Hechos 2 Sagrada Biblia (Nacar-Colunga, 1944) | 47 versitos |
1 Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar,
2 se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso, que invadió toda la casa en que residían.
3 Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos,
4 quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les movía a expresarse."
5 Residían en Jerusalén judíos, varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo,
6 y habiéndose corrido la voz, se juntó una muchedumbre que se quedó confusa al oírlos hablar cada uno en su propia lengua.
7 Estupefactos de admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos?
8 Pues ¿como nosotros los oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido?
9 Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia,
10 Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos,
11 judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios.
12 Todos, atónitos y fuera de sí, se decían unos a otros: ¿Qué es esto?
13 Otros, burlándose, decían: Están cargados de mosto.
14 Entonces se levantó Pedro con los once y, alzando la voz, les habló: Judíos y todos los habitantes de Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras.
15 No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues no es aún la hora de tercia;"
16 esto es lo dicho por el profeta Joel:
17 “Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, | y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, | y vuestros jóvenes verán visiones, | y vuestros ancianos soñarán sueños;"
18 Y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días | y profetizarán.
19 Y haré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra, | sangre y fuego y nubes de humo.
20 El sol se tornará tinieblas | y la luna sangre, [ antes que llegue el día del Señor, grande y manifiesto.
21 Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará.”
22 Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis,
23 a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de los infieles.
24 Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuera dominado por ella,
25 pues David dice de El: “Traía yo al Señor siempre delante de mí, porque El está a mi derecha, para que no vacile.
26 Por esto se regocijó mi corazón y exultó mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza.
27 Porque no abandonarás en el Ades mi alma, ni permitirás que tu Santo experimente la corrupción.
28 Me has dado a conocer los caminos de la vida, y me llenarás de alegría con tu presencia.”
29 Hermanos, séame permitido deciros con franqueza del patriarca David, que murió y fue sepultado, y que su sepulcro se conserva entre nosotros hasta hoy.
30 Pero, siendo profeta y sabiendo que le había Dios jurado solemnemente que un fruto de sus entrañas se sentaría sobre su trono,
31 le vio de antemano y habló de la resurrección de Cristo, que no sería abandonado en el Ades, ni vería su carne la corrupción.
32 A este Jesús le resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.
33 Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó, según vosotros veis y oís.
34 Porque no subió David a los cielos, antes dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra
35 Hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies.”
36 Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado.
37 En oyéndole, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?
38 Pedro les contestó: Arrepentios y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo.
39 Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos, y para todos los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro.
40 Con otras muchas palabras atestiguaba y los exhortaba diciendo: Salvaos de esta generación perversa.
41 Ellos recibieron su palabra y se bautizaron, y se convirtieron aquel día unas tres mil almas.
42 Perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan y en la oración.
43 Se apoderó de todos el temor a la vista de los muchos prodigios y señales que hacían los Apóstoles:
44 y todos los que creían vivían unidos, teniendo sus bienes en común;"
45 pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno.
46 Día por día, todos acordes acudían con asiduidad al templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón,
47 alabando a Dios en medio del general favor del pueblo. Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos.

Patrocinio

 
 

Introducción a Hechos

Times New Roman ;;;;;

Los Hechos de los Apóstoles.

Introducción.

Idea general del libro.
En los manuscritos griegos antiguos suele aparecer este libro bajo el título de ÐñÜîåéò áðïóôüëùí, ï sea, Hechos de Apóstoles; algunos manuscritos añaden el artículo, Hechos de los Apóstoles, y otros ponen simplemente Hechos. En los manuscritos latinos es llamado Actus Apostolorum, o también Acta Apostolorum. 1 Títulos de esa clase estaban entonces muy en uso en la literatura helenística. Así, tenemos las ÐñÜîåéò ÁëåîÜíäñïõ, de Galístenes; y las ÐñÜîåéò 'Áííßâá, de Sósilo. No se trataba en estos libros de presentar una biografía o historia completa del personaje aludido (Alejandro o Aníbal), sino simplemente de recoger las gestas más señaladas; es precisamente lo que hace también Lucas respecto de los personajes por él elegidos, los apóstoles. Claro que, en realidad, el título no corresponde del todo al contenido, pues, de hecho, Lucas apenas habla de otros apóstoles que de Pedro y Pablo; pero todo da la impresión de que Lucas presenta a los apóstoles como colegio (cf. 1:2.26; 2:14; 5:18; 6:2; 8:14; 9:27; 11:1; 15:2), de ahí que le baste con detenerse en sus portavoces y figuras capitales 2.
El libro es de importancia suma para la historia del cristianismo, pues nos presenta a éste en ese momento clave en que comienza a desarrollarse.
Con razón se ha dicho que este libro es como una continuación de los Evangelios y una prolusión a las Epístolas. En efecto, los Evangelios terminan su narración con la muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo; a su vez, las Epístolas (paulinas y católicas) suponen ya más o menos formadas las comunidades cristianas a las que van dirigidas; pues bien, a llenar ese espacio intermedio entre Evangelios y Epístolas, hablándonos de la difusión del cristianismo a partir de la ascensión del Señor a los cielos, viene el libro de los Hechos.
El tema queda claramente reflejado en las palabras del Señor a sus apóstoles: Descenderá el Espíritu Santo sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra (1:8). En efecto, a través del libro de los Hechos podemos ir siguiendo los primeros pasos de la vida de la Iglesia, que nace en Jerusalén y se va extendiendo luego gradualmente, primero a las regiones cercanas de Judea y Samaría y, por fin, al mundo todo. Esta salida hacia la universalidad implicaba una trágica batalla con el espíritu estrecho de la religión judía, batalla que queda claramente reflejada en el libro de los Hechos y que pudo ser ganada gracias a la dirección y luces del Espíritu Santo, como constantemente se va haciendo notar (cf. 6:1-14; 11:1-18; 15:1-33).
Tan en primer plano aparecen las actividades del Espíritu Santo, que no sin razón ha sido llamado este libro, ya desde antiguo, el evangelio del Espíritu Santo 3. Apenas hay capítulo en que no se aluda a esas actividades, cumpliéndose así la promesa del Señor a sus apóstoles de que serían bautizados, es decir, como sumergidos en el campo de acción del Espíritu Santo (1:5-8). Con su efusión en Pentecostés se abre la historia de la Iglesia (2:4.33), interviniendo luego ostensiblemente en cada una de las fases importantes de su desarrollo (cf. 4:8-12; 6:5; 8:14-17; 10:44; 11:24; 13:2; 15:8.28). El es quien ordena (8:29; 10:19-20; 13:2; 15:28), prohíbe (16:6-7), advierte (11:27; 20:23; 21:11), da testimonio (5, 32), llena de sus dones (2:4; 4:8.31; 6:5.10; 7:55; 8:17; 9:17. 31; 10:44; 11:15; É3:9·52; 19:6; 20:28), en una palabra, es el principio de vida que anima todos los personajes. Los fieles vivían y como respiraban esa atmósfera de la presencia del Espíritu Santo. Por eso, como la cosa más natural, dirá San Pedro a Ananías que con su mentira ha pretendido engañar al Espíritu Santo (5:3); y como la cosa más natural también, San Pablo se extrañará de que en Efeso unos discípulos digan que no saben nada de esas efusiones del Espíritu Santo (19:2-6). Tan manifiesta era su presencia en medio de los fieles, que Simón Mago trata de comprar por dinero a los apóstoles ese poder con que, por la imposición de manos, comunicaban el Espíritu Santo (8:18).
Atendiendo a la materia misma del libro, más bien que a posibles intenciones del autor, de interpretación siempre problemática, podemos distinguir tres partes:
I. La Iglesia en Jerusalén (1:1-8:3). - Ultimas instrucciones de Jesús (1:1-8). - En espera del Espíritu Santo (1:9-26). - La gran efusión de Pentecostés (2:1-41). - Vida de los primitivos fieles (2:42-47). - Actividades de los apóstoles y persecución por parte del Sanedrín (3:1-5:42). - Elección de los siete diáconos y martirio de Esteban (6:1-7:60). - Dispersión de la comunidad jerosolimitana (8:1-3).
II. Expansión de la Iglesia fuera de Jerusalén (8:4-12:25). - Predicación del diácono Felipe en Samaría (8:4-25). - Bautismo del eunuco etíope (8:26-40). - Conversión y primeras actividades de Saulo (9:1-30). - Gorrerías apostólicas de Pedro (9:31-43). - Conversión en Cesárea del centurión Cornelio (10:1-11:18). - Fundación de la iglesia de Antioquía (11:19-30). - Persecución de la iglesia en Jerusalén bajo Herodes Agripa (12:1-25).
III. Difusión de la Iglesia en el mundo grecorromano (13:1-28, 31). - Bernabé y Saulo, elegidos para el apostolado a los gentiles (13:1-3). - Viaje misional a través de Chipre y Asia Menor (13:4-14:20). - Regreso de los dos misioneros a Antioquía (14:21-28). - El problema de la obligación de la Ley discutido en Jerusalén (15:1-29). - Alegría de los fieles antioquenos por la solución dada al problema (15:30-35)· - Segundo gran viaje misional de Pablo, que, atravesando Asia Menor y Macedonia, llega hasta Atenas y Corinto (15:35-18:17). - Regreso a Antioquía (18:18-22). - Tercer gran viaje misional, con parada especial en Efeso (18:23-19:40). - Sigue a Macedonia y Grecia, regresando luego a Jerusalén (20, i-21:16). - Pablo es hecho prisionero en Jerusalén (21:17-23:22). - Su conducción a Cesárea, donde permanece dos años preso (23, 23-26:32). - Conducción a Roma, donde sigue preso otros dos años (27:1-28:31).
Como fácilmente podrá observarse, en las dos primeras partes, el personaje central es Pedro, y el marco geográfico queda limitado a Jerusalén, extendido luego, en la segunda parte, a Palestina y Siria; en cambio, la tercera parte tiene por personaje central a Pablo, rompiendo definitivamente con ese marco geográfico limitado de las dos primeras partes para llegar hasta Roma, capital del mundo gentil.
No se nos da, pues, una historia completa de los orígenes de la difusión del cristianismo. De hecho, nada se dice de las actividades de la gran mayoría de los apóstoles, e incluso respecto de Pedro se guarda absoluto silencio por lo que toca a su apostolado fuera de Palestina. Tampoco se dice nada de la fundación de ciertas iglesias importantes, como la de Alejandría o la de Roma, cuya fe cristiana es ciertamente anterior a la llegada de San Pablo a esa ciudad. Incluso queda también en penumbra el origen de las iglesias de Galilea (9:31), que sigue siendo un enigma. Recientes tentativas han querido vincularlas a la vida pública de Jesús o a las apariciones en Galilea. Nada podemos decir con certeza; pero, a pesar de sus lagunas, ningún otro libro nos ofrece un cuadro tan completo, dentro de lo que cabe, de la vida de la Iglesia primitiva en sus dogmas, en su jerarquía y en su culto.

