Murphy-O'Connor. 28 Cf. J. Bonsirven, Exégése rabbinigue et exégése paulinienne (París 1939); W. D. da-vies, Pauí and Rabbinic Judaism (London 1948); E. Earle Ellis, Paul's Use of the Oíd Testament (Edimbourg 1957). 29 Cf. P. E. Langevin, Jesús Seigneur et l'eschatologie. Exégése de textes-prépauliniens (París 1967); B. Klapper, Sur Frage des semitischen oder griechischen Urtextes von I kor. 15, 3-5; New Test. Stud. 13 (1967) 168-173; G. Ruggieri, U Figh'o di Dio davidica. Studt'p suíía storia delle tradizioni contenute in Rom. 1:3-4 (Roma 1968), 30 Sobre pruebas o criterios para identificar un texto como prepaulino, cf. P. E. Lan-gevin, o.c., p-31-35, en que recoge y resume lo dicho ya a este respecto por otros autores, como Stauffer, Schmitt, Kelly, Rigaux, etc. 31 En la reciente Teología bíblica de H. Conzelmann, al presentar las fuentes para conocer la doctrina de Pablo, expresamente se excluyen: Heb.-Past.-Ef. Gol.-2 Tes., que, según Conzelmann, reflejarían ya una teología postpaulina más desarrollada (H. conzelmann, Théologie du Í. Ô., Généve 1969). 32 A este respecto escribe muy bien Cerfaux: Ante un genio como Pablo las razones de estilo no son nunca decisivas; y las tomadas de su doctrina no serán tampoco convincentes, con tal de que se le permita sacar de su tesoro nova et vetera (L. Cerfaux, Itinerario espiritual de San Pablo, Barcelona 1968, p.22o). 33 Cf. S. Muñoz Iglesias, Documentos bíblicos (Bac, Madrid 1955) p.279-366.371. 379.382. 34 Hist. eccl 3:3: MG 20:217. 35 Cf. Clemente Alejandrino, Paedag. 1:5.6: MG 8:269.272.312; Strom, 1:1.14; 2:11; 3:11.15; 4:8.13-16.21; 5:3: MG 8:692.705.757.989.1176.1200.1276.1300.1305.1344; 9:36; euseb., Hist. eccl 6:14: MG 20:549.552. 36 Cf. Tertuliano, Adv. Marcionem 4:5; 5:1.11.16.20.21: ML 2:366.469.500.510.512. 522.524; De praescript. haeretic. 7-25-33: ML 2:20.37.46; Scorpiace 13: ML 2:148.149; De resunect. carnis 23.24: ML 2:826-828; Adv. Praxeam 13: ML 2:170; De pudicitia 13.20: ML 2:1003.1021. 37 Cf. San Ireneo, Adv. haer. 3:3:4: MG 7:851; Euseb., Hist. eccl. 5:20; MG 20:485. 38 Cf. San Ireneo, Adv. haer. 2:14.7; 3: Bar_3:3-4 ; 3:7:1-2; 3:14:1; 3:16:3; 3:18:2; 4:18:4; 4:27:3; 5:2:3; 5:6,i; 5:14:3; 5:25:1: MG 7:755.849-854.864.865.914-922.932.1026.10.591 1138.1163.1189. 39 Cf. S. Muñoz Iglesias, Documentos bíblicos (BAC, Madrid 1955) p. 153-156. 39 * La única carta paulina de la que no se encuentran reminiscencias en los escritos de los Padres Apostólicos es la de Filemón, sin duda a causa de su extrema brevedad (25 versículos) y escaso contenido doctrinal. Aludiendo a este detalle de la brevedad, decía Tertu-' liano: Solí huic epistulae brevitas sua profuit, ut falsarias manus Marcionis evaderet (Adv. Marcionem 5:21: ML 2:524)- Damos a continuación los principales pasajes de los Padres Apostólicos en que se encuentran citas de las cartas paulinas: San Clemente Romano, Ad Corinthios 2:7', 29:1; 35:5; 36:1; 46:6; 47:1: MG 1:212.269.277.280.282.304.305; San Ignacio Antioqueno, Ad Ephe-¿ios 10:1-2; 16:1; 18:1; 19:3; Ad Romanos 5:1; Ad Philadelphos 1:1; Ad Smyrnenses 1:1; Ad Polycarpum 5:1: MG 5:653.657660.692.697.708.724; San Policarpo, Ad Philippenses 1:3; 2:2; 3:2-3; 4:1; 5:1; 6:2; 9:2; 10:1; 11:2.4; 12:2: MG 5:1005.1008.1009.1012.1013.1015. También en San Justino (f c. 165) se encuentran reminiscencias de todas las cartas paulinas, a excepción de la de Filemón. 40 Cf. J. Salguero, El dualismo qumránico y San Pablo: Stud. Paulin. Congressus (Roma 1963) P-549-562.
Epístola a los Romanos.
Introducción.
La iglesia de Roma.
Cuando Pablo, hacia el año 58, escribe su carta a los fieles de Roma (cf. 1:7.15), éstos formaban ya una comunidad floreciente y numerosa (1:8; 16:19; cf· Act 28:15), en la que el Apóstol tenía muchos conocidos (cf. 16:3-16). Pero ¿desde cuándo existía esa iglesia y quién la había fundado? La respuesta a estas preguntas no es fácil.
Desde luego, no había sido fundada por Pablo (cf. 1:11-15; 15:19-24). Lo más probable es que fuera resultado de la obra de muchos, dado que a Roma, por su condición de capital del Imperio, afluían gentes de todos los países 40 , y es obvio suponer que entre esos que continuamente, por unos u otros asuntos, llegaban a Roma, hubiera también cristianos, que muy pronto se agruparían en comunidad, extendiendo su acción al resto de los habitantes de la ciudad. Es posible que esto sucediera ya desde los primeros días de la Iglesia, si es que entre los forasteros romanos presentes a la predicación de Pedro en Pentecostés (Act 2:10) hubo también convertidos (cf. Act 2:41), que no tardarían en tener que hacer algún viaje a Roma, tuvieran o no la residencia habitual en Jerusalén. Una antigua tradición conservada por Eusebio41 habla de que el mismo Pedro, llegó a Roma en los primeros años del reinado de Claudio (a.41-54). De ser ello así, la frase de Act 12:17: salió de Jerusalén, yéndose a otro lugar, aludiría a esa ida a Roma en los primeros años de Claudio. De lo que no cabe dudar es de que San Pedro estuvo en Roma al menos al final de su vida, en tiempos de Nerón (a.54-68), siendo martirizado en esa ciudad, lo mismo que San Pablo. Sobre esto, la tradición es clarísima ya desde Clemente Romano, Ignacio de Antioquía, Dionisio de Corinto, Ireneo, etc. 42 De Roma mismo tenemos el testimonio del presbítero Gayo, contemporáneo del papa Ceferino (a. 199-217), declarando que en su tiempo todavía podían contemplarse en el Vaticano y en la vía Ostiense los trofeos de ambos apóstoles43. Más esta estadía cierta de Pedro en Roma es ya tardía, lo mismo que la de Pablo, cuando la iglesia de Roma estaba ya fundada y llevaba varios años de existencia.
Ha sido muy discutido lo de si la iglesia de Roma, por las fechas en que Pablo escribía su carta, se componía sobre todo de judío-cristianos o más bien de étnico-cristianos. Fue Th. Zahn quien con más calor ha defendido la tesis de una mayoría judío-cristiana, apoyándose sobre todo en la carta misma a los Romanos, cuya finalidad fundamental es la de demostrar que la justicia se debe a la fe, no a la circuncisión ni a la Ley, tema muy en consonancia con destinatarios de ascendencia judía, no tanto tratándose de cristianos venidos del paganismo. Además, explícitamente se llama a Abraham padre nuestro según la carne (4:1), y se dice a los destinatarios que han muerto a la Ley (7:4), expresiones que están pidiendo destinatarios judío-cristianos. Añádase a esto que en Roma la colonia judía era muy numerosa 44, y es obvio suponer que, al igual que sabemos de otras ciudades, también en Roma la predicación del cristianismo comenzase por los judíos. De hecho, el conocido testimonio de Suetonio sobre tumultos judíos en Roma, promovidos por un tal Chrestus, que provocaron el decreto de expulsión de Claudio (cf. Act 18:2), parece una clara alusión a violentas luchas entre judíos que seguían incrédulos y judíos creyentes en Cristo 45.
No obstante estos argumentos, la mayoría de los autores, lo mismo entre los católicos que entre los acatólicos (M. J. Lagrange, S. Lyonnet, W. Sanday, O. Michel, etc.), sostienen con razón que en la iglesia romana, al tiempo de escribir San Pablo su carta, predominaban los étnico-cristianos. En efecto, el Apóstol saluda a los Romanos como gentiles (1:5-6) y funda su proyecto de ir a Roma apelando a su deber como Apóstol de los gentiles (1:13-15); más adelante los llama explícitamente gentiles, distinguiéndolos de los judíos (11:13-14), y al final de la carta se excusa de haberles escrito con cierta audacia, en virtud de su condición de ministro de Jesucristo para los gentiles (15:15-16). Claro que esto no quiere decir que en la iglesia de Roma no hubiese también judío-cristianos (cf. 16:3.7), como es probable lo fueran la inmensa mayoría de esos débiles en la fe (14:1), que santificaban determinados días y distinguían entre alimentos puros e impuros (14:2.5.14), para los que San Pablo pide comprensión y caridad; mas, en todo caso, esos judío-cristianos no eran sino una minoría, y quedaban como absorbidos dentro de la masa de los étnico-cristianos. Y es que, aunque el primer núcleo de la iglesia de Roma se compusiera, como parece probable, sobre todo de judío-cristianos, poco a poco habrían ido prevaleciendo los étnico-cristianos, máxime a raíz de la expulsión de los judíos por Claudio, hacia el año 49, en cuyo decreto quedaban, sin duda, incluidos los cristianos procedentes del judaísmo. Este decreto debió de caer pronto en olvido, y muchos judíos, como es el caso de Priscila y Aquila (cf. Act 18:2; Rom 16:3), volvieron a Roma. Hasta es posible que este decreto de Claudio no fuera nunca aplicado estrictamente, como lo da a entender Dioncasio46.
Ocasión de la carta.
No gustaba Pablo de edificar sobre fundamentos ajenos, sino de trabajar en terrenos vírgenes, donde el nombre de Cristo no hubiera sido todavía anunciado (cf. Rom 15:20; 2 Cor 10:13-16). Según este principio, nada hubiera tenido que hacer en Roma, cuya iglesia llevaba ya varios años de existencia y no había sido fundada por él. Sin embargo, el caso de Roma era singular. No obstante el anterior principio, expresamente dice a los Romanos que muchas veces se había propuesto ir a verlos (1:13). También dice qué era lo que le impelía a ello: recoger algún fruto también entre vosotros, como entre los demás gentiles (1:13) o, como delicadamente había dicho poco antes, consolarme con vosotros por la mutua comunicación de nuestra común fe (1:12). Y es que Roma, por su condición de capital del Imperio, era eminentemente cosmopolita, en la que Pablo mismo tenía muchos conocidos (cf. 16:3-16), y desde donde, como cuartel general, la doctrina de Cristo podía más fácilmente extenderse hasta las más remotas provincias. La iglesia de Roma no podía, pues, serle indiferente a él, el Apóstol de los gentiles (cf. 1:5.14; 11:13; 15.16).
De todos modos, aun con estas justificaciones, no parece que Pablo tuviera nunca intención de detenerse a ejercer el apostolado en Roma. Su intención debió de ser siempre más bien la de una estadia breve, de paso hacia otras regiones cercanas como es el caso de la Peninsula Iberica, las Galias. De hecho, así quiere que sea la visita que ahora anuncia a los Romanos: Desde Jerusalén hasta la Iliria y en todas direcciones he predicado cumplidamente el evangelio de Cristo: sobre todo me he hecho un honor de predicar el evangelio donde Cristo no era conocido, para no edificar sobre fundamentos ajenos..; pero ahora, no teniendo ya campo en estas regiones y deseando ir a veros desde hace bastantes años, espero veros al pasar, cuando vaya a España, y ser allá encaminado por vosotros, después de haber gozado un poco de vuestra conversación (15:19-24). He aquí claramente indicada la ocasión de esta carta: anunciar a los Romanos su visita, de paso para España.
No todo, sin embargo, queda claro con esto. Un motivo tan ligero, como es el anuncio de una visita, no parece sea razón suficiente para una carta tan larga y tan cuidadosamente elaborada. Algún motivo más grave debe andar de por medio; pero ¿cuál es ese motivo? No es fácil responder a esta pregunta. La cosa ha sido discutida ya desde antiguo. Algunos, siguiendo a San Agustín47, creen que también en la iglesia de Roma había tendencias judaizantes, y San Pablo, enterado de ello, se propuso aclarar la cuestión, de modo parecido a como había hecho en la carta a los Galatas. Sin embargo, justamente se ha hecho observar que no hay indicios de que existieran tales tendencias judaizantes en la iglesia de Roma, cuya fe es alabada sin reservas por el Apóstol (cf. 1:8.12; 15:14-16). ¡Qué diferencia con la manera de hablar en la carta a los Gálatas! (cf. 1:6-10; 3:1-5; 4:17-20; 5:7-12). Por eso otros, siguiendo a Teodoreto48, creen que el verdadero motivo de tratar las cuestiones abordadas en la carta es, no la situación interna de la iglesia de Roma, sino el estado de ánimo del Apóstol en aquellos momentos, cuando, terminado su período de actividad misionera en Oriente, piensa comenzar otro en Occidente, con Roma como centro de operaciones. Era natural que, para dejar desde un principio las cosas en claro contra posibles falsos rumores sobre él, quisiera presentar a los Romanos un como resumen de lo que constituía la característica de su predicación: universalidad de las bendiciones de parte de Cristo y la gratuidad de la justificación a través de la fe.
