Jeremías  42 Libro del Pueblo de Dios (Levoratti y Trusso, 1990) | 22 versitos |
1 Entonces todos los jefes de las tropas, con Iojanán, hijo de Caréaj, Azarías, hijo de Maasías, y todo el pueblo, desde el más pequeño al más grande, acudieron
2 al profeta Jeremías y le dijeron: "¡Que nuestra súplica llegue hasta ti! Ruega al Señor, tu Dios, en favor de todo este resto, porque de los muchos que éramos hemos quedado unos pocos, como lo ves con tus propios ojos.
3 Que el Señor, tu Dios, nos indique el camino que debemos seguir y lo que debemos hacer".
4 El profeta Jeremías les dijo: "De acuerdo. Voy a rogar al Señor, su Dios, como ustedes dicen, y les comunicaré todo lo que el Señor les responda, sin ocultarle nada".
5 Ellos dijeron a Jeremías: "Que el Señor sea un testigo veraz y fidedigno contra nosotros, si no obramos en todo conforme a la palabra que el Señor, tu Dios, te enviará para nosotros.
6 Nos guste o no, oiremos la voz del Señor, nuestro Dios, para que nos vaya bien por haber obedecido la voz del Señor, nuestro Dios".
7 Al cabo de diez días, la palabra del Señor llegó a Jeremías.
8 El llamó a Iojanán, hijo de Caréaj, a todos los jefes de las tropas que estaban con él, y también a todo el pueblo, del más pequeño al más grande,
9 y les dijo: "Así habla el Señor, el Dios de Israel, a quien ustedes me enviaron para presentarle una súplica:
10 Si ustedes permanecen en este país, yo los edificaré y no los demoleré, los plantaré y no los arrancaré, porque me arrepiento del mal que les hice.
11 No teman al rey de Babilonia, del que ahora tienen miedo; no le teman -oráculo del Señor- porque yo estoy con ustedes para salvarlos y para librarlos de su mano.
12 Yo haré que ustedes encuentren compasión, y él se compadecerá de ustedes y los dejará habitar en el país.
13 Pero si ustedes, desoyendo la voz del Señor, su Dios, dicen: "No permaneceremos en este país";
14 si dicen: "No, entraremos en el país de Egipto; allí no veremos guerra, no oiremos el sonido de la trompeta, ni estaremos hambrientos de pan; es allí donde queremos permanecer",
15 entonces, escuchen la palabra del Señor, ustedes, resto de Judá: Así habla el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: Si ustedes pretenden a toda costa entrar en Egipto, para residir allí,
16 la espada que ustedes temen los alcanzará allí, en Egipto, y el hambre que les da miedo se adherirá a ustedes allí, en Egipto, y morirán.
17 Todos los que pretendan a toda costa entrar en Egipto para residir allí, morirán por la espada, el hambre y la peste; ninguno de ellos sobrevivirá ni escapará a la desgracia que atraeré sobre ellos.
18 Porque así habla el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: Como se ha derramado mi ira y mi furor sobre los habitantes de Jerusalén, así se derramará sobre ustedes mi furor cuando entren en Egipto; ustedes se convertirán en imprecación, devastación, maldición e ignominia, y no volverán más a este lugar".
19 Pero Jeremías dijo: "Esta es la palabra que el Señor les dirige, resto de Judá: "No entren en Egipto". Sepan bien que hoy yo les hago una solemne advertencia.
20 Ustedes se han perjudicado a sí mismos cuando me enviaron ante el Señor, su Dios, diciendo: "Ruega en favor nuestro al Señor, nuestro Dios; comunícanos todo lo que diga el Señor, nuestro Dios, y nosotros lo haremos".
21 Hoy se lo he comunicado a ustedes, pero ustedes no han oído la voz del Señor, su Dios, en nada de lo que él me envió a decirles.
22 Y ahora pueden estar seguros de que morirán por la espada, el hambre y la peste, en el lugar donde quieren entrar para residir allí".

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Introducción a Jeremías 


Jeremías

Entre las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una personalidad tan atrayente y conmovedora como JEREMÍAS. Los demás profetas nos han dejado un mensaje, sin decirnos nada, o muy poco, acerca de sí mismos. Él, en cambio, nos abre su alma en varios poemas de una sinceridad estremecedora, que nos hacen penetrar en el drama de su existencia.
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén (1. 1). Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético (1. 6). En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a "desarraigar" el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido (13. 23). El pecado de Judá está grabado con un buril de diamante en las tablas de su corazón (17. 1). Un profeta puede traer a los hombres una palabra nueva, pero no puede darles un corazón nuevo (7. 25-28).
Jeremías vio confirmada esta dolorosa experiencia en los años que precedieron a la caída de Jerusalén. Desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina. Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico. Muy a pesar suyo, Jeremías se ve comprometido en estos debates. Su posición no ofrece lugar a dudas: es preciso reconocer la supremacía de Nabucodonosor, no por razones políticas, sino porque el Señor lo ha elegido como instrumento para castigar los pecados de Judá (27. 1-22). Una vez que haya cumplido esta misión, también él tendrá que dar cuenta al Señor, que rige el destino de los pueblos y realiza sus designios a través de ellos (27. 6-7). Sin embargo, las palabras de Jeremías no encontraron ningún eco entre los partidarios de la rebelión, y en el 587 sobrevino la catástrofe final, tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
Tal como ha llegado hasta nosotros, el libro de Jeremías es uno de los más desordenados del Antiguo Testamento. Este desorden atestigua que el Libro atravesó por un largo proceso de formación antes de llegar a su composición definitiva. En el origen de la colección actual están los oráculos dictados por el mismo Jeremías (36. 32). A este núcleo original se añadieron más tarde otros materiales, muchos de ellos reelaborados por sus discípulos, y una especie de "biografía" del profeta, atribuida generalmente a su amigo y colaborador Baruc. Finalmente, al comienzo del exilio, un redactor anónimo reunió todos esos elementos en un solo volumen.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que él no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente, permitieron al pueblo desterrado en Babilonia superar la tremenda crisis del exilio. Al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. En el momento en que se veían privados de las instituciones religiosas y políticas que constituían los soportes materiales de la fe, Jeremías continuaba enseñándoles, más con su vida que con sus palabras, que lo esencial de la religión no es el culto exterior sino la unión personal con Dios y la fidelidad a sus mandamientos. Y mientras padecían el aparente silencio del Señor en una tierra extranjera, la promesa de una "Nueva Alianza" (31. 31-34) los alentaba a seguir esperando en él.
Así el aparente "fracaso" de Jeremías -como el de Jesucristo en la Cruz- fue el camino elegido por Dios para hacer surgir la vida de la muerte. No en vano la tradición cristiana ha visto en Jeremías la imagen más acabada del "Servidor sufriente" (Is. 52. 13 - 53. 12).

Fuente: Libro del Pueblo de Dios (San Pablo, 1990)

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Notas