Autor.
La cuestión de autor puede decirse que no ha sido discutida hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX. Unánimemente se consideró siempre a Lucas, compañero y colaborador de Pablo (cf. Gol 4:14; Flm_1:24; 2 Tim 4:11), como autor del libro de los Hechos. Tenemos de ello testimonios explícitos a partir de mediados del siglo II, pertenecientes a las más diversas iglesias, prueba inequívoca de una tradición más antigua, que se remonta hasta las mismas fechas de la composición del libro 4.
De otra parte, el análisis del libro nos confirma en la misma idea. Nótese, en primer lugar, que el libro se presenta como complemento a otra obra anterior sobre los hechos y dichos de Jesús y está dedicado a Teófilo (1:1-2); pues bien, ese libro anterior no parece pueda ser otro sino el tercer evangelio, dedicado también al mismo personaje (cf. Lc 1:1-4). Además, un examen comparativo de ambos libros bajo el aspecto lexicográfico y de estilo nos lleva claramente a la misma conclusión; dicho examen ha sido hecho repetidas veces por autores de las más diversas tendencias, dando siempre como resultado una interminable lista de palabras y construcciones gramaticales comunes, que revelan ser ambas obras de un mismo autor, el cual ha empleado en ellas su habitual patrimonio lingüístico, diferente siempre del de cualquier otro escritor5. Incluso, al igual que en el tercer evangelio (4:38; 5:18; 22:44), también en los Hechos encontramos términos más o menos técnicos de carácter médico (cf. 3:7; 9:18; 28:8). Todo ello prueba que es uno mismo el autor de ambas obras; de donde, si el autor del tercer evangelio es Lucas, ese mismo ha de ser también el de los Hechos, y los argumentos en favor de la paternidad lucana del tercer evangelio pasan, ipso fació, a ser argumentos en favor de la paternidad lucana de los Hechos.
A este mismo resultado, sin salimos del examen interno del libro, podemos llegar también por otro camino, tomando como punto de partida las secciones nos o pasajes en primera persona de plural. Esos pasajes aparecen de improviso en la trama lógica de la narración (16:10-17; 20:5-15; 21:1-18; 27:1-28:16), presentándose el narrador como compañero de Pablo, presente en los acontecimientos allí descritos. Pues bien, si examinamos, a través de Hechos y Epístolas, quiénes fueron los compañeros de Pablo durante los períodos a que se refieren las secciones nos, fácilmente llegará también a la conclusión de que, entre esos compañeros, únicamente Lucas pudo ser el autor de dichas narraciones. En efecto, quedan excluidos Sópatros, Aristarco, Segundo, Gayo, Timoteo, Tíquico y Trófimo, pues todos éstos se separan de Pablo antes de llegar a Tróade y, sin embargo, la narración prosigue en primera persona de plural (20:4-6); queda también excluido Silas, pues éste acompañaba ya a Pablo desde Antioquía al comenzar su segundo viaje apostólico (cf. 15:40), mientras que la narración en primera persona de plural no comienza hasta que llegan a Tróade (16:10). Además le excluimos, e igualmente a Tito, porque ni Silas ni Tito parece que acompañaran a Pablo en su viaje a Roma, donde nunca aparecen con él, y, sin embargo, la narración está hecha en primera persona de plural (27:1-28:16). Por el contrario, de Lucas, no mencionado nunca por su nombre en los Hechos, igual que Juan en el cuarto evangelio, sabemos ciertamente que estaba con Pablo en Roma durante la cautividad que siguió a este viaje (Col 4:14; Flm_1:24), de donde cabe concluir que él es el compañero y colaborador de Pablo que se oculta bajo esa primera persona de plural de las secciones nos.
Esto supuesto, es fácil ya dar el salto a todo el libro. Para ello bastará demostrar que las características de lengua y estilo propias de las secciones nos se encuentran igualmente en las restantes páginas de los Hechos; de ser ello así, como pacientes y minuciosos exámenes comparativos han demostrado, lógicamente cabe deducir que el autor que habla en primera persona en las secciones nos es el mismo que habla en tercera en el resto del libro. El cambio de persona se explica sencillamente porque Lucas, autor del libro, con perfecta unidad de plan desde un principio, ha querido indicar de este modo ser testigo ocular de algunos de los hechos que narra. Incluso es posible, conforme expondremos luego al hablar de la cuestión de las fuentes, que esas secciones nos sean una especie de diario de viaje, redactado precedentemente e incorporado luego al libro sin cambio siquiera de persona.
De hecho, que Lucas sea el autor de este libro sigue afirmándose, no sólo por la inmensa mayoría de los autores católicos (Jacquier, Wikenhauser, Pirot, Ricciotti, Renié, Dessain, Cerfaux), sino también por bastantes críticos acatólicos (Harnack, Weiss, Zahn, Ramsay, Blass, Dibelius, Trocmé..)· Sin embargo, otros muchos (Schleiermacher, Baur, Welhausen, Norden, Goguel, Windisch, Haenchen, Kümmel..) niegan abiertamente a Lucas la paternidad del libro de los Hechos. Dicen que Lucas no puede ser autor del libro, al menos del libro en su conjunto, pues hay en él narraciones que suponen un largo proceso de evolución, como son todas las que se refieren a milagros e intervenciones sobrenaturales; éstas se habrían ido formando poco a poco entre el pueblo, y habrían sido recogidas más tarde por un autor desconocido, que habría sido, valiéndose de documentos de diversa procedencia, el autor del libro. Ni hay inconveniente en admitir, según muchos de ellos, que alguno o algunos de esos documentos tengan por autor a Lucas 6.
En apoyo de esta tesis, se insistirá luego mucho en ciertas diferencias entre Hechos y Epístolas paulinas, lo que daría claramente a entender que no puede tratarse de un compañero y colaborador de Pablo, como se supone que fue Lucas. Esas diferencias no se refieren sólo al aspecto histórico, con noticias relativas a la vida de Pablo (cf. Act 15:1-29 = Gal 2:1-14), sino también al aspecto teológico, con concepciones radicalmente opuestas a las del Apóstol7. Y así, mientras en Act 17:22-31 se presupone una teología natural que permite disculpar la ignorancia religiosa de los paganos, en Rom 1:18-32 se les hace inexcusables; igualmente, mientras en varios pasajes de los Hechos se presenta a un Pablo con absoluta fidelidad a la Ley judía (16:3; 21:24-26; 22:3; 24:14-16; 26:4-7), en sus Cartas sostiene él la tesis contraria (Rom 2-7; Gal 3-4; Flp_3:2-10). Lo mismo se diga respecto de la cristología; pues, mientras en los Hechos tenemos una cristología de clara marca adopcionista (cf. 2:36; 5:31; 13:19-37), en las Cartas el título Hijo de Dios incluye la preexistencia y tiene carácter metafísico (cf. Rom 1:3; 8:3; Gal 1:16; 4:4).
Por lo que se refiere a la unidad de estilo entre las secciones nos y el resto del libro, niegan que de ahí se deduzca que hayamos de identificar necesariamente ambos autores, el del libro y el de las secciones nos; pues dicha unidad puede muy bien ser debida al redactor final, que habría revestido de su propio estilo las narraciones todas del libro, incluso las que procedían de ese documento o secciones nos, especie de diario de viaje, escrito por alguno de los acompañantes habituales de Pablo 8. Por lo demás, para muchos críticos actuales, ese diario de viaje o documento primitivo no sólo incluiría las secciones nos, sino otros muchos relatos referentes a la actividad misional de Pablo, lo cual explicaría también en gran parte la unidad literaria entre las secciones nos y el resto del libro 9.
¿Qué pensar de todo esto? Comencemos con una observación de carácter general. Nuestra actitud al estudiar el libro de los Hechos no puede ser nunca la misma, querámoslo o no, que la de quien considera lo sobrenatural como inconciliable con el pensamiento científico moderno. Unos y otros podremos recorrer juntos grandes trozos de camino y buscar fuentes, influjos de acá o de allá, intenciones apologéticas del autor..; pero hay un punto en que no podemos coincidir, y es el de que muchos críticos dan por descartado que el hecho milagroso pueda ser históricamente real, y nosotros, aunque nos tachen de hipocríticos, ni podemos ni debemos descartar esa hipótesis, que por otra parte parece obvio que fuera la primera en considerar. Esto hará que la problemática no sea siempre la misma para nosotros y para ellos, al estudiar determinadas narraciones del libro de los Hechos y el largo proceso de evolución que dicen suponer.
A este respecto nos parece muy acertada la observación de M. Zervvik, al reseñar una obra de G. Lohfink sobre los relatos de la conversión de San Pablo. Dice el P. Zervvik que, si somos sinceros, reconoceremos que incluso nosotros, hijos de nuestro tiempo, parece que sentimos cierta aversión a explicar los hechos por la intervención divina. No negamos que esa intervención pueda darse, pero preferimos, un poco pudorosos, explicar todo basándose en tradiciones oscuras, que se desarrollan bajo estos o aquellos influjos. Y añade: en modo alguno negamos que tales evoluciones se han dado muchas veces, y en ocasiones pueden tocarse hasta casi con las manos; de ahí la legitimidad, o mejor, la necesidad del método morfocrítico.. Pero, a veces, ¿no resulta mucho más lógico explicar el hecho por la intervención milagrosa? La objeción que aquí hacemos, concluye Zervvik, non est principii, sed applicationis vel potius formae mentís 9*.
Por lo que respecta ya concretamente a las diferencias entre Hechos y Pablo, no debemos exagerar. Con mucha razón escribe E. Trocmé: Estas diferencias son importantes y sería absurdo negarlo. Pero hay que decir que con bastante frecuencia han sido ridiculamente exageradas, sobre todo por los críticos, que, como los de la escuela de Tubinga, se forjaban una falsa idea de Pablo y de su teología. La enérgica reacción de Harnak, no obstante sus excesos tuvo el mérito de poner las cosas en su sitio. Nadie sostiene hoy día que el libro de los Hechos nos dé una imagen de la vida del Apóstol de los gentiles radicalmente incompatible con la que nos dan las Cartas. 10 Así lo creemos también nosotros, y en su lugar respectivo del comentario lo iremos haciendo notar. Lo que sucede es que Lucas en los Hechos y Pablo en las Cartas cuentan las cosas cada uno según su punto de vista, que no siempre es idéntico, y recogen precisamente aquellos datos que más interesan a la finalidad que pretenden, sin que por eso falten a la verdad histórica. Si el Pablo de las Cartas parece haber roto radicalmente con su pasado judaico, mientras que el de los Hechos sigue mostrando veneración hacia la Ley, téngase en cuenta que en las Cartas, a veces, abiertamente polémicas, Pablo trata de defender la pureza del Evangelio contra las teorías judaizantes y, por consiguiente, la imagen formada a base de sólo esos pasajes, tiene que resultar necesariamente unilateral. En ocasiones, también el Pablo de las Epístolas muestra gran amor hacia su pueblo (cf. Rom 9:1-5; 11:1-36; 2 Cor 11:18-22) y sabe hacerse judío con los judíos (1 Cor 9:20).
Por lo demás, el hecho de esas diferencias, más que restar valor, confirma la tesis de la paternidad lucana del libro; pues sería realmente inexplicable que un autor posterior anónimo, sin vinculación alguna con el Apóstol ni con los acontecimientos, hubiera obrado tan independientemente de la perspectiva que presentan las Cartas paulinas.
Por lo que se refiere al otro aspecto de la cuestión, es a saber, atribuir a la fuente primitiva y a la habilidad del redactor final la unidad de estilo entre las secciones nos y el resto del libro, nos parece una hipótesis sin base ninguna sólida. Lo más obvio es atribuir toda la obra a Lucas, compañero de Pablo, como desde el principio nos vienen diciendo los testimonios de la tradición. Además, si es que el redactor final del libro no fue testigo ocular y retocó sin escrúpulo alguno sus fuentes, ¿cómo explicar que conservara las secciones nos en primera persona de plural? Creemos que el empleo de ese nosotros, trátese simplemente de procedimiento literario o de que se recoge un documento anterior, no tiene otra explicación sino la de que quien escribió el pasaje fue testigo ocular de los acontecimientos descritos.

Fecha del libro.
Este punto de la fecha de composición del libro, una vez admitido que el autor es Lucas, es realmente de importancia muy secundaria. Lo verdaderamente importante es el hecho de que lo escribiera Lucas, contemporáneo de los hechos que narra, y de muchos de ellos testigo ocular; el que lo escribiera unos años antes o unos años después no afecta en nada al valor de la narración. De ahí que no se aluda siquiera a ello en los testimonios externos antiguos referentes al autor del libro de los Hechos.
Nuestra única base de argumentación ha de ser el examen interno del libro, cosa que vamos a hacer a continuación.
Ante todo, notemos que este libro está escrito después del tercer evangelio, al cual se hace explícita alusión (1:1); y que el tercer evangelio, según tradición antiquísima sólidamente documentada, es posterior cronológicamente al de Marcos, y éste, a su vez, al de Mateo. Si supiéramos, pues, la fecha de composición de los tres primeros evangelios, tendríamos ya un dato positivo, al menos como término a quo, para comenzar a buscar la fecha de composición de los Hechos; pero desgraciadamente, a pesar de los numerosos estudios hechos a este respecto, la fecha exacta de composición de los Evangelios sigue siendo bastante problemática, hasta el punto de que es corriente entre los autores proceder a la inversa, es decir, establecer primero la fecha de composición de los Hechos y luego yendo hacia atrás, deducir la fecha de composición de los Evangelios 11. Hay que buscar, pues, otro camino.
Un indicio no despreciable de que la fecha de composición del libro de los Hechos hay que ponerla bastante temprano podemos verlo en el hecho de que la perspectiva de la narración en los capítulos 11-15, Por lo que se refiere a ciertos episodios de la vida del Apóstol, difiere bastante de la de las Epístolas paulinas, lo que da claramente a entender que Lucas no utilizó estas Epístolas para la composición de su libro, sin duda porque, aunque tuviese conocimiento de su existencia, no pudo tenerlas a mano por no haber sido aún coleccionadas y difundidas por las diversas iglesias. Claro que la conclusión deducida de este hecho no puede ser sino bastante genérica. Hay un indicio que puede ayudarnos a concretar más, y es la manera como se habla de Jerusalén y de los judíos, en general, sin que se deje traslucir por ningún lado la gran catástrofe del año 70. Esto, desde luego, sería muy difícil de explicar si el libro hubiera sido compuesto después de esa fecha; tanto más que la destrucción de Jerusalén y del templo le habría ofrecido a Lucas un eficaz argumento en apoyo del universalismo cristiano y de la abrogación de la Ley mosaica. ¿Cómo, en tantas ocasiones como se le presentaban, no iba a hacer alguna alusión?
Todavía podemos descender más. En el verano del año 64 estalla en Roma el terrible incendio que destruyó diez de las catorce regiones o distritos de la ciudad. Como es sabido, se echó la culpa a los cristianos y, a partir de ese momento, comenzaron las persecuciones por parte de las autoridades imperiales contra la nueva religión; pues bien, si el libro de los Hechos hubiera sido escrito después de esa fecha del 64, es muy difícil que, con alguna referencia o alusión, no se dejara traslucir ese estado de ruptura con el imperio, al que, por el contrario, en el libro de los Hechos se presenta siempre en plan benévolo, que permite incluso a Pablo predicar libremente durante su prisión. Esto parece exigir para la composición del libro de los Hechos una fecha anterior al verano del 64; lo cual podemos ver confirmado en un nuevo indicio; es, a saber, la manera como se nos transmite el discurso de Mileto, con la predicción de Pablo de que no volvería a Efeso (20:25), predicción que luego fue desmentida por los hechos, cosa que Lucas, sin duda, no habría dejado de observar, si hubiese escrito después de la vuelta del Apóstol a Asia.
Queda todavía otro dato, que muchos consideran decisivo en orden a determinar la fecha de composición de este libro. Nos referimos al modo brusco como termina la narración (28:30-31), sin que se nos diga cuál fue el resultado de la causa de Pablo. Este silencio, dicen, no tiene explicación si, cuando se escribió el libro, había terminado ya el proceso en Roma y estaba fallada la causa; por consiguiente, la fecha de composición ha de ponerse al final de la primera cautividad romana de Pablo, cuando éste llevaba ya dos años en prisión (28:30), pero aún no había concluido el proceso; concretamente, a fines del 62 o principios del 63.
Esta manera de interpretar el final de los Hechos ha sido la tradicional desde tiempos ya de Eusebio y San Jerónimo. La Comisión Bíblica la recoge como iure et mérito retinenda. Sin embargo, esa interpretación ha comenzado a ser puesta en duda por parte también de autores católicos (Wikenhauser, Dupont, Boismard..), que buscan otra explicación a ese final12. Anteriormente, algunos críticos como F. Spitta y Th. Zahn, explicaban ya ese silencio de Lucas sobre el resultado del proceso de Pablo, no porque éste no hubiera tenido ya lugar, sino porque Lucas pensaba escribir un tercer libro (cf. el ðñþôïò y no ðñüôåñïò de Act 1:1), que habría de comenzar precisamente en ese punto de la vida de Pablo.
Desde luego, la interpretación tradicional no parece resolver el problema de ese silencio de Lucas sobre el proceso de Pablo. ¿Por qué no aguardó a que terminara el proceso ? ¿Es que tenía apuro para que su libro sirviera algo así como de defensa forense en el juicio? Pero ni el libro tiene carácter de defensa forense, ni se explicaría por qué Lucas habría esperado a que pasasen dos años enteros de prisión (28:30), cuando el desenlace era ya algo previsto (cf. Fil 1:25; 2:24; Film 22). Por lo demás, siempre quedaba el recurso de haber completado siquiera brevemente el libro después. Más bien creemos que es otra la explicación. En efecto, todo da la impresión de que, cuando Lucas terminó su libro, Pablo no estaba ya preso. La misma expresión permaneció dos años enteros en la casa que había alquilado (28:30), da claramente a entender que al escribir Lucas esa frase, la situación de Pablo ya había cambiado. Creemos que, si no se detiene a narrar el proceso de Pablo, no es porque pensara escribir otro libro, hipótesis para la que no hay base alguna, sino sencillamente por razones literarias de composición. Con la llegada de Pablo a Roma, centro del mundo gentil, quedaba concluido el plan que se había propuesto de narrar la historia de la difusión del cristianismo hasta hacerse religión universal (cf. 1:8); si termina de modo vago, sin detallar el apostolado de Pablo durante esos dos años, es porque quiere despedir así genéricamente a su personaje, para no verse como obligado a continuar la historia del Apóstol, de modo parecido a como había hecho con Pedro, al terminar la primera parte de los Hechos (cf. 12:17). Ni es cierto que Lucas no diga nada del resultado de la causa de Pablo, pues conforme explicaremos al comentar Act 28:30-31, la expresión dos años enteros (äéåôßá) vendría a significar, en fin de cuentas, que Pablo consiguió la libertad después de un bienio de prisión, que parece ser era el plazo máximo de una detención preventiva. Con todo, aunque de este final de la narración nada pueda deducirse en orden a la fecha de composición del libro, sí que podrá hacerse a base de las otras razones antes apuntadas: modo de hablar de Jerusalén, de las autoridades romanas, de la predicción de Pablo en su discurso de Mileto. Todo ello da a entender que el libro de los Hechos debe estar escrito poco después de haber terminado el proceso de Pablo en Roma y antes de que, hacia el año 64, emprendiera de nuevo sus viajes por Oriente.