Creemos, siguiendo al P. Lagrange, que una y otra de las opiniones pueden tener su parte de verdad. Desde luego, es natural que Pablo, al ponerse por primera vez en contacto con la iglesia de Roma, quisiese informarles ampliamente sobre las doctrinas fundamentales por él predicadas; pero no parece caber duda, dado el tenor de la carta, que, al hacerlo, está pensando en la situación concreta de esa iglesia, compuesta predominantemente de étnico-cristianos, que, al parecer, y de ello se habría enterado San Pablo, no mantenían con los judío-cristianos las relaciones de caridad e inteligencia que eran de desear. No se trataría de divergencias en puntos doctrinales, como en el caso de los Galatas, sino de falsas apreciaciones en la vida práctica, que afectaban sobre todo a la caridad. Esa insistencia de Pablo en inculcar a los Romanos que sientan modestamente, que acojan a los debiles en la fe, que se abstengan de juzgar a sus hermanos, que sobrelleven las flaquezas de los débiles, sin complacerse en sí mismos (12:1-15:13), indica que las cosas no iban del todo bien a este respecto. Probablemente los étnico-cristianos, mucho más numerosos, miraban con cierto desdén a los fieles procedentes del judaísmo; de ahí esa llamada a la caridad, y de ahí el que ya antes, en la parte dogmática, Pablo haga resaltar que también él es judío (11:1-2), y que los gentiles no deben enorgullecerse al ver caídos a los judíos (11:18-20), y que él, aunque Apóstol de los gentiles, sigue pensando ardientemente en la conversión de los judíos, cuya es la adopción y la gloria y las alianzas. y de quienes, según la carne, procede Cristo (9:1-5; cf. 10:1-2; 11:23-31). Incluso el principio de la redención universal, sin privilegios ni de unos ni de otros, que constituye como el nervio de toda la carta, responde perfectamente a estas circunstancias.
La carta está escrita cuando Pablo se disponía a emprender el viaje a Jerusalén para entregar a la iglesia madre la colecta recogida en Macedonia y Acaya (15:25-29), situación que coincide exactamente con la que se supone en Act 19:21-20:3. Parece, pues, claro que está escrita desde Corinto, hacia el año 58, al final de su tercer viaje apostólico. Podemos ver una confirmación en el hecho de que se hallasen entonces con él Timoteo y Sosipatro (16:21), Cayo, en cuya casa se hospedaba (16:23), Y Febe, diaconisa que trabajaba en Cencreas (16:1); de Timoteo y Sosipatro sabemos que efectivamente le acompañaban en Corinto (cf. Act 20:4); Cayo es de creer que sea el bautizado en Corinto por San Pablo (cf. 1 Cor 1:14); y Febe, que parece haber sido la portadora de la carta a Roma, ciertamente era de Corinto, pues Cencreas era el puerto oriental de esa ciudad (cf. Act 18:18).
Estructura o plan general.
No es ésta una carta fruto de improvisación ante circunstancias que surgen en un determinado momento, sino exposición sosegada de un tema largamente meditado. Cuando San Pablo escribe esta carta, hacia el año 58, habían pasado ya más de veinte años desde su conversión. Las luchas sostenidas contra los judaizantes, últimamente en la crisis de Galacia, le habían obligado a profundizar en el tema de judaísmo y cristianismo, que, en fin de cuentas, es el tema que late desde el principio al fin en esta carta. Lo que San Pablo viene a decir es que existe un medio de salvación para la humanidad, pero que ese medio no es la Ley mosaica, en que tanto confiaban los judíos, sino el Evangelio. Es la tesis que había ya expuesto en la carta a los Galatas, pero en una atmósfera de polémica,' sin la serenidad y amplitud con que está desarrollada aquí. Si en Galatas la temática quedaba casi circunscrita al problema concreto de la Ley, aquí en Romanos, sin que desaparezca el tema de la Ley, la visión es mucho más amplia y grandiosa, presentando a la humanidad toda, que estaba sumergida en el pecado y solidaria de Adán pecador (1:18-3:20; 5:12-14), naciendo a una vida nueva en el Espíritu por su incorporación a Cristo muerto y resucitado (3:21-8:39). En el centro del cuadro destaca luminosamente la figura de Jesucristo en su papel de redentor de los hombres, hasta el punto de que muy bien pudiéramos concretar el tema de la carta en esta otra expresión: relaciones de la humanidad frente a Cristo o, lo que es lo mismo, qué era la humanidad antes de Cristo y qué es con El.
La Carta aparte el prólogo (1:1-17) Y el epílogo (15:14-16:27), se divide en dos partes claramente deslindadas: una más especulativa o dogmática (1:18-11:36) y otra más práctica o moral (12:1-15:13).
Al tratar de concretar más, sobre todo por lo que se refiere a la parte dogmática, surgen no pocas vacilaciones entre los exegetas. La dificultad afecta sobre todo a cómo articular el cap.5 y los cap. 9-11 dentro del conjunto de la carta en el pensamiento paulino 50.
Damos a continuación, en esquema, la división conceptual que juzgamos más probable:
Introducción (1:1-17).
Saludo (1:1-7), acción de gracias (1:8-15) y tema que va a desarrollar (1:16-17)· I. Justificación por medio de Jesucristo (1:18-11:36).
a) Necesidad de la justificación lo mismo para los gentiles (1:18-32) que para los judíos (2:1-3:20).
b) Modo de la justificación (3:21-31), predicho ya en la Ley (4:1-25).
c) Frutos de la justificación: reconciliación con Dios y esperanza de la gloria futura (5:1-21), liberación de la servidumbre del pecado (6:1-23) Y de la Ley (7:1-25), inhabitación del Espíritu Santo en nosotros pasando a ser coherederos de Cristo (8:1-39).
d) Participación de los judíos en la justificación: Dios no ha faltado a sus promesas (9:1-29), sino que es culpa de los mismos judíos el haber quedado fuera de la justificación (9, 30-10:21), exclusión, además, que no es ni universal ni definitiva (11:1-36). II. Exigencias morales de la justificación (12:1-15:13).
Deberes generales para con Dios (12:1-8), para con nuestros prójimos (12:9-13:10), para con nosotros mismos (13:11-14), para con los débiles en la fe (14:1-15:13). Epilogo (15:14-16:27).
Noticias y proyectos (15:14-33), recomendaciones y saludos (16:1-24), doxología final (16:25-27).
Hay algunos códices que omiten los c. 15-16, terminando la carta en el c.14. Así también Marción, según testimonio de Orígenes51. Esto, añadidas otras razones de carácter interno (cf. 15:33; 16:20.27), ha motivado el que algunos críticos nieguen la autenticidad de estos dos capítulos, que, según ellos, habrían sido incorporados a la carta más tarde. Incluso se ha llegado a suponer que el c. 16 fuera parte de una carta paulina enviada a Efeso, como parece indicar el que se manden saludos para Priscila y Aquila (cf. Hch_18:18-19 ; 1 Cor 16:19; 2 Tim 4:19) y para Epéneto, primicias de Asia (16:3.5). A este respecto, resulta interesante la hipótesis de Manson, seguida luego por otros autores, según la cual esta carta a los Romanos habría tenido como dos ediciones. Pablo la habría escrito efectivamente para los fieles de Roma; pero, por tratarse de un tema tan importante y que el Apóstol llevaba muy en el corazón, la habría querido dar a conocer también a otras comunidades, concretamente a la de Efeso. A Roma habría enviado sólo los cap. 1-15; pero para Efeso, donde tenía muchos conocidos, habría añadido toda una serie de saludos, sin olvidarse de ponerles en guardia contra los judaizantes (cf. 16:17-20). El texto actual de la carta correspondería, pues, a su edición efesina 52.
Sin embargo, la autoridad de la casi totalidad de los códices, confirmada por la índole misma del texto, y en particular del c.15, cuya unidad lógica y estilística con el resto de la carta es indiscutible, está claramente en favor de la autenticidad de estos dos capítulos. Por lo que respecta a Marción, de todos es conocida la libertad con que procedía para rechazar determinados libros o pasajes del Nuevo Testamento, si veía que contradecían sus doctrinas. Tal parece debió de ser el caso de Rom 15:1-13. Y en cuanto a que estos dos capítulos falten en algunos códices, ello puede ser debido en parte a la influencia de Marción y en parte a la influencia de los Leccionarios litúrgicos, que, sin duda, omitían esos dos capítulos como menos útiles para la lectura pública en la iglesia. La teoría de que el c.16 es un fragmento de una carta enviada a Efeso, carece de base objetiva, pues también en la iglesia de Roma podía tener Pablo muchos conocidos, encontrados eventualmente en sus correrías apostólicas, ni hay inconveniente en que Priscila y Aquila hubieran vuelto a Roma, aunque más tarde de nuevo regresaran a Efeso (cf. 2 Tim 4:19).
Mayores dificultades ofrece la autenticidad de la gran doxología final (16:25-27). Hay algunos manuscritos (G, F, D, etc.) que la omiten por completo; no pocos (L y más de 200 minúsculos) la colocan al final del c.14; otros (A, P, etc.) la ponen dos veces, al final del c. 14 y al final del 16; a su vez, el P46, del siglo ni, la tiene al final del c.15. Se ve que reina gran confusión en los manuscritos.
Suponen algunos críticos 53 que es una confesión litúrgica de fe, incorporada posteriormente a la carta a los Romanos; de ahí esas divergencias en los manuscritos.
Sin embargo, tampoco vemos motivo suficiente para dudar de la autenticidad paulina de esta gran doxología, al final del c.16, tal como está en la inmensa mayoría de los manuscritos (S, B, G, D, E, etc.) y en las versiones latina, copta, etiópica, peshitta, etc. El que algunos manuscritos la omitan y otros la cambien de lugar, puede explicarse por las mismas razones a que antes aludimos al referirnos a los c. 15-16 en general. En efecto, es obvio suponer que, omitidos esos capítulos en los Leccionarios para uso litúrgico, sufriera también sus consecuencias la doxología final, que a veces habría sido omitida totalmente y a veces, dada su importancia doctrinal, habría sido trasladada al final del c.14 o del 15. Por lo demás, ni el estilo ni el fondo doctrinal exigen un origen no paulino.
Perspectivas doctrinales.
Podríamos decir, reduciendo a unidad toda la temática de la carta, que la intención de Pablo es mostrar a los Romanos, y en ellos a todos los hombres, que el Evangelio es mensaje de salvación. Así lo deja entender él mismo en una frase inicial que tiene todos los trazos de enunciado programático para entrar en materia: No me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego (1:16). La tesis de Pablo es que el hombre ha sido creado para conocer y glorificar a Dios (1:19-21); pero, en lugar de ir por ese camino, los seress humanos han divinizado la creación (1:21-23), de donde resultó el desorden y corrupción en el mundo (1:24-3:20), a cuya situación angustiosa Dios ha preparado una salida: la fe en Jesucristo (3:21-11:36).
Dentro de esta perspectiva, señalaremos cinco puntos concretos: conocimiento de Dios por la creación, dominio del pecado en el mundo, justificación por la fe, redención del universo, la incredulidad judía.
El conocimiento de Dios por la creación. La universalidad del pecado en el mundo, que tanto recalca Pablo en los primeros capítulos de su carta, está exigiendo una pregunta: ¿y cómo se llegó a ese estado?
La respuesta que se nos da, viene a decir, en el fondo, que ha sido la humanidad voluntariamente y por sí misma, no porque sea ontológicamente mala, la que se ha separado de Dios. Da a entender Pablo que el plan de Dios, contenido en el acto mismo de la creación, fue el de revelarse en ella a los seres humanos, de modo que éstos le rindiesen homenaje (1:19-21). Supone, pues, que el ser humano es capaz de descubrir a Dios en las criaturas 54, idea que encontramos también en los discursos de Listar y de Atenas, que los Hechos ponen en boca de Pablo (Act 14:17; 17:27). Por lo demás, esta doctrina de que por la creación el hombre puede descubrir a Dios, no es nueva en la Escritura; ya la encontramos en el Antiguo Testamento, particularmente en los libros sapienciales (Job 12:9; Sal 19:2; Sab 13:1-9)·.
