Judith 3 Nueva Biblia de Jerusalén (Desclee, 1998) | 10 versitos |
1 Entonces le enviaron mensajeros para decirle en son de paz:
2 «Nosotros, siervos del gran rey Nabucodonosor, nos postramos ante ti. Trátanos como mejor te parezca.
3 Nuestras granjas y todo nuestro territorio, nuestros campos de trigo, los rebaños de ovejas y bueyes, todas las majadas de nuestros campamentos, están a tu disposición. Haz con ellos lo que quieras.
4 También nuestras ciudades y los que las habitan son siervos tuyos. Ven, dirígete a ellas y haz lo que te parezca bien.»
5 Los enviados se presentaron ante Holofernes y le comunicaron estas palabras.
6 Entonces él bajó con todo su ejército al litoral, puso guarniciones en las ciudades altas y les tomó los mejores hombres en calidad de tropas auxiliares.
7 Los habitantes de las ciudades y todos los de los contornos salieron a recibirle con coronas y danzando al son de tambores.
8 Holofernes saqueó sus santuarios y taló sus bosques sagrados, pues había recibido la orden de destruir todas las divinidades del país para que todas las gentes adorasen únicamente a Nabucodonosor, y todas las lenguas y todas las tribus le proclamasen dios.
9 Llegó después frente a Esdrelón, junto a Dotán, que está ante la gran sierra montañosa de Judea,
10 acampó entre Gueba y Escitópolis y se detuvo allí un mes, haciendo acopio de provisiones para su ejército.

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Introducción a Judith

El libro de Judit es la historia de una victoria del pueblo elegido contra sus enemigos, merced a la intervención de una mujer. La pequeña nación judía se enfrenta con el imponente ejército de Holofernes, que quiere someter el mundo al rey Nabucodonosor y destruir todo culto que no sea el de Nabucodonosor endiosado. Los judíos son sitiados en Betulia. Privados de agua, están a punto de rendirse. Aparece entonces Judit, viuda joven, hermosa, prudente, piadosa y decidida que triunfará sobre la apatía de sus compatriotas y luego sobre el ejército asirio. Echa en cara a los jefes de la ciudad su falta de confianza en Dios. Después ora, se acicala, sale de Betulia y se hace presentar a Holofernes. Echa mano contra él de la seducción y de la astucia y, una vez a solas con aquel militarote ebrio, le corta la cabeza. Los asirios huyen presa del pánico y su campamento es entregado al saqueo. El pueblo ensalza a Judit y se dirige a Jerusalén para una solemne acción de gracias.

Parece como si el autor hubiese multiplicado adrede los dislates de la historia para distraer la atención de cualquier contexto histórico concreto y llevarla por entero al drama religioso y a su desenlace. Es una narración hábilmente compuesta, que guarda estrecho parentesco con los apocalipsis. Holofernes, servidor de Nabucodonosor, es una síntesis de las potencias del mal; Judit, cuyo nombre significa «la Judía», representa la causa de Dios, identificada con la de la nación. Esta causa parece condenada al exterminio, pero Dios cuida de su triunfo por medio de las débiles manos de una mujer, y el pueblo santo sube a Jerusalén. El libro tiene contactos ciertos con Daniel, Ezequiel y Joel: la escena tiene lugar en la llanura de Esdrelón, cerca de la llanura de Harmaguedón, donde San Juan situará la batalla escatológica de Apo_16:16 ; la victoria de Judit es el premio de su oración, de su observancia escrupulosa de las normas de pureza legal, y, sin embargo, la perspectiva del libro es universalista: la salvación de Jerusalén queda asegurada en Betulia, en aquella Samaría odiosa para los «ortodoxos» del Judaísmo rígido; Ajior es quien da con el sentido religioso del conflicto, y Ajior es un amonita, Jdt_5:5-21 , que se convierte al Dios verdadero, Jdt_14:5-10 .

El libro fue escrito en Palestina, hacia mediados del siglo II antes de nuestra era, en una atmósfera de fervor nacional y religioso que la sublevación de los Macabeos había creado.

Fuente: Nueva Biblia de Jerusalén (1998) - referencias, notas e introducciones a los libros

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Notas

Judith 3,8
REFERENCIAS CRUZADAS

[1] 2Cr_17:6; Éxo_34:13+

NOTAS

3:8 (a) «santuarios» sir.; «territorio» griego, pero ver la continuación del v.

3:8 (b) Los reyes asirios o babilonios jamás tuvieron tal exigencia. Los Seléucidas, a ejemplo de Alejandro, fueron los primeros en exigir honores divinos.