La cuestión de las fuentes.
Aparte los hechos de los que el mismo Lucas pudo ser testigo ocular, es evidente que en el libro de los Hechos, particularmente en los quince primeros capítulos, hay muchos episodios que Lucas sólo pudo haber conocido a través de información ajena. ¿Será posible determinar la naturaleza de esas fuentes o medios de información?
Comencemos por afirmar que, hablando en teoría, las informaciones podían llegar a Lucas por tres caminos: conversaciones directas con testigos oculares (Pedro, Pablo, Juan, Santiago, Felipe..), tradiciones orales sueltas, de acá o de allá, en torno a determinados episodios, y documentos escritos. Es muy probable que de los tres modos el autor del libro de los Hechos, con su acostumbrado afán de búsqueda y seriedad (cf. Lc 1:3), se haya procurado sus informaciones. Todo da la impresión, dado el vocabulario diferente de algunas perícopas e incluso ciertas frases-puente para unir unas narraciones con otras (cf. 6:7; 9:31; 12:24), de que Lucas recogió en su libro narraciones que provenían de diversas partes, cuyos vestigios se dejarían traslucir gracias a la fidelidad con que, dentro de cierta libertad de adaptación y encuadramiento en el conjunto, las habría reproducido. Es muy posible que las narraciones de los c.1-5, en que el horizonte está limitado a Jerusalén y al templo, provengan de fuentes judío-cristianas conservadas en la comunidad de Jerusalén; por el contrario, lo relativo a los orígenes de la iglesia de Antioquía (11:19-30; 13:1-3), y quizás también a la institución de los diáconos y a la conversión de Saulo (c.6-7 y 9), en que el punto de vista es ya mucho más universalista, se conservara en Antioquía, ciudad que sirvió como de centro de operaciones en los grandes viajes apostólicos de San Pablo, con una comunidad cristiana muy floreciente, de la que parece era originario San Lucas. Lo relativo a los hechos de Felipe (c.8) y a los viajes misionales de Pedro (10:1-11:18), es posible que proceda de Cesárea, en la que residió Felipe (cf. 21:8) y en la que tuvo lugar la conversión de Cornelio (cf. 10:1).
Claro que en todo esto, si tratamos de aquilatar, apenas podremos salir del terreno de las conjeturas. Hasta no hace muchos años esta cuestión de las fuentes estaba muy en primer plano entre los críticos. Hablaban unos (B. Weiss, F. Spitta, Feine, Knopf) de dos fuentes principales: judiopalestinense y paulina; otros (A. Hilgenfeld, C. Ciernen) distinguían tres: petrina, helenista y paulina, o también (A. Harnack, K. Lake): cesariense-jerosolimitana, antioquense-jerosolimitana y paulina; ni faltaban (A. Loisy, H. Sahlin) quienes preferían hablar de un proto-Lucas, que habría servido de base al autor posterior de nuestro libro, o decían (C. Torrey) que la primera parte del libro era una traducción casi literal de una fuente aramea, hecha por el mismo autor que redactó la segunda parte.
Hoy las cosas han cambiado. Aparte los pasajes de las secciones nos, problema a que aludiremos luego, la cuestión de las fuentes se da por insoluble y, consiguientemente, inútil de tratar. Así lo reconoce E. Trocmé, uno de los últimos críticos que han escrito sobre el tema. Como muy bien ha demostrado F. C. Burkitt - dice - es inútil tratar de llegar a través del texto de los Hechos hasta el de sus fuentes. El autor de ad Theophilum no copia con suficiente fidelidad ni el marco de conjunto ni los relatos ni los discursos que encuentra ante sí, de modo que podamos confiar en reconstruir palabra por palabra los documentos que ha utilizado, a no ser de manera muy hipotética y parcial. 13 Es lo mismo de que nos advierte también J. Dupont: Hoy ya no se admite que sea posible discernir los diversos documentos que sin duda servirían de base a la redacción de la primera parte de los Hechos. Escepticismo sobre la cuestión de las fuentes: he ahí la impresión de conjunto. 14
Hay, sin embargo, unos pasajes sobre los que, dentro del ámbito del problema de las fuentes, se sigue escribiendo mucho. Son los pasajes o secciones nos, a que ya aludimos más arriba al tratar del autor del libro. La explicación tradicional es la de que con ese nosotros Lucas, autor del libro, ha querido señalar discretamente su presencia entre los compañeros de viaje del Apóstol. Es ésta precisamente una de las puebas que hemos alegado en favor de la paternidad lucana del libro. Fue F. Schleiermacher, a principios del siglo pasado, quien primeramente, de manera explícita, atacó la opinión tradicional, afirmando tratarse de una fuente o documento redactado en primera persona de plural por un compañero de Pablo y recogido luego tal cual por el autor posterior del libro de los Hechos 15. Es la teoría que hizo suya la escuela de Tubinga (Baur, Holsten..) Y que ha sido también sostenida por otros críticos. A esta teoría dio un duro golpe A. Harnack en los estudios anteriormente aludidos, asegurando que las secciones nos no difieren nada, ni por la forma ni por el fondo, del resto del libro.