La doctrina es de fundamental importancia en la interpretación del paulinismo, pues no hay razón para suponer que esta capacidad de alcanzar a Dios por la creación que aquí se afirma existiera sólo en un principio, pero no después de la caída del hombre en la idolatría, con toda la corrupción de costumbres que de ahí brotó (cf. 1:21-31). De hecho, no obstante su insistencia en la universalización del dominio del pecado (cf. 3:9), Pablo afirma que quienes obran el bien, incluso entre aquellos que no disponen más que de la ley natural, recibirán la incorruptibilidad y la vida eterna (2:6-10.14-16). Eso significa que permanece la capacidad para alcanzar a Dios, y que Dios no ha dejado nunca al ser humano con la puerta cerrada hacia su verdadero destino, incluso en esa etapa de dominio universal del pecado. Si Pablo usa fórmulas generales que indican universalidad (cf. 3:9), habremos de entenderlas como generalizaciones literarias, que no excluyen el que haya excepciones y que cada ser humano concreto pueda seguir usando de su libertad, ya para pactar con la actitud general de la masa, ya para acomodar su vida al conocimiento que por la creación tiene de Dios (cf. 1:21). De si eso había de resultar fácil o difícil, y de si se necesitaba además especial auxilio divino, Pablo no dice aquí nada de modo explícito. El Concilio Vaticano I dirá, y lo mismo repite el Vaticano II, que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la ley natural de la razón humana, partiendo de las criaturas; pero hay que atribuir a su revelación el que las realidades divinas que por su naturaleza no son inaccesibles a la razón humana las puedan conocer todos fácilmente, con certeza y sin error alguno, incluso en la condición presente del género humano.55
El dominio del pecado en el mundo. Al referirse al dominio del pecado en el mundo, cuya situación vino a remediar Cristo, encontramos en Pablo dos como perspectivas. De una parte, habla de un dominio del pecado en el mundo, como consecuencia de la negativa voluntaria del hombre a escuchar la llamada de Dios que resonaba en las obras creadas, cayendo luego en la idolatría y de ahí en una espantosa degradación de costumbres que lo llena todo (cf. 1:21-32). Esta perspectiva parece que era ya corriente en el judaísmo helenístico (cf. Sab 14:11-29). Sin embargo, los judíos quedaban fuera de este cuadro sombrío (cf. Sab 15:1-3); Pablo, en cambio, aun reconociendo las diferencias entre gentiles y judíos, engloba también a éstos dentro de ese alud, de pecados de la humanidad antes de Cristo (cf. 2:1-29), llegando a la conclusión de que todos, judíos y gentiles, nos hallamos bajo el pecado (3:9). De este modo, ha preparado maravillosamente la presentación de su tesis central: Mas ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios. por la fe en Jesucristo.., pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios (3:21-23).
Nada aparece en estos capítulos que haga referencia al pecado de Adán y su repercusión universal. Sin embargo, poco después (cf. 5:12-21), tratando Pablo de declarar más y más la obra redentora de Cristo, encontramos una nueva perspectiva respecto al dominio del pecado en el mundo antes de Cristo. Ciertamente que se habla también de pecados personales (cf. 5:13.16.20); pero se habla, además, de un pecado cometido por Adán, al que se denomina prevaricación.., Transgresión. , desobediencia (cf. 5:14.15. 17.18.19), y que de algún modo llega a todos los hombres (cf. 5:19). San Pablo dirá que, debido a esa transgresión o pecado de Adán, entró el pecado (Þ áìáñôßá) en el mundo, y por el pecado la muerte (cf. 5:12). Evidentemente, nos encontramos aquí con una perspectiva distinta a la que aparece en los tres primeros capítulos de la carta: aquélla era una perspectiva corriente en el judaísmo helenístico, ésta es la sugerida por la narración del Génesis y ampliamente desarrollada en la literatura judía extrabíblica, donde existe una fuerte tendencia a dar universalidad a la persona de Adán, no ya sólo por razón del castigo que trajo sobre toda la humanidad, sino incluso por lo que se refiere a su persona física 56.
¿Hay oposición entre ambas perspectivas? Parece claro que Pablo no lo juzga así, pues pone una a continuación de la otra. Creemos que en el pensamiento de Pablo los pecados individuales, únicos que se consideran de manera explícita en la primera perspectiva, han venido a añadirse al pecado de Adán, que por tanto se supone anterior a ellos y como en la base. De hecho, las continuas infidelidades de los judíos hacia la Ley, incluidas en la primera perspectiva (cf. 2:1-3:20), las explicará más tarde Pablo como debidas a las tendencias malas de la carne, es decir, a que reinaba ya el pecado en el mundo (cf. 7:7-18); parece obvio que lo mismo debamos decir respecto de los gentiles, en cuanto a la idolatría y subsiguiente degradación de costumbres. Hasta es probable que en la expresión.. privados de la gloria de Dios (3:23), al final de su exposición sobre el dominio del pecado dentro de la primera perspectiva, haya una alusión al pecado de Adán como se narra en el Génesis, privándonos de la gloria de Dios (cf. Gen 1:26-3:19).
Expuesta así la cuestión en forma general, tratemos ahora de concretar cuál es aquí la noción de pecado en el pensamiento de Pablo. La primera aclaración que debemos hacer es que Pablo distingue entre pecados y el pecado. Los pecados son violaciones concretas de la voluntad de Dios, expresada en la ley natural o en la escrita (cf. 2:12-16); para designarlos, Pablo suele emplear los términos de: ðáñÜâáóéô ., ðáñÜôôôïìá.., áìÜñôçìá (cf. 3:25; 4:15; 5:16), y raramente: áìáñôßá (cf. 7:5; 1 Cor 15:3). En cambio, el pecado (Þ áìáñôßá), en singular y con artículo, es concebido como algo resultante de actos pasados, especie de poder maligno que existe ya en el mundo con anterioridad a la decisión de cada hombre en particular, y que esclaviza a todo hombre y lo separa de Dios y le trae la muerte (cf. 6:12.20.23; 7:14-20). La personificación que Pablo hace del pecado, y lo mismo respecto de la muerte y de la Ley (cf. 5:17-20), no debe extrañar, pues era ya corriente en los modos de pensar apocalípticos. Pero, despejada de su ropaje literario, ¿qué es concretamente lo que Pablo quiere significar bajo la expresión el pecado?
Ante todo, notemos la afirmación de que ese pecado (Þ áìáñôßá), que aparece como fenómeno universal, entró en el mundo por la transgresión de un hombre, es decir, de Adán (cf. 5:12-21; 1 Cor 15:21-22). Tradicionalmente se ha venido interpretando este pasaje paulino como afirmación clara de que según el pensamiento de Pablo la humanidad contrajo en su origen una culpa, que de algún modo Pablo no dice cómo pasa a todos los hombres, que habían de venir después. Eso parece exigir:
1) el paralelismo con Cristo, al que se presenta como nueva cabeza o tronco de raza que arrastra en pos de sí a toda la humanidad hacia la justificación y la vida, al igual que Adán la había arrastrado hacia el pecado y la muerte (cf. 5:12. 18.19.21);
2) la afirmación explícita del v.19, diciendo que por la desobediencia de un solo hombre los muchos fueron constituidos pecadores;
3) la dificultad de dar una interpretación satisfactoria a los v. 13-14, de no admitir esta vinculación de todos los seres humanos con el pecado de Adán.
De hecho, este pasaje paulino ha venido siendo considerado como el lugar clásico para demostrar la existencia del pecado original, y lo cita también el concilio Tridentino en su definición dogmática al respecto: si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia.. o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió al género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma, sea anatema, pues contradice al Apóstol, que dice: Por un solo hombre, etc.57
Contra esta interpretación del pasaje paulino, que ha sido la tradicional en la exégesis católica, existe hoy una fuerte corriente de oposición. A ella han contribuido, de una parte, las más o menos hoy admitidas teorías evolucionistas, que no parecen poder compaginarse con el rígido monogenismo que supone la exégesis tradicional del pasaje paulino, y, de otra, los progresos exegéticos sobre la verdadera naturaleza del relato del Génesis, fundamento del pasaje paulino, que más bien es considerado como narración simbólica o mítica o etiológica.., pero nunca como relato histórico. Dicen estos autores, prescindiendo de matices, que la intención de Pablo no era hacia la persona de Adán y su prevaricación, sino hacia la persona de Cristo, cuya obra redentora trata de esclarecer; la figura de Adán entra sólo en función de Cristo, y Pablo toma esa figura tal como se la ofrecía entonces la mentalidad religiosa de su ambiente, pero sin que pretenda hacer al respecto ninguna afirmación doctrinal. Lo que, en el fondo, vendría a decir San Pablo es que la existencia humana fue atacada y manchada por los pecados personales desde el comienzo de su historia; es como una atmósfera de pecado dentro de la cual nacemos, queramos o no, y de la que no podemos salir si no es por un acto salvador de Dios. Tal habría sido la obra de Cristo; pero nada de suponer que hayamos de atribuir a Adán un pecado cualificado, causante de la situación pecaminosa de la humanidad.58
Desde luego, admitida esta explicación, desaparecen las dificultades que surgen espontáneas en nuestra mente contra esa doctrina tradicional de pecado universal, consecuencia de la prevaricación personal de Adán. Pero advirtamos, como punto de partida, que el hecho de que una verdad revelada sea misteriosa no es ninguna razón teológica para rechazarla. Pues bien, ¿admite el texto de Pablo esa nueva interpretación? Sinceramente, creemos que no. No existe el menor indicio que aconseje reducir a mera expresión literaria esa vinculación que Pablo establece entre la pecaminosidad general y el pecado o prevaricación de Adán. Así lo siguen sosteniendo los más caracterizados exegetas neotestamentarios de nuestros días: Cerfaux, Feuillet, Benoit, Fitzmyer, Lyonnet, Kuss, Viard.. 59 Nada tiene, pues, de extraño que en el Credo del pueblo de Dios recitado por Pablo VI para clausurar el Año de la Fe, encontremos recogida explícitamente la doctrina tradicional: Creemos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las consecuencias de esta falta.60
La justificación por la fe. Dice San Pablo al principio de su carta, y como anticipando el tema fundamental de la misma, que el Evangelio es poder de Dios para la salud (åßò óùôçñßáí) de todo el que cree (1:16). Es decir, que el Evangelio es un mensaje de salvación.
Esa salud ofrecida a todos los hombres es obra de Dios por Jesucristo, para designar la cual, aparte el término salud, usa San Pablo los términos: justificación, expiación, redención, reconciliación.., exigiendo de parte del hombre la fe e insistiendo una y otra vez en que no es por las obras, sino por la fe, como conseguiremos la salud que se nos ofrece (1:16-17; 3:21-28; 4:2-8; 5:10-11). Son precisamente estos términos de fe y justificación, junto con los de justicia y justicia de Dios, íntimamente relacionados con ellos, los que han dado más que pensar a los comentaristas de esta carta, particularmente a partir de la Reforma. Parece, pues, oportuno, antes de entrar en el comentario, presentar, en visión de conjunto, el significado de estas palabras, que son clave en la teología paulina.
La salud (óùôçñßá).
Para los judíos hablar de salud era traer a la memoria la salud mesiánica, tantas veces prometida en el Antiguo Testamento, que había de ser realidad con la venida del Mesías (cf. Mt 1:21; Lc 1: 69-75; 2:11.30; Jn 4:42). No siempre tenían ideas claras sobre el contenido de esa salud, que con frecuencia interpretaban en sentido demasiado terreno (cf. Act 1:6); pero, hablando en general, no hay duda que en la salud mesiánica veían el remedio a todos sus males y la entrada en una situación de mayor unión con Dios y bienestar. También en el mundo pagano había ansias de liberación de las duras condiciones de la vida presente, llena de sufrimientos e inquietudes; de ahí la frecuencia con que invocaban a sus dioses bajo el título de salvadores, y el que en las religiones de los misterios tanto abundasen las teorías y ritos de salvación. Pues bien, a ese grito unánime de la humanidad pidiendo salud, San Pablo ofrece la solución del Evangelio, diciendo que es poder de Dios en orden a esa salud precisamente (cf. 1:16-17). No concreta en este lugar cuál es el contenido del término salud, contentándose con relacionarla explícitamente con la justicia de Dios y añadir que de nuestra parte es exigida la fe. A lo largo de la carta, sin embargo, aparecerá claro que se trata de una salud en el orden religioso, no en el temporal. En sustancia, lo que San Pablo viene a decir es que esa situación de tortura que pesa sobre nosotros es resultado de una falta moral cometida al principio de la humanidad y acrecentada con nuestros pecados personales, que nos alejó de Dios; ahora la salud consistirá en ser liberados de ese estado de pecado, mediante nuestra incorporación a Jesucristo, principio de nueva vida para la humanidad regenerada.
Podemos decir, en líneas generales, que el término salud (óùôçñßá) viene a ser prácticamente equivalente para San Pablo al término justificación (äéêáßùóç); de ahí que lo mismo diga que el hombre alcanza la salud por la fe (1:16) o que es justificado por la fe (3:28). Hay, sin embargo, clara diferencia de matices. El término salud incluye una como doble fase: vida de gracia acá en la tierra y vida de gloria en el reino celeste, hasta el punto de que San Pablo hable a veces de la salud como de algo ya conseguido (cf. V 11; 2 Cor 6:2; Ef 1:13; 2:8; Tit 3:5), mientras que otras veces habla de ella como de algo futuro que todavía esperamos (cf. 8:24; 1 Tes 5:9; Fil 2:12; 2 Tim 2:10). En cambio, el término justificación mira más bien a la época presente, con referencia al nuevo estado o condición que adquiere el ser humano ya ahora por su fe en Cristo (cf. 3:24.28; 4:25; 5:1.9.18; 8:30), estado o condición que Pablo designa también con la expresión alcanzar la justicia (9:30; cf. 1:17; 3:22.26).
La justificación (äéêáßùóç).
Si, como acabamos de decir, justificación viene a ser equivalente para Pablo a alcanzar la justicia, es obligado comenzar nuestra exposición por el análisis del término justicia.
Este término justicia (äéêáéïóýíç) aparece 32 veces en la carta a los Romanos. Aparte dos alusiones a la justicia proveniente de la Ley (9:31; 10:5), San Pablo se refiere, bien a la justicia de Dios que se revela en el Evangelio (cf. 1:17; 3:5.21.22.25.26), bien a la justicia en nosotros adquirida por la fe (cf. 4:3.5.6.9.11.13.22; 5:17.21; 6:18.19.20; 8:10; 9:30; 10:3.4.6.10; 14:17), expresiones ambas que aparecen en íntima relación. Pero ¿cuál es esa relación? En otras palabras, ¿esa justicia de Dios que se revela en el Evangelio ha de ser entendida como atributo divino o como don comunicado al hombre por Dios? En este último caso, no sería necesario distinguir entre los textos de la primera serie y los de la segunda, pues en todos se trataría de justicia como cualidad en el ser humano, y se llamaría justicia de Dios, porque procede de Dios, es decir, es un don con el que Dios justifica al ser humano. Vendría a ser, en nuestra terminología corriente, lo que solemos llamar gracia santificante.
