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II Samuel 24,1-25La peste. Se compone de tres secciones: el censo (1-9), la peste (10-15), el altar (16-25). La primera tiene un carácter administrativo, la segunda es numinosa, la tercera es cúltica. Las tres se organizan perfectamente: partiendo del hecho de la peste, el censo es su causa, el altar su remedio. No cuesta comprender que la peste aparezca como castigo de Dios: el «enviado del Señor» hiere de peste al ejército de Senaquerib, el «exterminador» hería a los egipcios, «hambre-espada-peste-fieras» son cuaterna clásica de vengadores divinos. Concretamente la peste, más que otras desgracias, aterrorizaba extrañamente al hombre antiguo: su difusión rápida e incontenible, su ejecución sumaria y sin distinción de edades o personas, unido a la ignorancia de sus causas y proceso, envolvían a la peste en un aura numinosa. Era una fuerza demoníaca o un verdugo al servicio de un Dios misterioso. En la concepción yahvista (J), que reconoce un solo Dios -al menos para Israel-, la peste no puede ser instrumento de otra divinidad adversa, sino que ha de estar sometida al Señor. Por eso denuncia violentamente un estado de pecado o contaminación, que se ha de remover expiando, aplacando, confesando la culpa. David confiesa su pecado y edifica un altar para aplacar la cólera divina. En su afán de comenzar y concluir con la acción del Señor, el autor dificulta la comprensión de su relato; queda muy clara la gran inclusión, la soberanía del Señor que abarca todo el arco de los sucesos, causas y efectos y remedios; resulta extraño, sin embargo, su modo de obrar. Si todo hubiera comenzado con el pecado de David, no nos costaría entenderlo: al fin y al cabo David es mediador de bienes y desgracias para su pueblo. Pero el versículo 1 dice que Dios instiga a David a cometer un pecado, para castigar con tal ocasión al pueblo -que se supone pecador-. El Libro primero de las Crónicas, 21,1 corrige diciendo que fue Satán quien instigó a David; Satán, el adversario de Israel y del plan de Dios. El narrador primitivo no intenta racionalizar a Dios, acepta su santidad incomprensible, reconoce su dominio sobre los motivos humanos y expresa a su manera, en términos antropomórficos, su misteriosa acción en la historia humana.