Valor histórico del libro.
En las numerosas referencias que los escritores cristianos, ya desde los primeros siglos, han venido haciendo al libro de los Hechos, siempre fue considerado como libro histórico, que nos transmite datos y noticias fidedignas sobre la Iglesia primitiva. Ello es natural. Pues todo da la impresión de que el libro de los Hechos, atribuido a Lucas, quiere ser una obra histórica: el estilo sobrio de sus narraciones, los innumerables datos personales y geográficos, el conjunto todo de sus modos de información, es el que compete a los libros de esta clase.
Sin embargo, a lo largo ya de todo el siglo XIX, a este libro de los Hechos, que evidentemente respira sobrenaturalismo, se le ha negado mucho de su valor histórico no sólo en lo relativo a hechos milagrosos, sino también en otros muchos datos. Como motivos de duda, aparte la razón general de falta de espíritu crítico en los antiguos, se aduce el hecho del carácter apologético del libro y el estar compuesto basándose en fuentes irresponsables más o menos legendarias. En un principio, con la escuela de Tubinga en cabeza, se insistió sobre todo en el primer aspecto, considerando este libro como una apología o escrito tendencioso, que desfigura los hechos reales; más tarde, con representantes tan caracterizados como Harnack y Welhausen, se insistió más bien en lo de las fuentes de diversa procedencia, y que el autor del libro, para muchos ciertamente no Lucas, habría ido combinando en orden al plan que se propuso.
Actualmente, desde hace algunos años, sin dejar de tener en consideración los dos capítulos anteriores, la cuestión del valor histórico del libro es presentado por los críticos bajo un nuevo enfoque. En efecto, ha comenzado a aplicarse al estudio de este libro el método de la Formgeschichte, que desde hace ya más tiempo venía aplicándose al estudio de los Evangelios; es decir, se insiste en el origen y evolución de los diversos relatos (Formgeschichte), y al mismo tiempo en la parte que hay que atribuir al autor del libro con su mentalidad y sus preocupaciones (Redaktionsgeschichte). En general, ha sido abandonada la idea de señalar fuentes concretas, y se habla más bien de relatos breves, aislados, que llegan al autor del libro en forma oral y a veces quizá escrita; el único documento que sobrepasaría el nivel de narración popular por su longitud y por su contenido sería el célebre diario de viaje de la segunda parte del libro, del que ya tenemos noticia, por haberlo tratado antes. Esta doble corriente de ideas, la que procede del autor y la que procede de la tradición, es la que explicaría por qué el autor del libro de los Hechos ha podido, no obstante su admiración por Pablo, no aparecer demasiado influenciado por el pensamiento de éste y ofrecer a sus lectores una mezcla de cristología arcaica y de teología helenística. Así se expresan, omitiendo diferencias de detalle, M. Dibelius, W. L. Knox, W. G. Kümmel, E. Haenchen, H. Con-Zelmann, M. Wilkens.
Es evidente que, vistas así las cosas, el valor histórico del libro de los Hechos sufre un duro golpe. ¿Hay base suficiente para ser tan radicales? Tratemos primeramente de concretar, basándose en indicios positivos, el carácter literario del libro.
Ya el título mismo, Hechos de los Apóstoles, debe ponernos en la pista. Conforme expusimos al principio de esta introducción, este título ciertamente es muy antiguo y probablemente fue puesto por el mismo Lucas. Al igual que en los Hechos de Alejandro o en los de Aníbal, no se trata de una historia seca y fría de los acontecimientos, sino de recoger las gestas más señaladas a las que se procura dar cierto dramatismo con una evidente intención apologética. Basta leer, por ejemplo, la narración de la conversión de Cornelio (10:1-11; 18) o las de la conversión de Saulo (9:1-25; 22:1-21 y 26:1-32) o el discurso de Esteban (7:1-60) para darnos cuenta de ello. Todo el libro de los Hechos, lo mismo en su primera parte (1-12), verdadero mosaico de episodios de toda suerte, que en la última (13-28), restringida prácticamente a los viajes apostólicos de Pablo, deja traslucir claramente la existencia de un hilo conductor: poner de relieve el desarrollo progresivo del cristianismo bajo la guía del Espíritu Santo. Es lo que insinúa ya el autor desde ' un principio (cf. 1:8). Estamos convencidos de que no atender a esto, al utilizar como datos históricos las narraciones de este libro, puede llevar a falsas deducciones. Es muy probable que ciertos silencios, como el del incidente de Antioquía (cf. Gal 2:1-14) o el de la hostilidad contra Pablo en Galacia y Corinto (cf. Gal 5:7-12; 2 Cor 10:8-11), se deba precisamente a que el relato de esos episodios no interesaba para el plan del libro; al contrario, otros episodios, como el de la conversión de Pablo o el del concilio de Jerusalén, serán puestos muy de relieve.
Este carácter histórico-apologético del libro, reflejado en el mismo tenor de las narraciones e insinuado ya en el título, es algo que incluso deberíamos dar por supuesto, dado cómo el mismo Lucas define su Evangelio (cf. Lc 1:1-4), del que el libro de los Hechos es presentado como complemento (cf. Act 1:1). En efecto, dice que con su Evangelio trata de instruir a Teófilo sobre los hechos y dichos de Jesús para que conozca la firmeza (ÜóöÜëåéóí) de la doctrina que ha recibido (Lc 1:4); y que lo va a hacer a base de una búsqueda minuciosa (áêñéâþò) y exhaustiva (ðÜóéí) sobre los acontecimientos tal como han sido transmitidos por los que desde el principio fueron testigos oculares (áõôüôôôïá) y ministros de la palabra (Lc 1:2-3). Los términos no pueden ser más expresivos. Es el lenguaje mismo de los historiadores clásicos que, para corroborar la verdad de sus relatos, comienzan manifestando su método de trabajo 18.
Hay, sin embargo, en esas líneas una expresión que nos obliga a ser muy cautos: ministros de la palabra. Ello quiere decir que los informes de Lucas han sido sí transmitidos por testigos oculares, pero lo han sido en el marco de una predicación y con un fin apologético doctrinal. Y si esto dice de su primer libro, sobre los hechos y dichos de Jesús, es obvio que apliquemos eso mismo al segundo, que se presenta como complemento, y en el que sigue informando a Teófilo sobre cuanto aconteció después de desaparecido el Maestro.
Conforme a lo dicho, es claro que lo que sobre todo interesa a Lucas es el mensaje religioso. Más que a los hechos en sí, Lucas atiende a presentarlos como testimonio de la verdad de la Revelación. Incluso es posible que el acontecimiento histórico, al igual que sucede en las narraciones de los Evangelios, haya sido coloreado con matices teológicos de época posterior, bien por el mismo Lucas, bien en el curso ya de la tradición. Sin embargo, nada de todo esto da derecho a suponer que Lucas desfigura sustancialmente los hechos. Cierto que la finalidad de su libro no es propia y directamente histórica, sino más bien apologético-doctrinal, pero siempre con base en la historia; procede basándose en hechos históricos, realmente acaecidos, no basándose en hechos inventados con un fin tendencioso.
Hay autores (F. Overbeck, O. Pfleiderer, J. Weiss, A. Loisy, B. S. Easton) que concretan esa finalidad apologética del libro de los Hechos en que habría sido escrito en orden a conseguir de las autoridades romanas que la religión cristiana fuese considerada religión lícita, con los privilegios concedidos ya de antiguo al judaísmo; otros (M. Aberle D. Plooij, H. Sahlin) consideran más bien este libro como una apología destinada a convencer a las autoridades romanas, que a la sazón estarían estudiando el proceso de Pablo en Roma, de que el Apóstol no era culpable de ningún delito político. Creemos que no hay base alguna para tales teorías; pues, en ese caso, ¿a qué detenerse a narrar tantos acontecimientos y episodios que nada tendrían que ver con esas finalidades? Menos aún tiene base alguna en el libro la vieja tesis de la escuela de Tubinga (Baur, Hausrath, Holsten, Hilgenfeld), según la cual los Hechos escritos en el siglo n serían una apología totalmente tendenciosa, donde se presenta a Pedro y a Pablo artificiosamente unánimes, con la única finalidad de fomentar la conciliación entre las dos facciones existentes todavía entonces, la petrina (judaizante) y la paulina (universalista).
Esta teoría, que consiguió en su tiempo bastantes adeptos entre los críticos, ha sido prácticamente abandonada. Se reconoció pronto que ese supuesto antagonismo entre petrinismo y paulinismo, que habría dividido a la Iglesia primitiva, no tenía la importancia ni la extensión que se le quería atribuir. La finalidad apologética que persigue el libro de los Hechos creemos que es de carácter más general y está ya insinuada lo mismo en el texto de Lc 1:4: .. para que conozcas la firmeza de la doctrina que has recibido, que en el de Act 1:8: seréis mis testigos en Jerusalén.. y hasta el extremo de la tierra. En concreto: poner de relieve, con base en la historia, el progresivo desarrollo del cristianismo hasta hacerse religión universal.
Para esta base en la historia, Lucas se hallaba en inmejorables condiciones. En efecto, toda la segunda parte del libro (13-28) tiene por protagonista a Pablo, que Lucas mismo acompañó en muchos de sus viajes. En cuanto a la primera parte (1-12), los acontecimientos quedaban más lejos, y Lucas hubo de valerse sin duda de informaciones ajenas; no es de extrañar, pues, que, en general, haya menos precisión, faltando sobre todo las indicaciones cronológicas, a excepción de un único caso, en 11:26. Cierto que apenas podemos precisar nada sobre cuáles fueran concretamente esas fuentes de información de Lucas; pero, procedan de aquí o de allí las fuentes, es claro que, a poca distancia aún de los hechos narrados, con su acostumbrado afán histórico (cf. Lc 1:3), Lucas estaba en condiciones de juzgar de esas fuentes, tratando de combinarlas con sus indagaciones y noticias personales, ordenándolas y encuadrándolas en el plan de su obra. La extraordinaria precisión, contra lo que muchos se habían imaginado, al hablar de procónsules en Chipre y Acaya (13:7; 18:12), de asiarcas en Efeso (19:31), de pretores en Filipos (16:20), de politarcas en Tesalónica (17:6), de primero en Malta (28:7), que los recientes descubrimientos arqueológicos han demostrado, son buena prueba de la escrupulosa exactitud con que Lucas procedía. Igual se diga de su descripción de la vida en Atenas (17:16-34) y de la del viaje marítimo hasta Roma, cuya precisión y exactitud, hasta en los menores detalles, han sido reconocidas umversalmente por los entendidos en estas materias. Vale la pena reproducir aquí el testimonio del gran arqueólogo inglés Sir William Ramsay, después de largos y prolongados viajes en Oriente y de minuciosísimas investigaciones: Podéis escudriñar las palabras de Lucas más de lo que se suele hacer con cualquier otro historiador, y ésas resistirán firmes el más agudo examen y el más duro tratamiento, siempre a condición de que el crítico sea persona versada en la materia y no sobrepase los límites de la ciencia y de la justicia. 18*

Los discursos.
Dentro de este capítulo sobre el valor histórico de los Hechos, es necesario que nos refiramos a toda una serie de discursos que Lucas consigna en su libro, poniéndolos en boca de Jesús, de Pedro, Esteban, Pablo y Santiago (cf. 1:4-8.15-22; 2:14-40; 3:12-26; 4:8-12; 5:29-32; 7:2-53; 10:34-43; 13:16-41; 15:7-21; 17:22-31; 20, 18-35; 22:1-21; 24:10-21; 26:1-29). Algunos de estos discursos son directamente apologéticos en favor del Cristianismo o de Pablo (cf. 22:1-21); otros, de carácter más bien misional (cf. 13:16-41); y otros, en fin, parecen dedicados a poner de relieve un determinado momento histórico (cf. 7:2-53). Son discursos que se hallan perfectamente enmarcados en la trama del libro, y constituyen para nosotros una fuente de valor inapreciable en orden a conocer el pensamiento teológico de los primitivos cristianos. En estos últimos años se ha discutido mucho sobre estos discursos y la parte que en ellos haya de atribuirse al autor del libro 19. El punto de arranque de la cuestión, sobre todo para aquellos discursos que Lucas inserta en momentos clave de la historia del cristianismo, ha sido la comparación con la historiografía antigua. Es sabido, en efecto, que los historiadores clásicos (Tucídides, Jenofonte, Tito Livio) suelen, intercalar en sus narraciones discursos libremente compuestos por ellos. Esos discursos propiamente hablando no son históricos, puesto que no fueron de hecho pronunciados por los personajes en cuya boca se ponen; pero sí lo son en cuanto que el historiador trata de reflejar en ellos con absoluta fidelidad las ideas del personaje en cuestión en aquel momento histórico. Con ello, sin que pierda la historia en exactitud, gana en vida y animación. ¿Habrá que aplicar esto mismo o algo parecido a los discursos de Lucas en los Hechos? Algunos críticos lo afirman, apoyados en que no pocos de estos discursos aparecen como fuera de contexto y más que dirigidos a los oyentes de entonces parecen dirigidos a los lectores del libro. Así, por ejemplo, el largo discurso de Esteban dentro de una escena tan tumultuosa (7:2-53) o el importante discurso de Pablo en Atenas, donde tan escasos resultados obtiene (17:22-32). Más que pertenecer a aquellas situaciones concretas, parece que estos discursos estuvieran puestos ahí por conveniencias del plan de la obra: el primero, para presentar las causas concretas del rechazo de Israel en un momento en que la nueva religión va a salir hacia el gentilismo; y el segundo, porque convenía que fuera precisamente en Atenas, capital del mundo culto, donde el cristianismo se enfrentara con la sabiduría pagana.
Algo semejante habría que decir del discurso de Cristo, revelando las intenciones divinas respecto de la fundación del Reino (1:4-8), y del de Pedro subrayando la importancia de los doce (1:15-22).
Es precisamente en los discursos donde muchos críticos actuales suelen poner la aportación principal que hace a su libro el autor de los Hechos. Para algunos (Dodd, Dibelius, Trocmé), estos discursos, aunque redactados por Lucas y distribuidos por él libremente acá y allá, serían un reflejo de la predicación cristiana primitiva, lo mismo por su contenido que por su terminología, de que encontramos también vestigios en las cartas paulinas (cf. 1 Cor 11:23-26; 15:3-7; Rom 11:1-5); para otros (Haencken, Conzelmann, Evans) se trataría, más que de concepciones de la Iglesia primitiva, de concepciones lucanas.
Debemos reconocer que una respuesta tajante y definitiva sobre la parte que haya de atribuirse a Lucas no es posible. Por supuesto, a nadie se le ocurrirá sostener que se trata de reproducciones literales de discursos así pronunciados; pero eso no significa que hayamos de pasar al otro extremo y decir que son simplemente invenciones literarias de Lucas. Afirmar que esos discursos no encajan en el contexto resultará siempre una afirmación bastante problemática, en la que influye mucho lo que cada uno vaya buscando. Tampoco vemos motivo para quedarnos en la actitud de aquellos críticos que consideran esos discursos como un reflejo de los diversos tipos de predicación cristiana primitiva, pero que Lucas habría vinculado por su cuenta a determinados nombres (Pedro, Esteban, Pablo) y a determinadas circunstancias. Más bien creemos que, en cuanto al fondo, se trata de discursos realmente pronunciados' en esas circunstancias en que se ponen, cuyo resumen conservado por tradición oral o, a veces, incluso escrita, Lucas recogió en su libro, dentro de cierta libertad de redacción, al igual que habría hecho con otras tradiciones. En los discursos mismos hay señales claras de autenticidad. Así, en los discursos de Pedro encontramos algunas expresiones típicas (cf. 2:23; 5:30; 10:28), que sólo volvernos a encontrar en sus epístolas (1 Pe 1:2; 2:24; 4:3); y más claro aún es el caso de los discursos de Pablo, cuyo contenido y expresiones ofrecen sorprendentes puntos de contacto con sus cartas (cf. 17, 23 = 2 Tes 2:4; 20:20 = 1 Cor 10:33; 20:28 = Fil 1:1; 20:32 = Ef 1:18).
En resumen, si Lucas atribuye esos discursos a determinados personajes y en determinadas circunstancias, no vemos por qué no admitirlo así. No se trata de que sea una reproducción literal del discurso; basta que lo sea en cuanto al fondo. Tampoco vemos dificultad en que Lucas, en conformidad con el plan que se ha propuesto para su libro, elija precisamente este o aquel momento para situar un discurso que, en lo sustancial, habría sido pronunciado también en otras ocasiones por el mismo personaje. Tal sería, por ejemplo, el caso del discurso de Pablo en Atenas (Act 17:22-31), cuyas ideas básicas fueron seguramente el nervio de la predicación del Apóstol ante auditorio gentil y, consiguientemente, repetidas muchas veces.

El texto.
El texto del libro de los Hechos, como en general el de los libros del Nuevo Testamento, ha llegado a nosotros con numerosas variantes de detalle; pero, mucho más que en los otros libros, estas variantes acusan aquí la existencia de dos formas textuales bien definidas que, aunque no se contradicen, son fuertemente divergentes entre sí. La una está representada por los más célebres códices griegos (B, S, A, C, H, L, P), así como por el papiro Chester Beatty (P45). Es la que vemos usan los escritores alejandrinos, como Clemente y Orígenes, y a partir del siglo IV puede decirse que se hace general, no sólo entre los Padres orientales, sino también entre los latinos. Suele denominarse texto oriental, y es el de nuestra Vulgata y el que suelen preferir las ediciones críticas actuales. La otra está representada por el códice D, así como por la antigua versión siríaca y las antiguas latinas anteriores a la Vulgata. También la encontramos en algunos antiguos papiros griegos (P38 y P58). Es la que vemos usan los Padres latinos antiguos, como Ireneo, Tertuliano y Cipriano; de ahí, la denominación de texto occidental.
Muchos de sus elementos añadidos dan la impresión de no ser sino simples paráfrasis o explicaciones del texto (oriental), para hacerlo más inteligible y fluido o para hacer resaltar alguna idea doctrinal; pero, a veces, se trata de variantes que aportan nuevos datos al relato y lo hacen más vivo y pintoresco. Así, por ejemplo, en 12:10: bajaron los siete peldaños; 19:9: de la hora quinta a la hora décima; 20:15: nos quedamos en Trogilio; 28:16: el centurión entregó los presos al estratopedarco. En alguna ocasión, la variante occidental cambia totalmente el sentido respecto de la oriental; así en el decreto apostólico (15:20.29), donde el texto occidental da al decreto un carácter moral que no tiene en el texto oriental.
Mucho se ha venido discutiendo sobre cuál de estas dos formas textuales, la oriental o la occidental, responde mejor al texto primitivo de Lucas. Es curiosa a este respecto la hipótesis propuesta por F. Blass en 1894, y que luego han defendido también otros. Según este autor, ambas formas textuales, la oriental y la occidental, se remontarían hasta Lucas, el cual primeramente habría escrito para los fieles de Roma el texto que hoy llamamos occidental, y luego, estando en Oriente, habría hecho una nueva redacción en forma más concisa, destinada a Teófilo, que sería el texto que hoy llamamos oriental.