Ya San Agustín se inclinaba abiertamente a esta interpretación cuando, después de citar Rom 1:17, añadía: tal es la justicia de Dios, que, velada en el Antiguo Testamento, ha sido revelada en el Nuevo; la cual en tanto se llama justicia de Dios en cuanto que, comunicada a los hombres, los hace justos, así como se dice salud del Señor aquella por la cual los hace salvos.60* Esta interpretación, en conformidad con cuya terminología se expresa el mismo concilio Tridentino 61, ha venido siendo hasta estos últimos años la más corriente, no sólo entre los teólogos, sino también entre los exegetas (Gornely, Vigouroux, Prat, Lagrange, etc.).
Referente a esos textos, como Rom 3:25-26, en que parece hacerse clara referencia a justicia de Dios como atributo o propiedad suya, algunos autores, como el P. Lagrange, creían que también estos textos podrían interpretarse en sentido de justicia comunicada; otros, como el P. Bover, añadían que a la expresión justicia de Dios no se debe dar un sentido precisivo (atributo de Dios o cualidad en el hombre), sino un sentido comprensivo, en el que irían incluidas la justicia vengadora, con que Dios castiga en Cristo lo injusto, la justicia comunicativa o bienhechora con que obra la justificación del hombre, y Injusticia del hombre, recibida de Dios 61*. Sin embargo, no creemos que haya base para dar un sentido tan complejo al término justicia dentro de un mismo contexto.
Actualmente los exegetas, al interpretar el término justicia, suelen seguir otro camino. Creen más bien que la expresión justicia de Dios, como pide su sentido obvio, no indica, al menos directamente, un don comunicado al ser humano, sino que está señalando un atributo divino 62. Este atributo no sería la justicia vindicativa (castigo del pecado) o distributiva (premios y castigos, según merezca cada uno), acepción corriente que, bajo la influencia del pensamiento jurídico greco-romano, nos viene enseguida al pensamiento al oír hablar de justicia, sino la justicia salvifica, tantas veces anunciada en los textos profetices en relación con la salud mesiánica 63. Prácticamente el término justicia vendría a equivaler a fidelidad, o mejor, al modo de obrar divino (= actividad divina salvífica), resultado de esa fidelidad, conque Dios mantiene sus promesas de salud.
Por lo demás, esta interpretación no es nueva. Ya la encontramos en el Ambrosiáster: Es justicia de Dios, porque cumplió lo prometido64.
Esta justicia de Dios, algo así como el polo opuesto a ira de Dios manifestada en los tiempos antemesiánicos (1:18; 9:22)66, no es una propiedad o atributo divino en sentido estático, sino actuación dinámica de Dios misericordioso que lleva consigo un efecto en el ser humano, y ese efecto es la justificación obtenida por la fe. Es lo que dice expresamente San Pablo con la frase justo y que justifica (3:26), esto es, Dios muestra su justicia salvífica, en conformidad con lo prometido, justificando al hombre, o lo que es lo mismo, concediéndole el don divino de la justicia (cf. 4.5; 5:17; 8:10; 9:30; Fil 3:9; Gal 2:21)67.
Es así como insensiblemente se pasa de la justicia atributo de Dios, a la justicia, don concedido al hombre, es decir, a la justificación (äéêáßùóç). Pero ¿qué es lo que incluye realmente ese don de la justicia? Es ahí donde radica la dificultad.
Para el judaísmo contemporáneo de Pablo, el hombre era capaz por sí mismo de cumplir la Ley, y el que cumplía la Ley era justo. La justicia, pues, era considerada como obra propia del hombre, y, por tanto, hablar de justificación ante Dios equivalía simplemente a reconocimiento por parte de Dios de una justicia que ya existía previamente en el ser humano, es decir, que Dios no hacía justo al hombre, sino simplemente lo declaraba justo. Pues bien, no es ése el sentido que da San Pablo al verbo justificar (äéêïáïõí). Incluso en aquellos pocos casos en que, con referencia al juicio final también él, igual que en el griego profano y en los LXX, usa ese verbo en sentido forense o declarativo (cf. 2:13; 1 Cor 4:4), hemos de suponer, conforme lo exige el conjunto de su doctrina (cf. 7:24-25; 2 Cor 3:5; Ef 2:8; Fil 2:13), que no es su intención decir que el hombre ha llegado a ese estado por sus propias fuerzas. Habría ya, pues, también en esos casos una diferencia radical con el modo de pensar judío. Con todo, no es ésa la principal diferencia en el uso del verbo justificar. Pablo, cuando habla de la justificación del hombre por Dios, no concibe esa justificación como mero reconocimiento de una realidad previa, haya o no intervenido Dios para su consecución, sino como creación de esa realidad en el hombre 65. Es una verdadera transformación en el ser íntimo del ser humano un paso del estado previo de injusticia y de pecado a un estado de vida nueva en Cristo, hasta el punto de que puede hablarse de nueva creatura (cf. 5:1-21; 6:2-11; 1 Cor 6:11; 2 Cor 5:17-18; Gal 4:19; 6:15; Ef 2:3-10; Tit 3:4-7)·
Esta transformación en el ser íntimo del hombre, que Pablo vincula al término justificación, y que es don gratuito de Dios (3:24; Ef 2:5; Tit 3:5), incluye dos aspectos fundamentales: remisión de pecados (4:7-8; Ef 1:7; Col 1:14; 2:13) y nueva vida en Cristo bajo la guía del Espíritu (5:1-21; 6:2-11; 8:1-17). San Pablo usa, además, en relación con la justificación, otras expresiones que hacen clara referencia al papel desempeñado por la muerte de Cristo en la concesión de este don por Dios: redención (3:24-25; Ef 1:7; Col 1:14), expiación (3:24-25; cf. 1 Cor 5:7; Ef 5:2; Hebr 9:13-14), reconciliación (5:9-11; 2 Cor 5:18-19; Col 1:21-22; Ef 2:16). Podemos también observar cierta como estructura trinitaria en el modo como desarrolla San Pablo su pensamiento sobre la justificación: comienzan predominando los términos justicia y justificación, puestos en relación con Dios Padre (c.1-4); siguen luego los términos reconciliación y liberación, en relación con la obra de Cristo (c.5-7); finalmente, predominan los términos vida y vivificar, con referencia directa al Espíritu Santo (c.8).
Está claro que la noción de justificación, que acabamos de exponer, no es compatible con la que sostenían los antiguos protestantes, para quienes la justificación era una simple fictio iuris, especie de acto forense o sentencia judicial por la que Dios, en atención a los méritos de Cristo, declaraba justo al pecador, pero sin que hubiera verdadera remisión de pecados ni transformación interior en el hombre. Como muy bien dice Cerfaux, una justificación forense, derivada de una declaración, anticipativa o no, del juicio escatológico que Dios hiciera de nuestra justicia dejándonos tal como éramos, pecadores, sin contar que no hay texto alguno que realmente lo sostenga, no puede explicar las fórmulas realistas que se multiplican en la pluma del Apóstol.69 De hecho, en la actualidad hay una fuerte tendencia entre los protestantes a abandonar esa antigua doctrina de considerar la justificación como imputación puramente externa de la justicia de Cristo.70
La fe (ðßóôéò).
Como ya dijimos antes, San Pablo repite una y otra vez que, en orden a conseguir la justificación, Dios exige de parte del hombre la fe (cf. 1:16-17; 3:22.28; 4:2-5; 5:1-2; 9:30-32; Gal 2:16; 3:6-9; Ef 2:8; Fil 3:9). Pero ¿qué entiende San Pablo por fe?
La respuesta no siempre resulta fácil. A veces la palabra fe viene a equivaler prácticamente a lo que podríamos decir objeto de la fe (fe objetiva), concretamente, la nueva economía divina manifestada en el Evangelio en contraposición a la Ley es decir, que Pablo sintetiza en la palabra fe el nuevo orden de bendiciones inaugurado por Dios en Cristo (cf. 10:8; Gal 1:23; 3:23; 1 Tim 6, i o; Tit 1:13). No es ése, sin embargo, su significado corriente. Lo normal en Pablo es que tome la palabra fe, y lo mismo el verbo creer, con referencia a algo que está en el ser humano (fe subjetiva), siendo su significado básico el de aceptación del mensaje de bendición ofrecido por el Evangelio (cf. 4:22-25; 13:11; Gal 2:16; Ef 1:13; 1 Tes 1:8-9; 2 Tes 1:10). Pero, como se deduce de todo el conjunto de los textos paulinos, no se trata simplemente de una adhesión de tipo intelectual a Dios que se revela71, sino de toda una actitud vital (entendimiento y voluntad) de quien se pone en manos de Dios, suma verdad y suma bondad, aceptando la revelación de la justicia divina en la obra llevada a cabo por Jesucristo y profesando que de Dios solo, única fuente de salud, confía recibir todo. Es como un abrirse totalmente a Dios, dejando que Él intervenga en nuestra vida transformándonos y enderezándonos en la dirección por La querida de hacernos sus hijos adoptivos. Hay, pues, en el acto de fe un abandono confiado en Dios, pero un abandono que no es ciego e irracional, pues lleva incluida la aceptación intelectual (obsequium rationabile) de la verdad contenida en la revelación (cf. 10:6-17; 1 Cor 15:1-19; 16:13). Este concepto amplio de fe, sin restringirlo a la adhesión del entendimiento a una verdad o conjunto de verdades, sino incluyendo la adhesión del hombre todo entero a Dios, que se inclina hacia él en una actitud de amor, es la que se recoge en la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II 72.
Es por medio de la fe cómo el hombre se convierte en receptor apto del Evangelio, abriéndose a la fuerza salvífica divina, que le introduce en la vida cristiana. Y no sólo eso. A lo largo de todo el curso de su vida, deberá acompañar al cristiano esa disposición fundamental implicada en la fe, manteniéndole abierto permanentemente a la acción de Dios (cf. 11:20; 1 Cor 13:13; 2 Cor 5:7; Gal 2:20; Col 1:23). Si ella falla, cae todo el edificio; de ahí que la fe sea considerada como fundamento y raíz de la justificación, pues es la que hace posible que llegue al ser humano la nueva vida de Cristo.
Esta fe, así entendida, no es aún la justicia, sino disposición positiva que Dios exige en el ser humano antes de concederle el don excelso de la justicia.73 Ella misma es también don de Dios (cf. 1 Cor 1:27-31; Gal 5:22; Ef 2:8-9; Fil 1:29; 2:13), siendo El quien con su gracia prepara la voluntad humana para creer, pero sin forzarla, de modo que permanezca siempre libre el asentimiento; con la violencia, la fe perdería su nobleza de homenaje y su valor de acto religioso por excelencia, ni tendría sentido hablar de obediencia a la fe (cf. 1:5; 16:26). El que también ella sea un don divino permite a San Pablo establecer vigorosamente contra sus adversarios esa contraposición, a la que tantas veces alude, entre la justificación por la fe, tal como él la predica, y la justificación por las obras de la Ley (afortiori, por las obras naturales de los gentiles), tal como la buscaban los judíos (cf. 3:28; Gal 2:16). Esta, caso de darse, no sería justificación gratuita, sino algo así como salario debido a nuestro trabajo, y, por tanto, el hombre tendría de qué gloriarse, cosas ambas para San Pablo absurdas, que ni siquiera discute; no así la justificación por la fe, en que la iniciativa misma parte de Dios, que es quien llama con su gracia en el momento oportuno, sin que el ser humano haya de hacer sino someterse (entendimiento y voluntad) a ese plan divino de bendiciones, reconociendo que todo viene de Dios (cf. 4:1-9; 1 Cor 1:27-31; Ef 2:8-9; Flp 1:29).
No queremos terminar esta exposición sobre la fe sin hacer referencia al hecho de que Pablo no sólo atribuye la justificación a la fe, cosa que hemos venido señalando (cf. 3:28; 5:1; Gal 2:16; Ef 2:8), sino que a veces dice lo mismo respecto del bautismo (cf. 6:3-11; 1 Cor 6:11; Ef 5:26; Tit 3:5), y a veces mezcla ambas cosas (cf. Gal 3:24-27; Col 2:11-13). ¿Es que no basta la fe?
Creemos que, en el pensamiento de Pablo, fe y bautismo son en realidad inseparables. La fe de que él habla, no solamente no excluye, sino que incluye el bautismo, que por disposición divina forma parte integrante del camino salvífico de la fe. No parece que Pablo se planteara nunca la cuestión de si la fe, aislada del bautismo, nos procurase la justificación. Los teólogos suelen decir que en la fe vaya, al menos implícitamente, el deseo del bautismo, y eso bastaría en caso de imposibilidad de recibirlo.
Todavía una última cuestión. La fe que Dios exige en el hombre en orden a la justificación, no es concebible sin la aceptación abierta e incondicional de los postulados morales del Evangelio. No hay, pues, oposición entre la doctrina de Pablo y la de Santiago (cf. Sant 2:14-17). Lo que sucede es que Pablo, al hablar de la fe, bajo el influjo de la polémica con los judaizantes, carga el acento en la inutilidad de las obras para merecer la salud; pero nunca dice que en el hombre justificado, única que contempla Santiago, las obras no sean necesarias. Es lo contrario lo que está enseñando continuamente en sus cartas (cf. 6:15-23; 8:9-13; 12:1-15:13; Gal 5:5-26).