Fuente: Biblia Comentada, Profesores de Salamanca (BAC, 1965)

Patrocinio

Notas

Hechos 2,1-47

Venida del Espíritu Santo en Pentecostés, 2:1-13.
1 Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar, 2 se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso, que invadió toda la casa en que residían. 3 Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, 4 quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les movía a expresarse. 5 Residían en Jerusalén judíos, varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, 6 y habiéndose corrido la voz, se juntó una muchedumbre que se quedó confusa al oírlos hablar cada uno en su propia lengua. 7 Estupefactos de admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos? 8 Pues ¿como nosotros los oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? 9 Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, 10 Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, u judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios. 12 Todos, atónitos y fuera de sí, se decían unos a otros: ¿Qué es esto? i3 Otros, burlándose, decían: Están cargados de mosto.

Escena de enorme trascendencia en la historia de la Iglesia la narrada aquí por San Lucas. A ella, como a algo extraordinario, se refería Jesucristo cuando, poco antes de la ascensión, avisaba a los apóstoles de que no se ausentasen de Jerusalén hasta que llegara este día (cf. 1:4-5). Es ahora precisamente cuando puede decirse que va a comenzar la historia de la Iglesia, pues es ahora cuando el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre ella para darle la vida y ponerla en movimiento. Los apóstoles, antes tímidos (cf. Mat_26:56; Jua_20:19), se transforman en intrépidos propagadores de la doctrina de Cristo (cf. 2:14; 4:13-19; 5:29).
Es probable que este hecho de Pentecostés haya sido coloreado en su presentación literaria con el trasfondo de la teofanía del Sinaí y quizás también con la de la confusión de lenguas en Babel, a fin de hacer resaltar más claramente dos ideas fundamentales que dirigirán la trama de todo el libro de los Hechos, es a saber, la presencia divina en la Iglesia (v.1-4) y la universalidad de esta Iglesia, representada ya como en germen en esa larga lista de pueblos enumerados (v.5-13). El trasfondo veterotestamentario se dejaría traslucir sobre todo en las expresiones ruido del cielo.., lenguas de fuego como divididas.., oía hablar cada uno en su propia lengua, máxime teniendo en cuenta las interpretaciones que a esas teofanías daban muchos rabinos y el mismo Filón 29.
Pero, haya o no-trasfondo de narraciones veterotestamentarias en su presentación literaria, de la historicidad del hecho no hay motivo alguno para dudar. Veamos cuáles son las afirmaciones fundamentales de Lucas.
Se comienza por la indicación de tiempo y lugar: el día de Pentecostés, estando todos juntos.. (v.1). Esa fiesta de Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías llamadas de peregrinación, pues en ellas debían los israelitas peregrinar a Jerusalén para adorar a Dios en el único y verdadero templo que se había elegido. Las otras dos eran Pascua y los Tabernáculos. Estaba destinada a dar gracias a Dios por el final de la recolección, y en ella se le ofrecían los primeros panes de la nueva cosecha. Una tradición rabínica posterior añadió a este significado el de conmemoración de la promulgación de la Ley en el Sinaí; y, en este sentido, los Padres hablan muchas veces de que, así como la Ley mosaica se dio el día de Pentecostés, así la Ley nueva, que consiste principalmente en la gracia del Espíritu Santo y ha de sustituir a la Ley antigua, debía promulgarse en ese mismo día. Es posible que Lucas, comenzando precisamente por hacer notar la coincidencia del hecho cristiano con la fiesta judía, esté tratando ya de hacer resaltar la misma idea. Los judíos de Palestina solían llamarla la fiesta de las semanas (hebr. shabuoth), pues había de celebrarse siete semanas después de Pascua (cf. Lev_23:15; Num_28:26; Deu_16:9); en cambio, los judíos de la diáspora parece que la designaban con el término griego pentecosté (= quincuagésimo), por la misma razón de tener que celebrarse el quinquagésimo día después de Pascua. Había seria discusión sobre cuándo habían de comenzar a contarse esos cincuenta días, pues el texto bíblico está oscuro, y no es fácil determinar cuál es ese día siguiente al sábado (Lcv 23:11.15), que debe servir de base para comenzar a contar. Los fariseos, cuya interpretación, al menos en época posterior, prevaleció, tomaban la palabra sábado, no por el sábado de la semana pascual, sino por el mismo día solemne de Pascua, 15 de Nisán, que era día de descanso sabático; en consecuencia, el día siguiente al sábado era el 16 de Nisán, fuese cual fuese el día de la semana. No así los saduceos, que afirmaban tratarse del sábado de la semana, y, por consiguiente, el día siguiente al sábado era siempre el domingo, y la fiesta de Pentecostés (cincuenta días más tarde) había de caer siempre en domingo 30.
En cuanto al lugar en que sucedió la escena, parece claro que fue en una casa o local cerrado (v.1-2), probablemente la misma en que se habían reunido los apóstoles al volver del Olívete, después de la ascensión (1:13), y de la que ya hablamos al comentar ese pasaje. Si ahora estaban reunidos todos los 120 de cuando la elección de Matías (1:15), o sólo el grupo apostólico presentado antes (1:13-14), no es fácil de determinar. De hecho, en la narración sólo se habla de los apóstoles (2:14.37), pero la expresión estando todos juntos (v.1) parece exigir que, si no el grupo de los 120, al menos estaban todos los del grupo apostólico de que antes se habló. Es posible que el episodio de la elección de Matías (1:15-26) proceda de una fuente distinta, en cuyo caso desaparecería la ambigüedad del todos (v.1), pues el pasaje, 2:1-13 podría considerarse como continuación Deu_1:13-14. La expresión todos juntos (üìïà) tiene directamente sentido local; pero probablemente esté insinuando también, en consonancia con el unánimes Deu_1:14, la unanimidad de mentes y corazones que suponía la unión local, lo cual puede ser un nuevo indicio del trasfondo sinaítico de esta narración (cf. Exo_19:8).
La afirmación fundamental del pasaje está en aquellas palabras del v-4: quedaron todos llenos del Espíritu Santo. Todo lo demás, de que se habla antes o después, no son sino manifestaciones exteriores para hacer visible esa gran verdad. A eso tiende el ruido, como de viento impetuoso, que se oye en toda la casa (v.2). Era como el primer toque de atención. A ese fenómeno acústico sigue otro fenómeno de orden visual: unas llamecitas, en forma de lenguas de fuego, que se reparten y van posando sobre cada uno de los reunidos (v.â). Ambos fenómenos pretenden lo mismo: llamar la atención de los reunidos de que algo extraordinario está sucediendo. Y nótese que lo mismo el viento que el fuego eran los elementos que solían acompañar las teofanías (cf. Exo_3:2; Exo_24:17; 2Sa_5:24; 2Sa_5:3 Rev_19:11; Eze_1:13) y, por tanto, es obvio que los apóstoles pensasen que se hallaban ante una teofanía, la prometida por Jesús pocos días antes, al anunciarles que serían bautizados en el Espíritu Santo (Eze_1:6-8). Es clásica, además, la imagen del fuego como símbolo de purificación a fondo y total (cf. Isa_6:5-7; Eze_22:20-22; Sal_16:3; Sal_17:31; Sal_65:10; Sal_118:110; Pro_17:3; Pro_30:5; Ecl_2:5), y probablemente eso quiere indicar también aquí. El texto, sin embargo, parece que, con esa imagen de las lenguas de fuego, apunta sobre todo al don de lenguas, de que se hablará después (v.4).
Qué es lo que incluye ese quedaron llenos del Espíritu Santo, que constituye la afirmación fundamental del pasaje, no lo especifica San Lucas. El se fija sólo en el primer efecto manifiesto de esa realidad, y fue que comenzaron a hablar en lenguas extrañas, pero no por propia iniciativa, sino según que el Espíritu les movía a expresarse. No cabe duda, sin embargo, que la causa no se extiende sólo al efecto ahí puesto de relieve, es decir, en orden a hablar en lenguas. Esa misma expresión llenos del Espíritu Santo se repetirá luego de Pedro (Ecl_4:8), Pablo (Ecl_9:17; Ecl_13:9), Esteban (Ecl_6:5; Ecl_7:55), Bernabé (Ecl_11:24) Y otros (Ecl_4:31) con un significado de mucha más amplitud, significado que evidentemente también queda insinuado aquí. Añadamos que si Lucas habla de que la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles tuvo lugar en Pentecostés (Ecl_1:8; Ecl_2:4), ello no se opone a que ya antes (cf. Jua_20:22-23) hayan recibido el Espíritu Santo. Es una nueva efusión del Espíritu sobre ellos, o mejor, un nuevo aspecto de la actuación en ellos de ese Espíritu, en orden a la difusión del Reino de Dios en el mundo, que va a comenzar.
La glosolalía: Por lo que se refiere concretamente al don de hablar en lenguas concedido a los Apóstoles (v.4), es mucho lo que se ha discutido y sigue discutiéndose 31. Trataremos de recoger las principales opiniones, advirtiendo de lo que nos parece más probable.
Entre los críticos racionalistas suele explicarse este pasaje de los Hechos como alusivo a una oración a Dios en estado de excitación psíquica, mezclando sonidos inarticulados con palabras en desorden, sea de la propia lengua, sea de otra extraña de la que se conocen algunas frases. Insisten en hacer notar que este fenómeno de la glosolalía era algo corriente en el helenismo, especialmente en los cultos orgiásticos y en los oráculos de las Sibilas; por tanto, es lógico que lo encontremos también en la Iglesia primitiva (Jua_2:4-6; Jua_10:46; Jua_19:6; 1Co_12:10; 1Co_14:2-39). Lo característico de este pasaje de los Hechos es que, sea por el autor del libro, sea ya antes en las fuentes que le sirven de base, un simple episodio de glosolalía que es lo que habría sido el hecho primitivo se transformó en un verdadero milagro lingüístico, introduciendo tales variantes, que hacen hablar a los Apóstoles las diversas lenguas de los oyentes. El hecho real habría sido mucho más simple; de ahí esas anomalías que encontramos en la narración, señalando, por una parte, la admiración por oírles hablar cada uno en su lengua materna (v.6), y, por otra, la acusación de que están borrachos (v.13).
Afirmamos, por nuestra parte, que no creemos que haya base para suponer tal libertad en el proceder de Lucas, adulterando de ese modo el hecho primitivo. Sin embargo, hay bastantes cosas en que estamos de acuerdo. Creemos, desde luego, que ese hablar en lenguas era una oración a Dios, no una oración en frío y con el espíritu en calma, sino más bien en estado de excitación psíquica bajo la acción del Espíritu Santo. Podríamos encontrar antecedentes, más o menos cercanos de este fenómeno, en el antiguo profetismo de Israel (cf. Num_11:25-29; 1Sa_10:5-6; 1Sa_19:20-24; 1Sa_19:3 Rev_22:10), como parece insinuar luego el mismo San Pedro al citar la profecía de Joel (v. 16-17). Su finalidad era llamar la atención y provocar el asombro de los infieles, disponiéndoles a la conversión (cf. 8:1-21-9; 1Co_14:22), y al mismo tiempo servir de consuelo a los fieles al verse así favorecidos con la presencia del Espíritu Santo. Bajo este aspecto, queda descartada esa opinión, que fue bastante común en siglos pasados, de entender el don de lenguas concedido a los Apóstoles como un don permanente para poder expresarse en varias lenguas en orden a la predicación del Evangelio (Orígenes, Crisóstomo, Agustín); o, con la modalidad que interpretaban otros, como un don para que, aunque hablasen una sola lengua, la suya nativa, ésta fuese entendida por los oyentes, cada uno en su lengua respectiva (Cipriano, Gregorio Niseno, Beda). El texto bíblico no da base para esas suposiciones. Se trata de un hablar en lenguas según que (êáèþò) el Espíritu Santo les movía a expresarse, lo que indica que el milagro ha de ponerse en los labios de los Apóstoles, y no simplemente en los oídos de los que escuchaban (cf. Mar_16:17). Ni se hace referencia para nada a la predicación; al contrario, los Apóstoles aparecen hablando en lenguas no sólo después que acude la muchedumbre (v.6), sino ya antes, cuando están solos (v.4), y el texto da a entender que el don fue concedido no sólo a los Apóstoles, sino a todos los reunidos (v.1), incluso las piadosas mujeres (Mar_1:14), que, sin duda, formaban parte también del grupo. En esa oración proclamaban las grandezas de Dios (v.11; cf. 10:46).
Más difícil resulta el precisar si se está aludiendo a una oración a Dios en lenguas extrañas realmente existentes, como podía ser el latín, persa, macedonio, egipcio.., o más bien a una oración en lenguaje semejante al que describen los autores místicos 32, mezcla de palabras y de sonidos inarticulados, que nada tiene que ver con las lenguas vivas corrientes entre los hombres. Tendríamos así cierto parecido con fenómenos entonces corrientes en el helenismo, cosa muy en consonancia con la sincatábasis o condescendencia divina en su actuación con los hombres. A esta última opinión se inclinan hoy muchos exegetas (Wikenhauser, Lyonnet, Cerfaux..); otros, en cambio, se inclinan más a lo primero (Prat, Vosté, Ricciotti..). Ni faltan quienes (Belser, Jacquier, Alio..) creen necesario distinguir entre el caso de Pentecostés, en que se trataría efectivamente de lenguas vivas reales, y los restantes casos, en que se aludiría más bien a un lenguaje extático, semejante al de los autores místicos; pues en Pentecostés, al contrario que en los restantes casos (cf. 1Co_14:2), los oyentes entendían directamente a los Apóstoles sin necesidad de intérprete (cf. 2:6-11). De ahí también que, en el caso de Pentecostés, se hable de otras lenguas (v.4), mientras que en los demás casos se habla simplemente de hablar en lenguas(cf. 10:46).
Ambas opiniones tienen su pro y su contra. Desde luego, no vemos motivo para separar de los casos restantes el caso de Pentecostés, dado el modo como se expresa San Pedro: Descendió el Espíritu Santo sobre ellos, igual que sobre nosotros al principio.. (11:15). Decir que la analogía se refiere al don mismo del Espíritu, no a la manera como éste manifestaba su presencia, nos parece simplemente una escapatoria. Ni creemos que haya de urgirse la diferencia entre hablar en lenguas y hablar en otras lenguas. Parecería, pues, que se trata de lenguas humanas realmente existentes, como se da a entender en Hec_2:6-11. Pero, de otra parte, San Pablo considera este hablar en lenguas como una oración a Dios (1Co_14:2), de la que ni el mismo que la recita tiene clara inteligencia, si no hay quien interprete (1Co_14:9-19.28). Esto parece colocarnos en claro terreno de lengua ininteligible, semejante a la de los fenómenos místicos y en consonancia con fenómenos entonces corrientes en el helenismo 33.
La opción entre una y otra explicación no resulta fácil. Por supuesto, nos inclinaríamos abiertamente a la segunda manera de ver, de no existir el pasaje relativo a Pentecostés. Con todo, quizás también el caso de Pentecostés pudiera traerse hacia esta interpretación en el sentido de que, al revés que en los casos aludidos por Pablo que habla de la necesidad de intérprete, aquí el intérprete habría sido directamente el Espíritu Santo, que dio suficiente inteligencia a los bien dispuestos, cual si se tratase de la lengua materna (v.6), y en cambio dejó a oscuras a los restantes a causa de su mala disposición (v.13). Para los que se inclinan a la primera interpretación (el glosólalo usaba de lenguas realmente existentes), la explicación podría ser ésta: entre los asistentes a la escena de Pentecostés los habría de esas regiones (partos, medos, elamitas..) cuyas lenguas hablaban los Apóstoles, y para éstos el fenómeno no podía ser sino de admiración (v.6); en cambio, los habría también de otras partes, y para éstos eran borrachos (v.13). Cierto que en los casos aludidos por San Pablo parece darse por supuesto que es necesario el don de interpretación, si es que queremos que sea inteligible el lenguaje del glosólalo; pero tengamos en cuenta que San Pablo está escribiendo a los Corintios, a pocos años aún de la fundación de esa iglesia, y no es fácil que en las reuniones de la pequeña grey cristiana hubiese ya fieles, procedentes de diversas regiones, que pudiesen entender al glosólalo. En caso de que los hubiese habido, tendríamos nuevamente repetición de lo de Pentecostés; en caso contrario, la impresión general que produce el glosólalo es la de borrachos (Hec_2:13); o, como se expresa San Pablo, dirán que estáis locos (1Co_14:33). Por lo demás, el mismo San Pablo da a entender que el lenguaje del glosólalo es un lenguaje bien articulado, que puede ser traducido con exactitud, comparable al lenguaje asirlo ante judíos que lo ignoran (cf. 1Co_14:21).
Queda, por fin, una última cuestión: ¿ quiénes eran esos judíos, varones piadosos de toda nación.., partos, medos, elamitas.., que residían entonces en Jerusalén y presenciaron el milagro de Pentecostés? Parecería obvio suponer que se trataba de peregrinos de las regiones ahí enumeradas (v.9-11), venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta de Pentecostés. Sabemos, en efecto, que era una fiesta a la que concurrían judíos de todo el mundo de la diáspora (cf. 20:16; 21:27), dado que caía en una época muy propicia para la navegación (cf. 27:9). Sin embargo, la expresión de San Lucas en el v.5: estaban domiciliados en Jerusalén (Þóáí äå êáôïéêïõíôåò) parece aludir claramente a una residencia habitual , y no tan sólo transitoria, con ocasión de la fiesta de Pentecostés: Por eso, juzgamos más probable que se trata de judíos nacidos en regiones de la diáspora, pero que, por razones de estudios (cf. 22:3; 23:16) o de devoción, habían establecido su residencia en Jerusalén, ya que el vivir junto al templo y el ser enterrado en la tierra santa era ardiente aspiración de todo piadoso israelita. Entre ellos, además de judíos de raza, había también prosélitos, es decir, gentiles incorporados al judaísmo por haber abrazado la religión judía y aceptado la circuncisión (cf. v.11). Todo esto no quiere decir que no se hallasen también presentes peregrinos llegados con ocasión de la fiesta, mas ésos no entrarían aquí en la perspectiva de San Lucas. El se fija en los de residencia habitual, los mismos a quienes luego se dirigirá San Pedro (v.14), probabilísimamente en arameo, como, en ocasión parecida, hace San Pablo (22:2), lengua que todos parecen entender (v.37).
La enumeración de pueblos (v.9-11) se hace, en líneas generales, de este hacia oeste, con excepción de cretenses y árabes al final, cosa que no deja de sorprender y a lo que se han dado diversas explicaciones. Probablemente se trate de una adición posterior, quizás hecha por el mismo Lucas, a un documento anterior. Tampoco es claro si el inciso judíos y prosélitos (v.11) está refiriéndose a judíos y prosélitos, en general, de los pueblos antes mencionados, o solamente a judíos y prosélitos de entre los romanos, último pueblo de la lista.
No es fácil saber cuál fue la causa de haber acudido todos esos judíos y prosélitos al lugar donde estaban reunidos los apóstoles. La expresión de San Lucas en el v.6: hecha esta voz (????????? ?? ??? ????? ??????) es oscura. Comúnmente suele interpretarse este inciso como refiriéndose al ruido (Þ÷ïò) de que se habló en el v.2, que, por consiguiente, se habría oído no sólo en la casa donde estaban los apóstoles, sino también en la ciudad. Algunos autores, sin embargo, creen que el ruido como de viento impetuoso (v.2) se oyó sólo en la casa; y si la muchedumbre acude, no es porque oyera el ruido, sino porque se corrió la voz, sin que se nos diga cómo, de lo que allí estaba pasando. Es la interpretación adoptada en la traducción que hemos dado del v.6 en el texto.