La redención del universo. En Rom 8:18-25 habla San Pablo de las maravillosas perspectivas de la esperanza cristiana, y dice (v.18) que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros. Formando parte de ese nuestro futuro glorioso incluye expresamente San Pablo la transformación o redención de nuestro cuerpo (v.23; cf. 1 Cor 15:42-53; Fil 3:20-21), transformación que parece se extenderá también, de algún modo, al cosmos entero (v.21-22). Otros tres pasajes encontramos en sus cartas que atribuyen también dimensiones cósmicas a la obra salvadora de Cristo (cf. 1 Cor 15:24-28; Ef 1:10; Col 1:20).
Pues bien, ¿qué clase de transformación o redención del cosmos podemos ver aludida en estos pasajes, aparte la de nuestros cuerpos mortales ?
La respuesta resulta muy difícil. Comencemos por decir que ya en las alusiones de los profetas al futuro reino mesiánico se habla de cielos y tierra nuevos (cf. Isa_65:17 ; 66:22), expresión que no recoge San Pablo, pero que se recoge en 2 Pe 3:13 y Ap 2:11. Con todo, aunque San Pablo no recoja la expresión, es claro que en los textos citados está dentro de la misma línea de pensamiento. Hay autores que interpretan todas esas expresiones bíblicas como simples imágenes indicadoras de la renovación radical que obrará el Mesías entre los hombres, con transformación incluso de nuestros cuerpos mortales en gloriosos; pero nada de suponer ahí aludidas verdaderas transformaciones cósmicas74. Otros, sin embargo, reaccionan vigorosamente contra esas concepciones demasiado espiritualistas de la vida futura, y dicen que no son solamente los cuerpos de los seres humanos los que serán transformados con el soplo del Espíritu, sino la creación entera, que escapará a la servidumbre de la corrupción... La idea de Dios aniquilando el conjunto de su crea(-)ción material fuera de los cuerpos humanos sería, por otra parte, difícilmente concebible teológicamente hablando.75 Abundando en esta última perspectiva, se habla también de que ese cosmos futuro a que se refieren los textos bíblicos no debemos desligarlo del actual, como si hubiera de salir de improviso, sino que hemos de suponerlo como prolongación y en continuidad del actual, siendo nosotros los hombres, con nuestro esfuerzo, los que debemos irlo preparando con continuas mejoras, procurando llenarlo todo de Cristo, hasta la plena maduración, de modo que Dios sea todo en todo (cf. 1 Cor 15:28). La misma expresión de San Pablo: todo lo creado gime y siente dolores de parto (v.22), estaría dando a entender que el mundo futuro habrá de salir de las propias entrañas del actual, que está como en gestación76.
¿Qué decir a todo esto? Creemos que, a base de los textos bíblicos, es muy difícil poder concretar tanto. Una cosa es clara, es, a saber: que los autores bíblicos, si aluden a transformaciones cósmicas, es siempre en íntima relación con el ser humano, que en todo momentó aparece como el personaje central. Es sólo a modo de derivación y amplificación de lo dicho del ser humano, lo mismo respecto del mal (v.20) que del bien (v.21), como queda aludida la suerte de la creación material. Sin embargo, reducir a simple imagen todo eso que se refiere a ella, nos parece que quita fuerza a las expresiones bíblicas. Concretar, resulta muy difícil. Gustosamente suscribimos este párrafo del P. Lyonnet: Pablo afirma la redención del Universo como corolario de la redención del cuerpo del ser humano y, por consiguiente, fundada en la resurrección de Cristo.. Y lo mismo que la condición del cuerpo glorioso se constituye esencialmente por el dominio perfecto del Espíritu sobre la materia, hasta el punto de poder hablar de cuerpo pneumático (1 Cor 15:44), así de modo análogo, se ha de concebir la condición del Universo glorificado, cosa que solamente podemos afirmar, pero no representárnoslo, como tampoco podemos representarnos la condición del cuerpo glorioso.77
Más difícil todavía resulta decidir, a base de los textos bíblicos, si hemos de poner o no ruptura de continuidad entre el mundo actual y el mundo futuro. Hay textos, como 2 Pe 3:10-13, que parecen suponer ruptura; otros, en cambio, más bien parecerían insinuar lo contrario (Rom 8:20-22; Ef 1:10; Col 1:20). La Iglesia no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Act 3:21) y cuando junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanzará su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1:10; Col 1:20; 2 Pe 3:10-13) 78. La dimensión cósmica de la redención, pero recalcando al mismo tiempo que, en esa futura renovación, el ser humano es el personaje central. No concreta más. En apoyo de sus afirmaciones da tres citas bíblicas: Ef 1:10; Col 1:20; 2 Pe 3:10-13. Pero es de notar que la última fue añadida a última hora a petición de algunos Padres; y, como consta en las Actas, se admitió no sea que citando únicamente Ef 1:10 y Col 1:20 parezca que favorecemos la opinión de aquellos que creen que este mundo actual ha de pasar a la gloria.7 9
El problema de la incredulidad judía. Cuando Pablo, hacia el año 58, escribe la carta a los Romanos, las comunidades judío-cristianas iban, cada vez más, perdiendo importancia, al tiempo que permanecía fuera de la Iglesia la gran masa del pueblo judío. En cambio, las comunidades étnico-cristianas se multiplicaban por todas partes. Era un hecho que el cristianismo, con todas sus riquezas espirituales, estaba pasando a propiedad de los gentiles. Problema realmente desconcertante. ¿Qué se ha hecho de la elección y promesas de Dios al pueblo judío durante dos milenios? ¿Es que han fracasado los planes de Dios? ¿Dónde está la fidelidad a sus promesas?
Todos estos problemas bullen en la mente de Pablo mientras escribe los capítulos 9-11 de esta carta. Es probable que por aquellas fechas el hecho de la incredulidad judía fuera tema de frecuentes conversaciones en las comunidades cristianas (cf. 11:17), y ello habría dado pie a Pablo para tratarlo aquí con tanta amplitud. Su exposición está caldeada por la emoción, pues ama con pasión a su pueblo (cf. 9:2-5), cosa que no está reñida con un espíritu abierto y universalista (cf. 1:13-16).
La respuesta de Pablo viene a decir, en sustancia, que Dios no ha faltado a sus promesas (cf. 9:6-7) ni ha abandonado a su pueblo (cf. 11:1-4); y que, aunque de momento sólo un resto ha aceptado el Evangelio (cf. 11:5-7), llegará un día en que todos los judíos se convertirán, lamentándose de haber cedido su puesto a los gentiles (cf. 11:11-12.14-15:26). Con ello y así resume Pablo su pensamiento sobre los planes salvíficos de Dios aparecerá claro que, lo mismo para gentiles que para judíos, la salud no se obtiene simplemente por descendencia carnal, sino que es puro don de la misericordia divina (cf. 11:30-32). En apoyo de sus afirmaciones aludirá Pablo al proceder de Dios en la historia de los patriarcas, eligiendo sólo a uno de sus hijos e incluso sin que sea el primogénito (cf. 9:7-13); es prueba comentará San Pablo de la libertad omnímoda de Dios en su elección, que aparece también en la historia posterior, conforme indican algunos textos de Oseas y de Isaías, sin que nosotros seamos quiénes para pedir cuentas a Dios (cf. 9:14-29). Si de momento la gran masa del pueblo judío ha quedado fuera del Evangelio, ha sido por falta de docilidad al plan de Dios, empeñados en buscar la justicia simplemente por la Ley; de ahí que tropezaran luego con la piedra de escándalo que fue para ellos Jesucristo (cf. 9:30-10:21).
Tal es, en resumen, la respuesta de Pablo al problema de la incredulidad judía. La alegoría del olivo, en que dice son injertados los gentiles, nos ayudará a precisar todavía más su pensamiento en este punto. Es el olivo un árbol muy corriente en Palestina, del que se valen ya Jeremías y Oseas para designar a Israel (cf. Jer 11:16; Os 14:7). Sin embargo, la alegoría de Pablo a base del olivo es mucho más compleja que la de aquellos profetas: la raíz de ese olivo son los patriarcas, portadores de las promesas (cf. 11:16-28); va creciendo el olivo y parte de sus ramas son cortadas (cf. 11:17-20), a fin de injertar otras nuevas tomadas de plantas silvestres (cf. 11:17. 19.24). La lección que pretende sacar San Pablo es clara, y va dirigida sobre todo a los étnicos-cristianos: si Dios pudo realizar con éxito un injerto con ramas silvestres, más fácil le será hacerlo con ramas del propio olivo, actualmente desgajadas. Es lo que sucederá con el Israel incrédulo (cf. 11:24-26).
Hasta aquí todo parece claro. No es ya tan fácil poder precisar cuál es concretamente el pensamiento de Pablo sobre relación entre cristianismo y judaísmo. ¿Forma el cristianismo un nuevo pueblo de Dios que sustituye al antiguo, o existe un único pueblo de Dios, que comenzó con Abraham, y al que luego se han incorporado los gentiles? Ciertas expresiones evangélicas, como les será quitado el reino y dado a las gentes (Mt 21:43; cf. 8:12; Lc 21:24), parecen apoyar lo primero; en cambio, las afirmaciones de Pablo en estos capítulos de la carta a los Romanos más bien parecen insinuar lo contrario. De hecho, así opinan algunos autores, insistiendo en que nunca la Escritura habla de nuevo pueblo de Dios con referencia al cristianismo o de antiguo pueblo de Dios con referencia al judaísmo, como si Dios hubiese tenido dos pueblos 80.
Había teólogos quienes defendían que Israel no sólo había dejado de ser el pueblo elegido, sino que, desde aquel grito revelador su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos (Mt 27:25) sus títulos de privilegio se habían cambiado en títulos de mayor distanciamiento, pasando a ser un pueblo reprobado y maldito de Dios 81. Otros, en cambio, apoyados en las expresiones paulinas, insistían en que los judíos, no obstante su condición mayoritaria de ramas desgajadas, seguían siendo amados de Dios a causa de los padres (11:28) o, lo que viene a ser lo mismo, Dios se mantenía fiel a la elección y continuaba amando a su pueblo (cf. 11:1). Así lo creemos también nosotros.
En efecto, todas esas expresiones peyorativas, que también usa Pablo: se han encallecido.., han caído.., vasos de ira.., ramas cortadas (cf. 9:22; 11:7.12.17), no miran al pueblo como tal, sino a aquella parte de ese pueblo, ciertamente mayoritaria, que no cree, y a la cual por eso le viene sustraído el Reino de Dios y la abundancia de gracia, que se le ofrecían con la venida de Cristo. Pero de ese pueblo ha quedado un resto, al que pertenecen Cristo y los Apóstoles y las más primitivas comunidades cristianas, es decir, el núcleo primero de la Iglesia, que está en absoluta línea de continuidad con el pueblo de Dios veterotestamentarlo; tanto es así, que los judíos que permanecen fuera del Evangelio no son sino ramas desgajadas. Hay, pues, clara diferencia entre los judíos y los otros pueblos paganos en relación con la Iglesia: mientras la entrada de éstos en la Iglesia es considerada como pura misericordia de Dios (cf. 11:18), en la de los judíos entra un nuevo elemento, es, a saber, su precedente elección por parte de Dios, pues los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. 11:29). Podríamos decir, pues, con las debidas matizaciones, que los judíos pertenecen a la Iglesia como miembros por naturaleza o de derecho; de ahí que, cuando se conviertan y crean, no harán sino volver a su lugar, es decir, ser injertados en el propio tronco.
Esto supuesto, tratemos ya de responder a la cuestión de si hemos de considerar o no a la Iglesia como nuevo pueblo de Dios. Si con eso queremos decir que Dios ha tenido dos pueblos, uno primero que rechazó y otro que eligió después en su lugar, con ruptura completa entre ambos, no debemos hablar de la Iglesia como nuevo pueblo de Dios. Esa concepción no es exacta, pues la Iglesia, dentro del plan salvífico de Dios, es continuación legítima y realización plena del pueblo de Dios veterotestamentario.
Sin embargo, la Iglesia no es mera continuación del antiguo pueblo de Dios, pues en su formación entra un elemento nuevo, Cristo, cuya obra es de tal magnitud que hace podamos hablar de fundación nueva sobre Cristo, es decir, de nuevo pueblo de Dios. Cierto que la Escritura no usa nunca dicha expresión, pero sí habla de nueva Alianza (1 Cor 11:25; 2 Cor 3:6; Lc 22:20); y esa nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo, aparece estrechamente vinculada con la idea de nuevo pueblo de Dios, de cuya existencia constituye el fundamento (cf. Heb 8:8-12). En otras palabras, la muerte y resurrección de Cristo introducen características nuevas en la noción misma de pueblo de Dios y en el modo de agregación a él82. Por eso, nada tiene de extraño que la expresión nuevo Pueblo de Dios, aunque no la encontremos en la Escritura, sea corriente en la literatura cristiana 83.