Discurso de Pedro, 2:14-36.
14 Entonces se levantó Pedro con los once y, alzando la voz, les habló: Judíos y todos los habitantes de Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras. 15 No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues no es aún la hora de tercia; 16 esto es lo dicho por el profeta Jcel: 17 Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, | y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, | y vuestros jóvenes verán visiones, | y vuestros ancianos soñarán sueños; 18 Y sobre mis siervos y sobre mis siervas 1 derramaré mi Espíritu en aquellos días | y profetizarán. 19 Y haré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra, | sangre y fuego y nubes de humo. 20 El sol se tornará tinieblas | y la luna sangre, [ antes que llegue el día del Señor, grande y manifiesto. 21Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará. 22 Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, 23 a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de los infieles. 24 Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuera dominado por ella, 25 pues David dice de El: Traía yo al Señor siempre delante de mí, porque El está a mi derecha, para que no vacile. 26 Por esto se regocijó mi corazón y exultó mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza. 27 Porque no abandonarás en el Ades mi alma, ni permitirás que tu Santo experimente la corrupción. 28 Me has dado a conocer los caminos de la vida, y me llenarás de alegría con tu presencia. 29 Hermanos, séame permitido deciros con franqueza del patriarca David, que murió y fue sepultado, y que su sepulcro se conserva entre nosotros hasta hoy. 30 Pero, siendo profeta y sabiendo que le había Dios jurado solemnemente que un fruto de sus entrañas se sentaría sobre su trono, 31 le vio de antemano y habló de la resurrección de Cristo, que no sería abandonado en el Ades, ni vería su carne la corrupción. 32 A este Jesús le resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. 33 Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó, según vosotros veis y oís. 34 Porque no subió David a los cielos, antes dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra 35 Hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies. 36 Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado.

Este discurso de Pedro inaugura la apologética cristiana, y en él podemos ver el esquema de lo que había de constituir la predicación o kerigma apostólico (cf. 3:12-26; 4:9-12; 5:29-32; 10:34-43; 13:16-41). Como centro, el testimonio de la resurrección y exaltación de Cristo 24:31-33), en consonancia con lo que ya les había predicho el Señor (cf. 1:8.22); y girando en torno a esa afirmación fundamental, otras particularidades sobre la vida y misión de Cristo (v.22.33), para concluir exhortando a los oyentes a creer en él como Señor y Mesías (v.36). Contra la aceptación de esa tesis se levantaba una enorme dificultad, cual era la pasión y muerte ignominiosa de ese Jesús Mesías; y a ella responde San Pedro que todo ocurrió según los designios de la presciencia de Dios (v.23), y, por tanto, no fue a la muerte porque sus enemigos prevalecieran sobre él (cf. Jua_7:30; Jua_10:18), sino porque así lo había decretado Dios en orden a la salvación de los seres humanos (cf. Jua_3:16; Jua_14:31; Jua_18:11; Rom_8:32). La misma solución dará también San Pablo (cf. 13:27-29).
En este discurso de Pedro, como, en general, en todos los discursos de los apóstoles ante auditorio judío, se da un realce extraordinario a la prueba de las profecías. Más que insistir en presentar los hechos, se insiste en hacer ver que esos hechos estaban ya predichos en la Escritura. Así, por ejemplo, el fenómeno de hablar en lenguas predicho ya por Joel (v.16), y lo mismo la resurrección y exaltación de Jesús, predichas en los salmos (v.25.34). Se hace, sí, alusión al testimonio de los hechos (v.22.32.33), pero con menos realce. Ello se explica por la extraordinaria veneración que los judíos sentían hacia la Escritura, cuyas afirmaciones consideraban de valor irrefragable.
La entrada en materia (v.16) se la proporciona a Pedro la burla de los que atribuían a embriaguez el fenómeno de la glosolalía. Rechaza esa posibilidad por no ser aún la hora de tercia (= nueve de la mañana), momento de la oración matutina (cf. 3:1), antes del cual los judíos no tenían costumbre de tomar nada. Por lo que toca a los tres pasajes escriturísticos citados en este discurso de Pedro (v. 16:25.34), notemos lo siguiente. El pasaje de Joel (Joe_2:28-32) es ciertamente mesiánico, aludiendo el profeta a la extraordinaria intervencion del Espíritu Santo que tendrá lugar en los tiempos del Mesías. Con razón, pues, San Pedro hace notar el cumplimiento de esa promesa en la efusión de Pentecostés, comienzo solemne de las que luego habrían de tener lugar en la Iglesia a lo largo de todos los siglos. Sin embargo, la última parte de esa profecía (Joe_2:30-32) no parece haya de tener aplicación hasta la etapa final de la época mesiánica, cuando tenga lugar el retorno glorioso de Cristo. ¿Por qué la cita aquí San Pedro? Late aquí un problema que, aunque de tipo más general, no quiero dejar de apuntar, y es que para los profetas no suele haber épocas o fases en la obra del Mesías, sino que lo contemplan todo como en bloque, en un plano sin perspectiva, hasta el punto de que, a veces, mezclando promesas mesiánicas y los últimos destinos de los pueblos, dan la impresión de que todo ha de tener lugar en muy poco tiempo. Es el caso de Joel. Pedro, en cambio, sabía perfectamente, después de la revelación evangélica, que dentro de la época mesiánica había una doble venida de Cristo, y que entre una y otra ha de pasar un espacio de tiempo más o menos largo (cf. 2Pe_3:8-14); si aquí cita también la segunda parte de la profecía de Joel, es probabilísimamente a causa de las últimas palabras del profeta: ...antes que llegue el día del Señor, grande y manifiesto; y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará, sobre las que quiere llamar la atención. Para Joel, en efecto, igual que para los profetas en general, ese día del Señor es el día de Yahvé, con alusión a la época del Mesías, sin más determinaciones (cf. Isa_2:12; Jer_30:7; Sof_1:14; Amo_5:18; Amo_8:9; Amo_9:11); pero, en la terminología cristiana, precisadas ya más las cosas, el día del Señor es el día del retorno glorioso de Cristo en la parusía (cf. Mat_24:36; 1Te_5:2; 2Te_1:7-10; 2Te_2:2; 2Ti_4:8), y es a Cristo a quien Pedro, en la conclusión de su discurso, aplicará ese título de Señor (v.36), ni hay otro nombre, como dirá más tarde (cf. 4:12), por el cual podamos ser salvos. Lo mismo dirá San Pablo, con alusión evidente al texto de Joel: Uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que le invocan, pues todo el que invocare el nombre del Señor será salvo (Rom_10:12-13). Ninguna manifestación más expresiva de la fe de los apóstoles en la divinidad de su Maestro, que esta equivalencia Cristo-Yahvé, considerando como dicho a él lo dicho de Yahvé.
Respecto del segundo de los textos escriturísticos citados por Pedro (Sal_16:8-11), que aplica a la resurrección de Jesucristo (v.25-32), notemos que la cita está hecha según el texto griego de los Setenta, de ahí el término ades (v.27), que para los griegos era la mansión de los muertos, correspondiente al sheol de los judíos. Notemos también que en el original hebreo la palabra correspondiente a corrupción (v.27) es shahath, término que puede significar corrupción, pero también fosa o sepulcro.
Mucho se ha discutido modernamente acerca del sentido mesiánico de este salmo, citado aquí por San Pedro, y que luego citará también San Pablo en su discurso de Antioquía de Pisidia, aplicándolo igualmente a la resurrección de Cristo (cf. 13:35). Ambos apóstoles hacen notar, además, que David, autor del salmo, no pudo decir de sí mismo esas palabras, puesto que él murió y experimentó la corrupción. De su sepulcro, como de cosa conocida, habla varias veces Josefo 34.
No está claro, sin embargo, en qué sentido ha de afirmarse la mesianidad de este salmo. Afirmar el carácter directamente mesiánico de todo el salmo, como fue opinión corriente entre los expositores antiguos, es no atender al contexto general del salmo, que en ocasiones parece referirse claramente a circunstancias concretas de la vida del salmista (cf. v.3-4); querer establecer una división, como si en los siete primeros versículos hablase el salmista en nombre propio y, en los cuatro últimos, que son los citados en los Hechos, lo hiciese en nombre del Mesías, parece un atentado contra la unidad literaria del salmo; ir sólo hacia un sentido mesiánico típico, como si el salmista, al expresar su firme confianza de permanecer siempre unido a Yahvé, que le librará del poder del sheol y le mostrará los caminos de la vida, fuese tipo de Cristo, rogando al Padre que no abandonase su alma en el sheol ni permitiese que su cuerpo viese la corrupción, parece, además de restar fuerza a muchas expresiones del salmo, desvirtuar un poco las palabras de los príncipes de los apóstoles, cuando afirman que David habló de la resurrección de Cristo (v.31). Quizás la opinión más acertada sea aplicar también aquí la noción de sentido pleno, que ya aplicamos a otras citas de los salmos hechas por San Pedro, cuando la elección de Matías (cf. 1:15-26). En efecto, no sabemos hasta qué punto iluminaría Dios la mente del salmista en medio de aquella oscuridad en que los judíos vivían respecto a la vida de ultratumba; pero es evidente que esa ansia confiada que manifiesta de una vida perpetuamente dichosa junto a Yahvé es un chispazo revelador de la gran verdad de la resurrección que Cristo, con la suya propia, había de iluminar definitivamente. El fue el primero que logró de modo pleno la consecución de esa gloriosa esperanza que manifiesta el salmista, y por quien los demás la hemos de lograr. A su resurrección, como a objetivo final, apuntaban ya, en la intención de Dios, las palabras del salmo.
La tercera de las citas escriturísticas hechas por Pedro es la del salmo 11 o, i, que aplica a la gloriosa exaltación de Cristo hasta el trono del Padre (v.34-35). Es un salmo directamente mesiánico, que había sido citado también por Jesucristo para hacer ver a los judíos que el Mesías debía ser algo más que hijo de David (cf. Mat_22:41-46). San Pablo lo cita también varias veces (cf. 1Co_15:25; Efe_1:20; Heb_1:13). El razonamiento de Pedro es, en parte, análogo al de Jesús, haciendo ver a los judíos que esas palabras no pueden decirse de David, que está muerto y sepultado, sino que hay que aplicarlas al que resucitó y salió glorioso de la tumba, es decir, a Jesús de Nazaret, a quien ellos crucificaron.
La conclusión, pues, como muy bien deduce San Pedro (v 36), se impone: Jesús de Nazaret, con el milagro de su gloriosa resurrección, ha demostrado que él, y no David, es el Señor a que alude el salmo 110, y el Cristo (hebr. Mesías) a que se refiere el salmo 16. Entre los primitivos cristianos llegó a adquirir tal preponderancia este título de Señor, aplicado a Cristo, que San Pablo nos dirá que confesar que Jesús era el Señor constituía la esencia de la profesión de fe cristiana (cf. Rom_10:9; 1Co_8:5-6; 1Co_12:3).
En el libro de los Hechos se da con muchísima frecuencia este título a Jesús (cf. 4:33; 7:59-60; 8:16; 9:1; 11:20-24, etc.), reflejo sin duda de lo que sucedía en las comunidades cristianas primitivas. Ni hay base para suponer, en contra de lo que sostiene Bousset y otros críticos 35, que este título habrían comenzado a dárselo a Cristo los cristianos procedentes de la gentilidad bajo el influjo del helenismo, trasladando a Jesús lo que los gentiles hacían con sus dioses y reyes más o menos divinizados. Si hubiera sido así, ¿cómo explicar que incluso en las comunidades griegas existiera la invocación aramea Maranatha(Ven, Señor), de que tenemos claro testimonio en 1Co_16:22? Eso no puede tener otra explicación sino la de suponer que, antes ya de que el cristianismo entrara en el mundo griego, Jesús era invocado con el título de Señor (Maran), término que, al igual que amen y aleluya, habría seguido en uso incluso en las comunidades de habla griega. Lo más probable es que ese título, intensamente ligado con la función mesiánica de Jesús, le haya sido aplicado por las primitivas comunidades palestinenses, partiendo de la Biblia y de la historia evangélica (cf. Mat_22:43-45) al fin de hacer resaltar su soberanía de rey Mesías. Los dos títulos, Señor y Cristo, vienen a ser en este caso palabras casi sinónimas, indicando que Jesús de Nazaret, rey mesiánico, a partir de su exaltación, ejerce los poderes soberanos de Dios. No que antes de su exaltación gloriosa no fuera ya Señor y Mesías (cf. Mat_16:16; Mat_21:3-5; Mat_26:63; Mar_12:36), pero es a partir de su exaltación únicamente cuando se manifiesta de manera clara y decisiva esta su suprema dignidad mesiánica y señorial (cf. Flp_2:9-11). Es decir, no se trata de afirmar, en términos de ontología, que Jesús, por lo que respecta a su persona, comenzara a ser Señor y Mesías en la resurrección y que antes no lo era, sino que se trata de afirmar el hecho existencial de señorío que comienza a ejercer Cristo a partir precisamente de su resurrección, una vez cumplida su obra en la tierra (cf. Flp_2:9-11).

Efecto del discurso de Pedro y primeras conversiones,Flp_2:37-41.
37 En oyéndole, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? 38 Pedro les contestó: Arrepentios y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. 39 Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos, y para todos los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro. 40 Con otras muchas palabras atestiguaba y los exhortaba diciendo: Salvaos de esta generación perversa. 41 Ellos recibieron su palabra y se bautizaron, y se convirtieron aquel día unas tres mil almas.

Vemos que la reacción de los oyentes ante el discurso de Pedro es muy parecida a la que habían mostrado los oyentes de Juan Bautista. Como entonces (cf. Mat_3:7), también ahora, además de los compungidos y bien dispuestos (v.37), aparecen otros que siguen mostrando su oposición al mensaje de Cristo, contra los que Pedro previene diciendo: Salvaos de esta generación perversa (v.40). La expresión parece estar inspirada literariamente en Deu_32:5, y la volvemos a encontrar en Flp_2:15. Con esta grave sentencia parece insinuar que la gran masa del pueblo judío quedará fuera de la salud mesiánica, y habrá que buscar ésta separándose de ellos (cf. Rom 9:1-10:36).
Las condiciones que Pedro propone a los bien dispuestos, que preguntan qué deben hacer, son el arrepentimiento y la recepción del bautismo en nombre de Jesucristo (v.38). Con ello conseguirán la salud (cf. 2:21.47; 4:12; 11:14; 13:26; 15:11; 16:17.30-31), la cual incluye la remisión de los pecados y el don del Espíritu (v.38) o, en frase equivalente de otro lugar, la remisión de los pecados y la herencia entre los santificados (26:18). Ese don del Espíritu no es otro que el tantas veces anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento (cf. Jer_31:33; Eze_36:27; Joe_3:1-2) y prometido por Cristo en el Evangelio (cf. Luc_12:12; Luc_24:49; Jua_14:26; Jua_16:13), don que solía exteriorizarse con los carismas de glosolalía y milagros (cf. 2:4; 8:17-19; 10:45-46; 19:5-6), pero que suponía una gracia interior más permanente que, aunque no se especifica, parece consistía, como se desprende del conjunto de las narraciones, en una fuerza y sabiduría sobrenaturales que capacitaban al bautizado para ser testigo de Cristo (cf. 1:8; 2:14-36; 4:33; 5:32; 6:10; 11:17).
Esta promesa del don del Espíritu, de que habla el anteriormente citado profeta Joel (v.1y), está destinada no sólo a los judíos, sino también a todos los de lejos (v.39), expresión que es una reminiscencia de Isa_57:19, y que claramente parece aludir, no a los judíos de la diáspora, sino a los gentiles (cf. 22:21; Efe_2:13-17). Vemos, pues, que, contra el exclusivismo judío, San Pedro proclama abiertamente la universalidad de la salud mesiánica, cosa que, por lo demás, podíamos ver ya aludida en la cita sobre toda carne, de Joel (v.17). únicamente que a los judíos está destinada en primer lugar (Efe_3:26), frase que usa también varias veces San Pablo (cf. 13:46; Rom_1:16; Rom_2:9-10), y con la que se da a entender que el don del Evangelio, antes que a los gentiles, debía ser ofrecido a Israel, la nación depositaría de las promesas mesiánicas (cf. Rom_3:2; Rom_9:4), como aconsejaba, además, el ejemplo de Cristo (cf. Mat_10:6; Mar_7:27). Incluso después que el Evangelio se predicaba ya abiertamente a los gentiles, San Pablo seguirá practicando la misma norma (cf. 13:5.46; 14:1; 16:13; 17:2.10.17; 18, 4.19; 19:8; 28:17.23).
Acerca del bautismo en el nombre de Jesucristo, que San Pedro exige a los convertidos (v.38), se ha discutido bastante entre los autores. Desde luego, es evidente que se trata de un bautismo en agua, igual que lo había sido el bautismo de Juan (cf. Mat_3:6.16; Jua_3:23), pues Pedro está dirigiéndose a un auditorio judío, que no conocía otro bautismo que el de agua, tan usado entre los prosélitos y por el Bautista, y, por tanto, en ese sentido habían de entender la palabra bautizaos. Más adelante, en el caso del eunuco etíope y en el del centurión Cornelio, expresamente se hablará del agua (cf. 8, 38; Jua_10:47).
Ni hacen dificultad las palabras de Cristo contraponiendo su bautismo en Espíritu Santo al bautismo en agua de Juan (cf. 1:5); pues dichas palabras no están refiriéndose a ningún rito de bautismo, sino a la abundante efusión del Espíritu en que iban a ser como sumergidos los Apóstoles en Pentecostés (cf. 2:1-4).
Más difícil es determinar el sentido de la expresión en el nombre de Jesucristo. La misma fórmula se repite varias veces en los Hechos (cf. 8:16; 10:48; 19:5). Esta expresión ha sido objeto de muchas discusiones. Para muchos autores no se alude con esas palabras a fórmula alguna determinada del bautismo, sino que es simplemente el modo de designar el bautismo cristiano para distinguirlo de otros ritos análogos, como el del Bautista o el de los prosélitos. La fórmula, según estos autores, habría sido siempre la fórmula trinitaria, como se prescribe en Mat_28:19 y como tiene también la Didaché en 7:1-3, no obstante que poco después hable de bautizados en el nombre del Señor (9:5), con cuya expresión es evidente que no quiere indicar otra cosa sino los bautizados con el bautismo cristiano. Sin embargo, son bastantes los teólogos y exegetas que creen que ésa era la fórmula con que entonces se administraba el bautismo 36, y que luego se habría desarrollado, dentro aún de la época apostólica, en la fórmula trinitaria de Mat_28:19-20. Es posible, escribe el P. Benoit, que la fórmula bautismal indicada por Mateo responda al uso litúrgico de su tiempo, hacia los años 70-80; Mateo la habría reproducido espontáneamente tal como se había ya desarrollado.., lo cual no equivale a poner en duda la revelación de la Trinidad por Cristo ni que el mandato de bautizar se remonte hasta El 37. Y, ciertamente, es poco probable que Jesús mismo hiciera esa alusión tan precisa a la Trinidad con anterioridad a Pentecostés, si tenemos en cuenta el proceso histórico como fue desarrollándose la Revelación. Por lo demás, el cambio de fórmula no supone ninguna alteración fundamental de pensamiento, pues la incorporación y como posesión por Cristo que supone la fórmula en el nombre de Jesucristo, está significando al mismo tiempo retorno al Padre mediante la acción del Espíritu (cf. 1:4-5; 2:38; 1Co_6:11; Efe_1:3).
Lo que se dice que se bautizaron y se convirtieron aquel día unas tres mil personas (v.41), llama un poco la atención, pues no hubiera sido tarea fácil bautizar en aquel mismo día tres mil personas. Es posible que el inciso en aquel día se refiera directamente a los que se convirtieron merced al discurso de Pedro, y que después fueron sucesivamente bautizados en aquel día o en los siguientes.

Vida de la comunidad cristiana primitiva,
Efe_2:42-47.
42 Perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan y en la oración. 43 Se apoderó de todos el temor a la vista de los muchos prodigios y señales que hacían los Apóstoles: 44 y todos los que creían vivían unidos, teniendo sus bienes en común; 45 pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno. 46 Día por día, todos acordes acudían con asiduidad al templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón, 47 alabando a Dios en medio del general favor del pueblo. Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos.