40* La población de Roma, según cálculos de los historiadores, ascendía por entonces al millón de habitantes más o menos, y en su mayor parte no eran nativos de la ciudad. Oigamos el testimonio de Séneca: Aspice agedum hanc frequentiam, cui vix Urbis immensae tecta sufficiunt: máxima pars istius turbae patria caret. Ex municipiis et coloniis suis, ex, toto denique orbe terrarum confluxerunt. Alios adduxit ambitio, alios necessitas officii publi-ci, alios imposita legatio, alios luxuria opportunum et opulentum vitiis locum quaerens, alios liberalium studiorum cupiditas, alios spectacula; quosdam traxit amicitia, quosdam industria lasam ostendendae virtuti nancta materiam; quídam venalem formam attulerunt, quídam venalem eloquentiam. Nullum non hominum genus concucurrit in Urbem et virtutibus et vitiis magna pretia ponentem. lube istos homines ad nomen citari et unde domo quisque sit quaere: videbis maiorem partem esse quae, relictis sedibus suis, venerit in maximam qui-dem ac pulcherrimam urbem, non tamen suam (Consolarte ad Helviam 6:2-3). 41 ist. eccl. 2:14: MG 20:172. También lo repite San Jerónimo: Secundo Claudii im-peratoris anno ad expugnandum Simonem Magnum Romam pergit (De viris illustr. i: ML 23:607). Lo mismo dice Orosio: Exordio regni Claudii Petrus apostolus.. Romam venit et salutarem dictis credentibus fidem fideli verbo docuit (Hist. 7:6:2: ML 31:1072). 42 Clem. Rom., Epist. aá Cor. 5:1-6: MG 1:217.220; Ign. Ant., Epist. ad Rom. 4:3: MG 5:689; Dion. Corint., en Eusebio, Hist. eccl. 2:25:8: MG 20:209; Iren., Adv. haer. 3:1:1: MG 7:844; Clem. Alej., Hypotyp. ad i Petr. 5:14: MG 0:732; Tertul., De bapt. 4: ML i, 1203; orig., en Eusebio, Hist. eccl. 3:1:2: MG 20:216. 43 Ego vero Apostolorum tropaea possum ostendere. Nam sive in Vaticanum, sive ad Ostiensem viam pergere libet, occurrent tibí tropaea eorum qui Ecclesiam illam fundave-runt (en Eusebio, Hist. eccl. 2:25:7: MG 20:209). Cf. M. Guarducci, La tradición de Pedro en el Vaticano a la luz de la historia y de la arqueología (Roma 1963). 44 Cf. S. Frey, Les Communautés juives a Rome aux premiers temps de l'Eglise: Rech. de Science Relig. 21 (1930) 269-297, y 22 (1931) 129-168; id., Bíblica 12 (1931) 129-156. 45 ludaeos impulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit (Vita Claudii 25)· Sobre el sentido de este testimonio, confundiendo Chrestus con Christus, cf. J. Lebreton-J. Zeiller, L'Eglise primitive (París 1934) P-234 46 Cf. K. Lake, The Beginnigs of Christianity, 5, p.459. 47 Expos. in Gal pref. ô: ML 35:2107. 48 Interpr. in Rom. 1:11: MG 82:56. 49 Gf. S. Lyonnet, Les étapes de l'histoire du salut selon l'építre aux Romains (París 1969) p.ii. 50 Gf. A. Feuillet, Le plan salvifique de Dieu d'aprés l'építre aux Romains: Rev. Bibl. (1950) 333-387 y 489-529; S. Lyonnet, Note sur le plan de l'építre aux Romains: Rech. Se. Relig. 39-40 (1951) 301-316; J. Dupont, Le probléme de la structure littéraire de l'építre aux Romains: Rev. Bibl. 62 (1955) 365-397; A. Descamps, La structure de Rom. i-n: Stud. Paul Congr. Intern., vol.I (Roma 1963) p.3-14. 51 Cf. oríg., Comm. in Rom. 10:43: PG 14:1290: Marción.. ab eo loco ubi scriptum est omne autem, quod non est ex fide, peccatum est (14:23), usque ad finem cuneta dissecuit. 52 Gf. T. W. Manson, St. Pauí's Letter to the Romains and the others: Bull of John Ryland's Libr. (1948) 224-240. 53 Gf. J. Dupont, Pour l'histoire de la doxologie finale de l'építre aux Romains: Rev. Bibl. 58 (1948) 3-22. 54 Cf. J. Feuillet, La connaissance naturelle de Dieu parmi les hommes d'apres Rom_1:18-23 : Lum. et. Vie, 14 (1954) 207-224; H. P. Ovven, The Scope o/Natura/ Revelation in Rom. I and Acts XVII: New Test. Studies, 5 (1958-1959) 133-143. 55 Cf. Vatic. I: Denz. n.° 1785-86; Vatic. II, Const. Dei Verbum, n.° 6. 56 Citemos, a modo de ejemplo, estos tres testimonios: Sois hijos del primer hombre, que trajo el castigo de la muerte sobre nosotros y sobre todos sus descendientes que han de venir tras él hasta el fin de las generaciones (R. yehuda, Siphre Deut. 32:33). Y en el Talmud, por lo que se refiere a la persona física de Adán, se dice: El polvo de que fue formado Adán se tomó de todas las partes de la tierra..; el tronco de Babilonia, la cabeza de la tierra de Israel, y las extremidades de los demás países (talmud bab., b. Sanh. 38a-b). Especulaciones similares se hacían sobre su nombre: Yo le asigné un nombre compuesto con las iniciales de los cuatro puntos cardinales: este, oeste, sur y norte (Enoch 30:13). Vemos que la noción de personalidad corporativa, tan arraigada en el pensamiento semita, considerando a jefes o antepasados no simplemente como individuos sino como personajes que encarnan en su persona a toda su comunidad y cuyas acciones repercuten en ésta, es aquí llevada, por lo que se refiere a Adán, a un grado ridículo y extravagante. Sin embargo, la idea de fondo, que no es otra que la idea de personalidad corporativa, es estrictamente bíblica (cf. Gen 9:25-27; 18:20-23; 1 Sam 2:33-34; 1 Re 11:39; Is 5:5-7; Jer 22:18-30). Sobre la idea de personalidad corporativa, con aplicación también al caso de Cristo ( Rom_5:12-21 ; 1 Cor 15:45-49), cf. J. De Fraine, Adam et son lignage. Études sur la notion de person-nalité corporative (Bruges 1959). 57 Denz. n.° 789. Cf. J. Freundorfer, Erbsünde und Erbtod beim Apostel Paulus (Müns-ter 1927); M. Labourdette, Le peché originel et les origines de l'homme (París 1953); A. M. Du-Barle, Le peché originel dans l'Ecriture (París 1958); M. Flick, El pecado original (Barcelona 1961); S. Lyonnet, Le peché originel en Rom. 5:12: Bibl. 41 (1960) 325-355. 58 Cf. A. Hulsbosch, Die Schopfung Cotíes. Schópfung, Sünde und Erlosung im evolu-tionistischen Weltbild (Wien 1965); H. Haag, Biblische Schópfungslehre und kirchliche Erb-sündenlehre (Stuttgart 1966); P. Schoonenberg, L'homme et le peché (París 1967); P. Grelot, Réflexions sur_ le probléme du peché originel (Tournai 1968); B. Van Ïììá, Cuestiones sobre el estado original a la luz del problema de la evolución: Concil. (1967), II, p.47ó-486; G. Baumgartner, El pecado original (Barcelona 1971); S. de carrea, El pecado original en Rom. 5:12-21: Nat. y Grac. 17 (1970) 3-31; A. de Villalmonte, Adán nunca fue inocente. Reflexión teológica sobre el estado de justicia original: Nat. y Grac. 19 (1972) 3-82. 59 Refiriéndose a la nueva interpretación, escribe Feuillet: Ciertamente suprimimos la dificultad, pero al mismo tiempo traicionamos el pensamiento auténtico de Pablo, si vemos en la caída original una simple expresión, llámese simbólica o mítica, de esta verdad de experiencia corriente y universal: el mal moral no es sólo realizado por cada uno de nos otros.. sino que nos precede, y está caracterizando el ambiente humano en el cual entramos por nacimiento y en dimensión comunitaria.. Como resulta del presente estudio nosotros nos orientamos en un sentido totalmente diferente (A. Feuillet, Le régne de la morí et le régne de la vie: Rev. Bibl. 77, 1970, p.493). En la misma línea se expresa Benoit: Lo hace con ocasión de la reseña que publicó el ,P. de Vaux sobre la obra de H. Haag, Biblische Schópfungslehre.., que ya citamos anteriormente. El P. de Vaux alaba la exposición de Haag, y dice: Estoy completamente de acuerdo con Haag sobre la exégesis de los textos del Génesis; pero añade: Con referencia al pasaje de Rom 5:12-21, dejo el juicio a los exegetas del Nuevo Testamento. Pues bien, allí mismo, en nota, recogiendo la invitación del P. de Vaux, escribe el P. Benoit: Me asoció a la interpretación seguida por la mayoría de los exegetas, y que Haag cree deber impugnar.. Los v.13-14 son para mí ininteligibles, si no quieren decir que, desde Adán a Moisés, los hombres han muerto, no a consecuencia de sus pecados personales, que entonces no eran transgresiones formales, sino a consecuencia de la falta del primer padre. Pablo enseña, pues, según yo creo, una muerte hereditaria debida al pecado original (Rev. Bibl. 76, 1969, p.440). En el mismo sentido se vuelve a expresar (Rev. Bibl. 80 [1973] p.434-436) al reseñar una obra de Lyonnet. Como orientación general en esta materia, pueden verse: A. Martínez Sierra, Problemática en torno al pecado original: Est. ec. 44 (1969) 503-517; M. Labourdette, Le peché originel (bulletin): Rev. Thom. 70 (1970) 277-291. 60 Cf. Ecclesia, n.1397 (6 de julio de 1968) p.ioo?. 60* Cf spir. et littera n : ML 44:211. 61 Hablando de la justificación dice así el concilio: Única causa formalis (iustificationis) est iustitia Dei, non qua ipse iustus est, sed qua nos iustos facit, qua videlicet ab eo donati renovamur spiritu mentís nostrae, et non modo reputamur, sed veré iusti nominamur et su-mus (D 799). Está claro, sin embargo, que el concilio no intenta definir el sentido de la expresión en San Pablo. Lo que el concilio pretende, usando de la terminología entonces corriente, es señalar la verdadera naturaleza de la justificación, rechazando la interpretación protestante de justicia imputada, algo meramente extrínseco, a manera de manto que cubriese nuestra lepra sin curarla. 61* Cf. J. M. Bover, Teología de San Pablo (Madrid 1946) p. 125-132. 62 Cf. S. Lyonnet, Les étapes de l'histoire du salut selon l'építre aux Romains (París 1965) p.25-53; Ídem, De justitia Dei in Epistula ad Romanos: Verb. Dom. 25 (194?) 23-34· n8-121.129-144-193-203.257-263; 42 (1964) 121-152. 63 Cf. Is 46:13: Yo haré que se os acerque mi justicia.., y no tardará mi salvación; 51:5: Mi justicia se acerca, ya viene mi salvación; 56:1: Pronto va a venir mi salvación y a revelarse mi justicia; Sal 40:11: No he tenido encerrada en mi corazón tu justicia, anuncié tu salud y tu redención; Sal 85:6-12: ¿Vas a estar siempre irritado contra nosotros y vas a prolongar tu cólera de generación en generación?.. Brota de la tierra la fidelidad y mira la justicia desde lo alto de los cielos; Sal 98:2-3: Ha mostrado Yahvé su salvación y ha revelado su justicia.. Se ha acordado de su benignidad y de su fidelidad a la casa de Israel; Sal 143:1: Escucha mi plegaria según tu fidelidad, óyeme en tu justicia. 64 Jn Rpm. 1:17: lustitia est Dei, quia quod promisit dedit. Igualmente, In Rom. 3:25: Ad ostensionem iustitiae eius, hoc est, ut promissum suum palam faceret, quo nos a pec-catis liberaret, sicut antea promiserat; quod cum implevit iustum se ostendit (ML 17:56 y 70). 65 En su comentario a Rom 1:17 dice así Tomás: Quod quidem dupliciter potest intelligí: uno modo de iustitia qua Deus iustus est, secundum illud Ps 10: lustus Dominus et iustitias dilexit. Et secundum hoc sensus est quod iustitia Dei, qua scilicet iustus est servando promissa, in eo revelatur.. Vel alio modo, ut intelligatur de iustitia Dei, qua Deus homines iustificat. 66 Creemos que es contrario al pensamiento de San Pablo identificar las expresiones justicia de Dios e ira de Dios, al modo como lo hacen algunos teólogos. Es el caso de R. Garrigou-Lagrange, refiriéndose a Rom 9:22: Si Dios quería manifestar su cólera, es decir, su justicia.. (Dict. théol. cath., art. Predestination col.2954). 67 Admitida esta interpretación, se sigue una consecuencia que juzgamos importante, y es que la justicia de Dios de la carta a los Romanos viene a equivaler prácticamente a la promesa, de que tanto habla Pablo en la carta a los Calatas. Si en esta carta el Apóstol, aunque hable de justicia (2:21; 3:11; 5:5), omitió la expresión justicia de Dios, término ya técnico en el Antiguo Testamento, ello se debió probablemente a que era una carta polémica contra los judaizantes, y había peligro de que interpretaran el término justicia, conforme era corriente en el judaísmo de entonces, como justicia distributiva que da a cada uno según sus obras, consecuencia que a todo trance quería evitar. No era ésa la justicia de Dios, de que se trataba. Por eso prefirió el término promesa, con el que sin lugar a dudas quedaba más clara la gratuidad de la justificación. 68 Hay autores que, incluso supuesta esa acepción del verbo justificar?,creen que existe como fondo una idea forense, ya que la imagen está tomada de la esfera del procedimiento judicial, en el cual el hombre comparece como acusado, ante Dios. Pero tengamos en cuenta que.. la declaración de justo, hecha por el Dios omnisciente y omnipotente, confiere al hombre algo que le libra realmente de la culpa de sus pecados, y lo eleva al estado de justicia, creado y reconocido por el Señor (M. Meinertz, Teología del Í. Ô., Madrid 1963, P-374). Sin embargo, otros creen que nos hallamos frente a un término que San Pablo acomoda a su teología.. creando una nueva acepción: la de hacer justo por gracia, la de crear en el cristiano una participación de la justicia de Dios (L. Gerfaux, El cristiano en San Pablo, Madrid 1965, p.354). En realidad el sentido que da San Pablo a justificar, más que forense, es soíerioíógico, y está en consonancia con la noción de justicia de Dios (= actuación salvífica de Dios), de que ha venido hablando. 