Bellísimo retrato de la vida íntima de la comunidad cristiana de Jerusalén, este que aquí nos presenta San Lucas. Con términos muy parecidos vuelve a ofrecérnoslo en 4:32-37 y 5:12-16. Son los llamados hoy comúnmente sumarios, que probablemente proceden de una fuente más primitiva, pero que Lucas recoge y encuadra en su libro, sirviéndole al mismo tiempo como fórmulas literarias de transición para unir unas narraciones con otras 38. Las ideas fundamentales de estos sumarios son: asistencia asidua a la enseñanza de los Apóstoles, unión o koinonia, fracción del pan y oraciones.
Podríamos decir que aparecen ya aquí en acción los tres elementos quizás más característicos de la vida de la Iglesia: enseñanza jerárquica, unión de caridad, culto público y sacramental.
Ante todo, la enseñanza de los Apóstoles. Se trata de una instrucción o catequesis que completaba la formación cristiana de los recién convertidos y los sensibilizaba en su ser de cristianos, de modo que tomasen conciencia de su incorporación a la obra de bendiciones de Cristo, con la consiguiente alegría que eso llevaba consigo. Esta predicación o catequesis, más íntima y pormenorizada que la simple proclamación del kerigma, continuará también en otras comunidades fuera de Jerusalén, una vez que el cristianismo se vaya difundiendo (cf. 11:26; 14:32; 20:20), siendo muy de notar que esta predicación aparece estrechamente unida a la fracción del pan (2:42; 20:7-12), y no como en el judaísmo, que la hacía en las sinagogas (15:21) y dejaba la liturgia para el Templo.
Por lo que toca a la unión o koinonia, hay no pocas dificultades de interpretación. El término koinonia es una expresión que en el segundo sumario se sustituye por tenían un corazón y un alma sola (4:32), y que algunos exegetas traducen por vida en común; más o menos con el significado con que esta expresión suele usarse en las Ordenes religiosas. Desde luego, precisar el sentido y alcance de la koinonia aquí aludida por San Lucas no es tarea fácil. Quizás, en orden a perfilar esa idea de koinonia, nos den algo de luz los términos mismos con que solían designarse entre sí los cristianos. Se denominaban: creyentes (2:44; 4:32; 5:14; 18:27; 19:18; 21:20), discípulos (6:1-2; 9:10.19.25.36.38; 11:29; 13- Mat_52:14 :22; 15:10; 16:1; 18:23.27; 19:1; 20:1; 21:4), hermanos (1:15; 6:3; 9:30; 11:1; 12:17; 15:1.23.32.40; 16:2.40; 17:14; 18:18.27; 21:7.16; 28:14-15), santos (9:13.32.41; 26:10), cuatro nombres en que podemos ver como compendiada la koinonia: creyendo en Cristo, del que eran fervientes discípulos, vivían una vida de hermandad, separados del mundo para dedicarse al Señor.
Pero, aparte esa unión de espíritus y de corazones a que les empujaba su fe en Cristo, ¿hay también vida en común, incluso respecto de los bienes materiales? Si nos fijamos en el texto de los Hechos tal como está redactado actualmente, todo da la impresión de que era así, pues los v.44-45 parecen ser explicación de la koinonia del v.42. Sin embargo, es posible, como suponen algunos exegetas, que los v.44-45 no pertenecieran primitivamente a este sumario, sino al segundo (4:32-35), donde no aparece el término koinonia, y habrían sido introducidos aquí posteriormente a fin de relacionar la enseñanza de los Apóstoles con esta especie de comunismo cristiano. Tampoco el v.43, sin conexión lógica ni con lo que precede ni con lo que sigue, sería de este lugar, sino más bien del tercer sumario (5:12-16), en clara relación con lo narrado anteriormente (5:1-10). No podríamos, pues, alegar estos v.44-45 como explicación de la koinonia cristiana.
Pero, haya o no-relación directa entre koinonia y los v.44-45, lo cierto es que en estos versículos, y lo mismo en 4:32-37, se hace referencia a la comunidad de bienes entre los fieles de la iglesia de Jerusalén. ¿Qué alcance tenía esta práctica? Todo hace suponer que la venta de los propios bienes llevando el precio a los Apóstoles no fue nunca una norma obligada, como se da a entender expresamente en el caso de Ananías (5:4); también el elogio que se hace de Bernabé (4:36-37) da a entender que no todos lo hacían, e incluso sabemos de cristianos que poseían casas en Jerusalén (cf. 12:12; 21:16). A lo que parece, se trata simplemente de que algunos cristianos, cuando la comunidad era todavía muy reducida, impulsados por el ejemplo de Cristo y de sus Apóstoles, que habían vivido de una bolsa común (cf. Jua_12:6; Jua_13:29), pretendían seguir formando una comunidad parecida, en consonancia además con las exhortaciones que frecuentemente había hecho el mismo Jesús a vender los bienes terrenos y dar su precio a los pobres, cosa que Lucas pone muy de relieve en su evangelio (cf. Luc_3:11; Luc_6:30; Luc_7:5; Luc_11:41; Luc_11:12, Luc_11:33-34; Luc_14:14; Luc_16:9; Luc_18:22; Luc_19:8). Por lo demás, esa práctica parece que no pasó de un entusiasmo primerizo de corta duración, y no consta que se introdujera en otras iglesias fuera de Jerusalén. Desde luego, no se introdujo en las iglesias fundadas por San Pablo (cf. 1Co_1:21-22; 1Co_16:2), ni hubiera sido de fácil adaptación para dimensiones universales. Incluso en la iglesia de Jerusalén no debió de ser de muy buenos resultados, pues es muy probable que a eso se deba, al menos en gran parte, la general pobreza de la comunidad de Jerusalén, que obligó a San Pablo a organizar frecuentes colectas en su favor (cf. 11:29; Rom_15:25-28; 1Co_16:1-4; 2Co_8:1-9; Gal_2:10).
En cuanto a qué quiera significar San Lucas con la expresión fracción del pan (v.42), han sido muchas las discusiones. Reconocemos que la expresión partir el pan, acompañada incluso de acción de gracias y de oraciones, de suyo puede no significar otra cosa que una comida ordinaria al modo judío, en que el presidente pronunciaba algunas oraciones antes de partir el pan (cf. Mat_14:19; Mat_14:52; Hec_15:36). Probablemente ése es el sentido que tiene en 27:35. Sin embargo, también es cierto que en el lenguaje cristiano, como aparece en los documentos primitivos 39, fue la expresión con que se designó la eucaristía, y su recuerdo se conservará a través de todas las liturgias, aunque, a partir del siglo n, se haga usual el nombre eucaristía, prevaleciendo la idea de agradecimiento (eucaristía) sobre la de convite (fracción del pan). Los textos de San Lucas son, desde luego, poco precisos, limitándose simplemente a señalar el hecho de la fracción del pan, sin especificar en qué consistía ni qué significaba ese rito.
Sin embargo, estos textos reciben mucha luz de otros dos de San Pablo, que son más detallados y expresivos: 1Co_10:16-21; 1Co_11:23-29. Téngase en cuenta, en efecto, que San Lucas es discípulo y compañero de San Pablo; si, pues, en éste la expresión partir el pan significaba claramente la eucaristía, ese mismo sentido parece ha de tener en San Lucas. Tanto más que, en el caso de la reunión de Tróade (1Co_20:7), se trata de una iglesia paulina, y la reunión la preside el mismo San Pablo; y, en cuanto a este texto, referente a la iglesia de Jerusalén, todo hace suponer la misma interpretación, pues, si se tratase de una comida ordinaria en común, no vemos qué interés podía tener San Lucas en hacer notar que perseveraban asiduamente en la fracción del pan, ni en unir ese dato a los otros tres señalados: enseñanza de los apóstoles, unión, oraciones. Y esto vale no sólo para el v.42, sino también para el v.46; pues, si la fracción del pan, de que se habla en el v.42, alude a la eucaristía, no vemos cómo en el v.46, que refleja una situación idéntica, esa misma expresión tenga un significado diferente. Tanto más, que estos v.43-47 parecen no ser sino explicación del v.42. Lo que sucede es que en este v.46 se alude también a una comida en común que, en consonancia con la situación creada por la comunidad de bienes (v.44-45), hacían diariamente con alegría y sencillez de corazón esos primeros fieles de Jerusalén, unida a la cual tenía lugar la fracción del pan.
Al lado, pues, de la liturgia tradicional del Antiguo Testamento, a la que esos primeros fieles cristianos asisten con regularidad (v.46), comienza un nuevo rito, el de la fracción del pan, para cuya celebración parece que los fieles se repartían por las casas particulares en grupos pequeños (v.46). Se trataría probablemente de casa de cristianos más acomodados, lo suficientemente espaciosa para poder tener en ellas esa clase de reuniones. Entre ellas estaría la de María, la madre de Juan Marcos (1Co_12:12), lo mismo que más tarde, fuera de Jerusalén, aquellas iglesias domésticas a que frecuentemente alude San Pablo en sus cartas (1Co_16:19; Gol 4:15; Flm_1:2).
San Lucas hace notar también que perseveraban en las oraciones (v.42). La construcción gramatical de la frase, uniendo ambos miembros por la conjunción copulativa y, parece indicar que se trata no de oraciones en general, sino de las que acompañaban a lafracción del pan. De cuáles fueran estas oraciones, nada podemos deducir. La Didaché, y más todavía San Justino, nos describirán luego todo con mucho más detalle 40, pero no es fácil saber qué es lo que de esto podemos trasladar con certeza a los tiempos a que se renere San Lucas.
No es fácil precisar hasta dónde esos primitivos cristianos pensaban en el aspecto sacrificial de la eucaristía en cuanto recuerdo y como reproducción de la muerte de Cristo, cosa en que luego insistirá Pablo (cf. 1Co_10:16-21; 1Co_11:23-26). Más bien parece que se considera la eucaristía en perspectiva escatológica, como una anticipación del banquete mesiánico (cf. Mat_8:11; Luc_22:30); de ahí la idea de alegría que parece presidir la celebración de la eucaristía (Luc_2:46), en contraste con la seriedad y circunspección que piden los textos de Pablo (1Co_11:27-29). Son aspectos distintos de la eucaristía, que en modo alguno se excluyen uno al otro, y el mismo Pablo, que tanto hace resaltar el aspecto sacrificial, no omite aludir a la perspectiva escatológica, como lo demuestra su expresión hasta que El venga (1Co_11:26), dando a entender que ese acto sacrificial seguirá haciéndose hasta el momento en que Jesús vuelva a encontrarse ostensible y definitivamente con los suyos.
Llama un poco la atención el temor que se apodera de todos, de que se habla en el v.43. Probablemente no se trata sino de ese sentimiento, mezcla de admiración y de reverencia, que surge espontáneo en el hombre ante toda manifestación imprevista de orden sobrenatural. A él se alude frecuentemente en el Evangelio con ocasión de los milagros de Jesucristo (cf. Mat_9:8; Mat_14:26; Mar_5:43; Lc 9-43)· Este temor afectaría también a los convertidos, particularmente en algunas ocasiones (cf. 5:10-11), pero sobre todo había de afectar a los no convertidos, que con ello se sentían cohibidos para impedir el nuevo movimiento religioso dirigido por los apóstoles.
Es muy de notar la frase con que San Lucas termina la narración: cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos (v.47), con la que da a entender que el conjunto de todos los fieles cristianos constituían una especie de unidad universal, en la que se entraba por la fe y el bautismo (cf. 2:38-39), y dentro de la cual únicamente se obtendrá la salud en el día del juicio (cf. 2:21; 4:12). Es la misma idea que encontramos en 13:48: creyendo cuantos estaban ordenados a la vida eterna. Muy pronto se hará usual el término iglesia para designar esta unidad universal (cf. 5:11; 8:3; 9:31; 20:28), llamada también por San Pablo Israel de Dios ( Gál_6:16), y por Santiago nuevo pueblo de Dios (cf. 15:14).
Una última observación. Desde hace algunos años, a partir de los descubrimientos de Qumrán, se ha comenzado a hablar de probables influencias qumránicas en las comunidades cristianas. No vemos inconveniente en afirmar, escribe el P. Arnaldich, que las comidas comunitarias cristianas se inspiraran en las costumbres existentes en el judaísmo precristiano, siendo la influencia de los esenios de Qumrán acaso más directa por proceder de allí gran parte de los que se sentaban a la mesa.. En cuanto a los bienes en común, no cabe duda de que existen analogías y discrepancias.,41
Creemos que en esta cuestión hemos de proceder con mucha cautela. A priori hemos de suponer que existan semejanzas. Ambas comunidades, la de Qumrán y la cristiana, viven en una atmósfera mesiánica, conscientes de encontrarse ya en los últimos tiempos; ambas se presentan como el verdadero Israel, en que se cumplen las profecías antiguas; ambas ponen las condiciones de penitencia y bautismo para incorporarse a la comunidad; ambas aparecen dirigidas por personajes en escala jerárquica; ambas tienen sus ritos de culto a Dios fuera del templo oficial judío; ambas hablan de comidas comunitarias y de bienes en común.. Pero será muy difícil probar que esas afinidades han de explicarse por dependencia de los cristianos respecto de Qumrán, y no más bien por coincidencia de circunstancias y porque ambas comunidades están enraizadas en el AT. Por lo demás, las diferencias son fundamentales. Fijémonos sólo en que, como dice Gerfaux, mientras Qumrán descartaba inexorablemente de la santa comunidad a los lisiados, ciegos, enfermos, para los cristianos, en cambio, los miserables eran llamados los primeros al reino de Dios 42. Ni para explicar la comunidad de bienes y las comidas en común de la primitiva comunidad cristiana, es necesario recurrir a Qumrán, como ya expusimos antes 43.