69 Cf. L. Cerfaux, El cristiano en San Pablo (Madrid 1965) ñ.356. 70 Ñ. Bonnard, art. justo: Vocab. Bíbl. de v. Allmen, p.175. En la misma línea se expresa F. J. Leenhardt: Guando proclama justo al hombre, Dios crea una situación nueva; introduce al hombre en una relación nueva con él; le concede su favor; le abre el acceso a su comunión, le permite llamarle padre; le reconoce por hijo.. Dios no habla por hablar; cuando habla, obra. La justificación es una palabra de Dios eficaz.. En este sentido, el creyente es una nueva criatura. Lo es, no de manera autónoma, no en sí mismo, no en naturaleza; pero lo es realmente desde que ha sido puesto bajo la acción de la gracia (F. J. Leenhardt, L'ÉpHre de saint Paul aux Romains, Neuchatel-París 1957, p.34). Añadamos este otro testimonio del teólogo luterano W. Lohff: En lo que respecta a la comprensión del Evangelio de la justificación, decisiva entonces para Lutero y los teólogos siguientes.., podemos decir hoy que por los recientes trabajos de la teología católico-romana el núcleo del conflicto puede ya ser considerado casi como superado, tanto más cuanto que también en la tradición reformada la interpretación de la justificación ha seguido evolucionando (W. Lohff, Conc. II [1971] P.66). Quedan, sin embargo, algunos teólogos, como K. Barth, que siguen defendiendo el ex-trinsecismo de la justificación. Con todo H. Küng cree que también K. Barth puede interpretarse en sentido católico (H, küng, La justificación según Karl Barth, Barcelona 1965). 71 Tal es la noción que suelen dar los teólogos de la fe teológica o dogmática, definida así en el Concilio Vaticano I: virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por El ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibidas por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, que ni puede engañarse ni engañar (Denz. n.° 1789). 72 Cf. Const. Dei Verbum, n.° 5. 73 Algunos autores, como el P. Prat, más que hablar de disposición positiva, prefieren hablar de causa instrumental. Otros, como el P. Huby, van todavía más lejos y dicen que la fe plena de que habla S. Pablo, animada por la caridad (fides fórmala), se identifica en realidad con la justicia. En este mismo sentido se expresa R. Baúles: La fe es una aptitud espiritual absolutamente original: el hombre adquiere con ella un poder gracias al cual glorifica a Dios y le hace una total entrega para el futuro. Esta aptitud espiritual es el estado de justicia misma. La justificación no es algo añadido a la fe desde el exterior, sino que es la fe misma: ser justo es ser creyente (R. Baúles, L'Evangile, puissance de Dieu, París 1968, p.150). La relación entre fe y justicia la expresa S. Pablo con la ayuda de diversas preposiciones: åê, åßò, äéá, åðß (cf. 1:17; 3-22.25.30; 4-5; Fil 3:9), cuya misma variedad hace difícil poder concretar cómo concibe él esa relación. Creemos, sin embargo, que Pablo no identifica fe y justicia, sino que concibe la fe más bien como el camino que lleva a la justicia, como su preparación (fides informis), algo que ha venido a sustituir a las obras sobre las cuales pretendía apoyarse la justicia judía. 74 Gf. F. Spadafora, Diccionario Bíblico, art. escatología (Barcelona 1968) p.192. También L. Cerfaux se muestra muy precavido al respecto. Refiriéndose concretamente a Rom_8:18-25 , escribe: El pasaje es patético; no se le ha de interpretar, por lo mismo, sin tener en cuenta la emoción que arrebata a San Pablo. Su interés es la resurrección del hombre, y no el cosmos. La transfiguración del mundo al fin de los tiempos era un lugar común que Pablo utiliza en favor de su teoría de la gloria de los cuerpos resucitados, su gran esperanza (L. Cerfaux, El cristiano en S. Pabío, Madrid 1965, pág. 49). 75 Cf. M. E. Boismard, Eí Prólogo de S. Juan (Madrid 1967) p. 166-167. El P. Boismard cita, a su vez, en el mismo sentido a A. M. Dubarle, Le gémissement des créatures dans I'orare du Cosmos: Rev. Scienc. Phil. Théol. 38 (1954) 445-465. 76 Es claro que, vistas así las cosas, los trabajos mismos del hombre por ir perfeccionan(-)do el mundo material y humanizando sus estructuras adquieren valor de eternidad; el diá(-)logo con los marxistas, cuyo ideal es construir con nuestro esfuerzo el mundo futuro perfec(-)to, resulta más fácil y en gran parte coincidente. Uno de los primeros en ocuparse de este tema fue G. Thils, Teología de las realidades terrenas (Buenos Aires 1948). 77 Cf. S. Lyonnet, Redemptio cósmica secundum Rom 8:19-23: Verb. Dom. 44 (1966) 236 y 238. Véase también E. Rayón Lara, La redención del Universo material: Est. ecl. 45 (1970) 237-252. 78 Cf. Const. Lumen gentium, n.°48. 79 Cf. G. Pozo, Teología del más allá (Madrid 1968) p.130-135. 80 Cf. ph. Menoud, Le peuple de Dieu dans le christianisme primitive: Foi et vie-Cahiers bibliques (París 1965) p.386-400. De la misma opinión es J. M. González Ruiz, Epístola de S. Pablo a los Calatas (Madrid 1964) p. 268-269. 81 Gf. L. M. Carli, La questione giudaica davanti al Conc, Vaticano II: Pal. del Clero, 44 (1965) 185-20382 Gf. J. Munck, Christus und Israel. Eine Auslegung von Rom 9:11 (Copenhague 1956); P. Demann, Lesjuifs. Foi et destinée (París 1961); G. Baum, Les Juifs et l'Evangile (París 1965); R. Schnackenburg-J. DupoNT, La Iglesia como pueblo de Dios: Conc. (1965), I, p.ios-ns; Ë. Âåá, II popólo hebraico nel piano divino della salvezza: Civ. Catt. 116 (1965), IV, p.2og-22g. 83 Cf. Decl. Nostra aetate, n.° 4 y Const. Lumen Gentium, n.° g.
Romanos 4,1-25
Incluso Abraham fue ya justificado por su fe, 4:1-25.
1 ¿Qué diremos, pues, haber obtenido Abraham, nuestro padre según la carne? 2 Porque si Abraham fue justificado por las obras, tendrá motivos de gloriarse, aunque no ante Dios. 3 ¿Qué dice, en efecto, la Escritura? Abraham creyó a Dios, y le fue computado a justicia. 4 Ahora bien, al que trabaja no se le computa el salario como gracia, sino como deuda; 5 mas al que no trabaja, sino que cree en el que justifica al impío, la fe le es computada por justicia. 6 Así es como David proclama bienaventurado al hombre a quien Dios imputa la justicia sin las obras: 7 Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido velados. 8 Venturoso el varón a quien no toma a cuenta el Señor su pecado. 9 Ahora bien, esta bienaventuranza, ¿es sólo de los circuncidados o también de los incircuncisos? Porque decimos que a Abraham le fue computada la fe por justicia. 10 Pero ¿cuándo le fue computada? ¿Cuándo ya se había circuncidado o antes? No después de la circuncisión, sino antes, n Y recibió la circuncisión por señal, por sello de la justicia de la fe, que obtuvo en la incircuncisión, para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados, para que también a ellos la fe les sea computada por justicia; 12 y padre de los circuncidados, pero no de los que son solamente de la circuncisión, sino de los que siguen también los pasos de la fe de nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado. !3 En efecto, a Abraham y a su posteridad no le vino por la Ley la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe. 14 Pues si los hijos de la Ley son los herederos, quedó anulada la fe y abrogada la promesa; 15 porque la Ley trae consigo la ira, ya que donde no hay ley no hay transgresión. 16 Por consiguiente, la promesa viene de la fe, a fin de que sea don gratuito y así quede asegurada a toda la descendencia, no sólo a los hijos de la Ley, sino a los hijos de la fe de Abraham, padre de todos nosotros, 17 según está escrito: Te he puesto por padre de muchas naciones, ante aquel en quien creyó, Dios, que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe. 18 Abraham, contra toda esperanza, creyó que había de ser padre de muchas naciones, según el dicho: Así será tu descendencia, 19 y no flaqueó en la fe al considerar su cuerpo sin vigor, pues era casi centenario y estaba ya amortiguado el seno de Sara; 20 sino que ante la promesa de Dios no vaciló, dejándose llevar de la incredulidad; antes, fortalecido por la fe, dio gloria a Dios, 21 convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido; 22 y por esto le fue computado ajusticia. 23 Y no sólo por él está escrito que le fue computado, 24 sino también por nosotros, a quienes debe computarse; a los que creemos en el que resucitó de entre los muertos, a Jesús, Señor nuestro, 25 que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación.
San Pablo, que gusta de hacer resaltar en cuantas ocasiones se le ofrecen la armonía de ambos Testamentos, se veía casi obligado a tocar este tema de la justificación de Abraham. Era Abraham para los judíos el tipo acabado de hombre justo (cf. Sab_10:5; Ecli 44:20-23; 1Ma_2:52; Jua_8:33.39.52; Stg_2:21-24); si, pues, el principio de justificación por la fe estaba ya atestiguado antes del Evangelio (cf. 3:21.31), preciso era ver qué aplicación había tenido en el caso de Abraham. Es lo que va a hacer San Pablo en este capítulo, con el pensamiento fijo todavía en los judíos (v.1: nuestro padre según la carne), igual que en capítulos anteriores (cf. 2:17; 3:27). Encuentra así en la misma Escritura la prueba bíblica de que Dios nos justifica exclusivamente por la fe.
El sentido general de su argumentación no es difícil de deducir. Reconoce gustoso esa preeminencia de Abraham, como aparece claro de todo el contexto de su exposición; pero insiste en que Abraham ha sido justificado por Dios, no como recompensa o salario de sus obras, sino gratuitamente, a causa de su fe (v.2-5), que es como Dios perdona al pecador, según canta David (v.6-8).
Y por si alguno objetaba que de ahí no podía deducirse ningún principio general de justificación con aplicación también a los gentiles, pues, al fin de cuentas, Abraham y los pecadores a que alude David eran todos judíos, pertenecientes al pueblo de Dios, que llevaban en su carne la marca gloriosa de la circuncisión, San Pablo continuará su argumentación diciendo que la circuncisión no es condición previa ni pudo influir en la justificación de Abraham, pues ésa fue algo que tuvo lugar sólo posteriormente para sello o señal de la justicia de la fe recibida antes; con ello quería Dios presentar a Abraham como padre de todos los creyentes, sean éstos gentiles incircuncisos o judíos circuncisos (v.9-12). Y aún seguirá más adelante con su argumentación, tratando de deshacer otro reparo que podrían proponerle por parte de la Ley. ¿No era ésta una institución divina, que era necesario cumplir para poder participar de las promesas hechas a Abraham de que en él y en su descendencia serían bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gen_12:2-3; Gen_15:4-6; Gen_17:4-5; Gen_22:17-18) y, por consiguiente, para poder entrar en los planes de salud establecidos por Dios? A esta pregunta implícita San Pablo responde que la promesa fue hecha a Abraham y a su posteridad, no por razón de la observancia de la Ley (que todavía no había sido dada, como añadirá en Gal_3:17), sino por razón de su fe; y, por tanto, no es la Ley, sino la fe la que nos convierte en verdadera posteridad de Abraham, dándonos así derecho a participar de la promesa (v.13-17). En Gal_3:16-29 aún precisará más y dirá que esta posteridad de Abraham a la que están hechas las promesas es Cristo; y que es en El (es, a saber: por nuestra incorporación a El mediante la fe y el bautismo) como los seres humanos entramos a formar parte de la posteridad de Abraham y, por tanto, a ser herederos según la promesa. Con esto quedaba terminada prácticamente su exposición. En los versículos restantes, después de ponderar la grandeza de la fe de Abraham (v. 18-22; cf. Heb_11:8-19), recalcará que lo de Abraham no es un caso individual aislado, sino el primer jalón de un orden providencial, el de la justificación por la fe, que Dios establece en el mundo, y que quedará más patente en la época del Evangelio (v.23-25).
Tal es lo que pudiéramos decir el esquema de la argumentación de San Pablo. Hagamos ahora algunas aclaraciones sobre cada uno de los tres puntos en que hemos dividido su argumentación (v.1-8. 9-12.13-17), y también sobre la reflexión final (v.18-25).
No cabe duda que la parte básica es la primera (v.1-8). En ella trata de probar San Pablo que Abraham fue justificado no merced a sus obras, sino merced a su fe, en atención a la cual Dios le concedió gratuitamente el don de la justicia. 98 Le sirve de base la frase de la Escritura: Creyó Abraham a Dios y le fue computado a justicia (v.3.9.22; cf. Gal_3:6), frase que la narración del Génesis pone a raíz de la promesa de posteridad que le hace Dios (Gen_15:6). La expresión le fue computado (Ýëïãßó3ç áýôù) pertenece al lenguaje transaccional, y significa poner a cuenta de, lo que aplicado metafóricamente a la justificación significa que Dios pone a cuenta de Abraham la fe, aceptándola como equivalente de la justicia que le otorga. No intenta decir el autor sagrado que Abraham fuese justificado precisamente en esa ocasión de la promesa de posteridad, pues es claro que le supone ya anteriormente amigo de Dios y, por consiguiente, justo, sino que la reflexión es general, significando con ella cuál es la norma de Dios en la justificación. Sobre el significado de los términos fe, justicia y justificación no hay por qué volver a insistir; San Pablo los ha venido empleando ya en capítulos anteriores, y en el mismo sentido deben tomarse aquí (cf. 1:16-17; 3:21-31). Lo que sí queremos advertir es que, de suyo, la expresión le fue computado no indica necesariamente gratuidad, pudiendo haber equivalencia de valor entre ambos extremos; sin embargo, en este caso de la justicia ciertamente hay gratuidad, y San Pablo la señala expresamente, contraponiendo esta computación de fe por justicia que Dios hace como gracia (êáôÜ ÷Üñéí), a otra computación entre salario y obras realizadas, que sería como deuda (êáôÜ üöåßëçìá). La cita del Sal_32:1-2, que a continuación hace el Apóstol (v.6-8), lleva la misma finalidad, es, a saber, la de mostrar la gratuidad de la justificación del pecador. Hace resaltar San Pablo que ahí el salmista no alude para nada a obras realizadas por el pecador, sino que lo atribuye todo a Dios; lo único personal que el pecador puede aportar es su fe en aquel que puede justificarle (v.5), confesando con su humilde oración la gratuidad de la obra de Dios. La expresión cuyos pecados han sido velados (v.7) equivale al perdonados inmediatamente anterior y al no tomar a cuenta que sigue, según exige el paralelismo de la poesía hebrea; de otros pasajes de San Pablo, como ya hicimos notar al comentar 3:24, se deduce claro que la justificación del pecador no ha de entenderse en sentido de justicia meramente imputada, como interpretaban los antiguos protestantes, sino de verdadera remisión del pecado con renovación interna del alma. Claro es que en el pecado debemos distinguir la ofensa, que es la que queda perdonada, del acto mismo del pecado en cuanto realidad histórica, bajo cuyo aspecto nunca podrá decirse que ese acto no ha sido cometido, una vez cometido, pero es tapado por la mano de la misericordia divina, de modo que se tenga como no hecho.
Por lo que toca a la relación entre justificación y circuncisión (v.8-12), que es lo que constituye la segunda etapa de la argumentación de San Pablo, éste no se contenta con decir que en la justificación de Abraham no pudo influir la circuncisión, puesto que ésta tuvo lugar después que había sido ya justificado (v.9-10), sino que hace resaltar el porqué de esa justificación por la fe antes de la circuncisión, es, a saber, para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados (v.11). ¡Qué humillación para los orgullosos judíos, que tanto se preciaban de ser los hijos de Abraham; (cf. Mat_3:9; Jua_8:33). Las consecuencias eran muy graves, pues si también los incircuncisos podían ser hijos de Abraham, luego podían participar de las bendiciones mesiánicas prometidas a Abraham y a su posteridad, sin necesidad de someterse a la circuncisión ni a la Ley. Y San Pablo sigue aún más adelante con la humillación, añadiendo que Abraham es también padre de los circuncisos, pero a condición de que imiten su fe, aquella precisamente que Abraham demostró antes de estar circuncidado (v.12). ¡Si la circuncisión no va acompañada de esa fe, no da derecho a considerar como padre a Abraham!
Respecto del tercer punto, es decir, relación de la Ley con la promesa (v.13-17), sigue San Pablo en la misma línea de pensamiento. Para que mejor entendamos su argumentación, convendrá que comencemos con algunas observaciones generales. Para los judíos lo que realmente constituía a Israel pueblo de Dios, lo sustantivo y esencial, era la ley de Moisés. Cierto que anterior a la Ley estaba la promesa, en la que Dios había prometido a Abraham que en él y en su descendencia serían bendecidas todas las naciones de la tierra, con alusión evidente a que también la gentilidad participaría de esas bendiciones; pero ello había de ser sometiéndose a la Ley, que, aunque posterior, había venido a completar la promesa, determinando el camino a seguir para poder participar de las bendiciones prometidas a Abraham. Este régimen de la Ley sería mantenido por el Mesías e impuesto a la gentilidad, a fin de que ésta pudiera entrar en los planes de salud señalados en la promesa. Diametralmente opuesta era la concepción de San Pablo. Para el Apóstol, lo realmente sustancial, permanente y definitivo, era la promesa hecha por Dios a Abraham en premio a su fe. Para poder participar de las bendiciones contenidas en esa promesa, de ninguna manera era necesario someterse a la Ley, institución posterior, secundaria y provisional, cuyo único objeto fue el de proteger externamente la transmisión de la promesa hasta el momento de su realización en el Evangelio (cf. Gal_3:24-25), y que, además, enervada por la concupiscencia, se convirtió de hecho en ocasión de transgresiones y en instrumento de pecado (cf. 3:20; 4:15; 5:20; 7:7-17; 1Co_15:56; Gal_3:19). Si la promesa, dice el Apóstol, estuviera vinculada a la observancia de la Ley, o, lo que es lo mismo, si para participar de la promesa hubiera que ser hijo de la Ley (v.14), ello equivaldría a decir que lo que bastó para Abraham no bastaba ya para nosotros y que Dios cambiaba sus planes. En efecto, a Abraham le otorgó Dios la justicia en premio a su fe, y, en atención a esa justicia radicada en la fe, le hizo también la promesa, sin que influyera para nada la Ley (v.13); sin embargo, a nosotros no nos bastaría ya la fe, sino que se nos exigiría la observancia de la Ley, con lo que, además de declarar anulada la eficacia de la fe, en realidad quedaba también abrogada la promesa (v.14), pues lo que se había concedido para Abraham y su descendencia por pura liberalidad, en premio a la fe, sin más condiciones, quedaba vinculado a que observáramos o no observáramos la Ley, cuya consecución deberíamos merecer con nuestras obras, dejando de ser un don gratuito de Dios. Teniendo en cuenta, además, que la Ley, convertida de hecho en ocasión de transgresiones (v.15), lejos de ser una nueva garantía para el cumplimiento de la promesa, más bien había de resultar un obstáculo para que Dios siguiese manteniendo esa promesa. Por el contrario, si no hay Ley, es decir, si la promesa está hecha de modo absoluto, sin condicionarla a la observancia de una ley, no puede haber transgresiones que impidan a Dios el cumplimiento de la promesa (v.15). Es el caso de la fe (v.16-17). La frase llama a lo que no existe como si existiera (v.17) alude sin duda a la llamada creadora de Dios, haciendo resaltar el poder omnímodo de sus actuaciones. No es claro si el sentido es comparativo o consecutivo: llamar a lo que no es como a lo que es, o llamar a lo que no es para que sea. En cualquier caso la idea central permanece la misma, y Pablo sigue en la perspectiva bíblica de que el mundo no existe de suyo, sino que ha sido llamado a la existencia por Dios (cf. Gen_1:1; 2Ma_7:28).
Y llegamos a la reflexión final (v. 18-25). La analogía que San Pablo establece entre nuestra fe y la de Abraham es perfecta. En ambos casos se trata de la misma fe, sumisión y abandono total en manos de Dios poderoso para dar vida a los muertos (v.17.19.24), fe que, lo mismo a Abraham que a nosotros, por pura liberalidad divina, se nos toma a cuenta de justicia (v.22.24). La única diferencia está en que para Abraham y para los justos, en general, del Antiguo Testamento, el objeto de esa fe eran las divinas promesas, que todas se concentraban en el Mesías (cf. 2Co_1:20; Gal_3:16), mientras que para nosotros, en el Nuevo Testamento, el objeto de la fe es ese Mesías, muerto ya y resucitado, en quien el Padre puso la salud del mundo (cf. 3:21-26). La frase resucitado para nuestra justificación (v.25) no es del todo clara. San Pablo establece, desde luego, una clara relación entre nuestra justificación y la resurrección de Jesucristo, como la establece con su pasión y muerte en el inciso anterior, al decir que fue entregado por nuestros pecados. Pero ¿cuál puede ser el influjo de la resurrección de Jesucristo en nuestra justificación? Entendemos perfectamente el de la pasión y muerte, causa meritoria de nuestra justificación; mas con la resurrección no podía ya merecer, habiendo terminado su tiempo de fiador. Algunos autores, siguiendo a San Juan Crisóstomo, dicen que, desde el punto de vista soteriológico, muerte y resurrección forman un todo inseparable y constituyen un único acto redentor en su doble aspecto, negativo y positivo, de modo que los efectos de la redención pueden atribuirse indistintamente a uno u otro de los aspectos; si San Pablo atribuye la remisión de nuestros pecados a la muerte de Cristo, y la justificación a su resurrección, ello no significa que muerte y resurrección hayan de considerarse separadamente como dos causas distintas, pues también los efectos que se les atribuyen, remisión de pecados y justificación, no son dos realidades diferentes, sino una realidad con dos aspectos, negativo y positivo. Todo esto es verdad; pero creemos que no acaba de explicar la frase de San Pablo. Desde luego, resultaría extraño que el Apóstol hubiera invertido los términos y hubiera dicho: entregado para nuestra justificación y resucitado por nuestros pecados. Por eso, debemos buscar alguna ulterior explicación. Ni parece bastar lo de que Cristo en su resurrección es causa ejemplar o tipo de la nueva vida del cristiano justificado; si nos quedamos con esto solo, parece claro que restamos vigor a la frase del Apóstol: resucitado para nuestra justificación. San Agustín, y con él otros muchos autores, buscan la explicación de esa frase en el hecho de que la resurrección de Cristo es el principal motivo de credibilidad y como fundamento de nuestra fe, sin la cual no hay justificación. Su razonamiento es más o menos así: Si Cristo no hubiera resucitado, aunque con su pasión y muerte hubiéramos quedado redimidos, nosotros no hubiéramos creído en El; mas, al resucitar, creímos, y de esa fe nos vino la justificación. Tampoco esta explicación parece dar razón completa de la expresión del Apóstol. Creemos que, en el pensamiento de San Pablo, la conexión entre resurrección de Jesús y justificación humana no debe reducirse a un lazo meramente extrínseco, en cuanto que aquélla es el principal motivo de credibilidad, sino que se trata de algo más íntimo, que pudiéramos concretar diciendo que, según los planes divinos, es en el momento de la resurrección cuando Cristo comienza a ser espíritu vivificante para la humanidad (1Co_15:45), haciendo participar a los seres humanos de esa plenitud de vida sobrenatural, de que El estaba lleno desde un principio, pero cuya comunicación a la humanidad exigía como condición previa su muerte y resurrección (cf. Jua_16:7; Rom_6:4; Rom_8:9-11; 1Co_5:17).
Como muy bien dice el P. Prat, la resurrección de Cristo no es una simple recompensa otorgada a sus méritos, ni solamente un apoyo de nuestra fe y una prenda de nuestra esperanza; es un complemento esencial y una parte integrante de la misma redención
Podríamos decir, usando terminología de Cerfaux, que por la resurrección de Cristo entran en acción en este mundo los acontecimientos escatológicos prometidos y aguardados. 100 Cristo resucitado, primicias de los que duermen (1Co_15:20), arrastra en pos de sí a toda la humanidad hacia la justicia y la vida, de forma parecida a como Adán la había arrastrado al pecado y a la muerte (cf. Rom_5:12-21). En su resurrección la humanidad, alejada de Dios por el pecado, sufre una verdadera transformación, real y jurídica, volviendo a la comunión y amistad con Dios.
Hagamos una última observación. En todo este capítulo referente a la justificación de Abraham, San Pablo se vale de varios textos del Génesis (Gen_15:5.6; Gen_17:5), cuyo sentido literal histórico no parece llegar tan lejos como el Apóstol da a entender (v.3.17.18). Realmente es muy difícil suponer que el redactor del Génesis, al componer su libro, pensase en ese valor universal del creyó Abraham a Dios y le fue computado a justicia, como expresión de la economía que Dios inauguraba de justificación por la fe, de modo que, como dice el Apóstol, no sólo por Abraham, sino también por nosotros esté escrito que la fe le fue computada a justicia (v.23-24); ni en esa posteridad innumerable que había de proceder de Abraham, no precisamente por vía de generación carnal, sino por vía de fe, mediante nuestra incorporación a Cristo, de modo que, como dice el mismo Apóstol, los nacidos de la fe, ésos son los hijos de Abraham (v.16; cf. Gal_3:7). Sin embargo, ¿qué duda cabe que cuando el autor sagrado, bajo la inspiración, consignaba en la Sagrada Escritura aquellas frases, todo eso estaba en la mente de Dios y a eso principalmente miraba? Tendríamos, pues, aquí, al igual que en otras citas del Apóstol (cf. 1:17), un sentido literal, sí, pero más allá del que veían e intentaban los autores sagrados del Antiguo Testamento. Es el principio, recordado en varios lugares (cf. 15:4; 1Co_9:9-10; 1Co_10:1-11), de que todo lo que hay en la Escritura no mira sólo a los personajes concretos a quienes de modo directo se refiere, sino que está dicho para nosotros.