Hebreos 10 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 39 versitos |
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Eficacia del sacrificio de Cristo y el sacerdocio de los creyentes

La ley es sombra de los bienes futuros, no su presencia verdadera. Con los mismos sacrificios ofrecidos periódicamente cada año, la ley nunca puede hacer perfectos a los que se acercan.
2 Porque si los hubiera purificado definitivamente, al no tener conciencia de pecado, los que rinden culto habrían dejado de ofrecerlos.
3 Por el contrario, estos sacrificios sirven para hacerles recordar sus pecados cada año,
4 ya que la sangre de toros y cabras no puede perdonar pecados.
5 Por eso, al entrar en el mundo dijo: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo.
6 No te agradaron holocaustos ni sacrificios expiatorios.
7 Entonces dije: Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad – como está escrito de mí en el libro de la ley– .
8 Primero dice que no ha querido ni le han agradado ofrendas, sacrificios, holocaustos ni sacrificios expiatorios que se ofrecen legalmente;
9 después añade: Aquí estoy para cumplir tu voluntad. Así declara abolido el primer régimen para establecer el segundo.
10 Y en virtud de esa voluntad, quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre.
11 Todo sacerdote se presenta a oficiar cada día y ofrece muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar pecados.
12 Cristo, en cambio, después de ofrecer un único sacrificio por los pecados, se sentó para siempre a la derecha de Dios
13 y se queda allí esperando a que pongan a sus enemigos como estrado de sus pies.
14 Porque con un solo sacrificio llevó a perfección definitiva a los consagrados.
15 También el Espíritu Santo nos lo atestigua, al decir:
16 Ésta es la alianza que haré con ellos en el futuro – oráculo del Señor– : pondré mis leyes en su corazón y las escribiré en su conciencia.
17 Me olvidaré de sus pecados y delitos.
18 Ahora bien, si son perdonados, ya no hace falta ofrenda por el pecado.
19

Exhortación

Por la sangre de Jesús, hermanos, tenemos libre acceso al santuario;
20 por el camino nuevo y vivo que inauguró para nosotros a través del velo del templo, a saber, de su cuerpo.
21 Tenemos un sacerdote ilustre a cargo de la casa de Dios.
22 Por tanto, acerquémonos con corazón sincero, llenos de fe, purificados por dentro de la mala conciencia y lavados por fuera con agua pura.
23 Mantengamos sin desviaciones la confesión de nuestra esperanza, porque aquel que ha hecho la promesa es fiel.
24 Ayudémonos los unos a los otros para incitarnos al amor y a las buenas obras.
25 No faltemos a las reuniones, como hacen algunos, antes bien animémonos mutuamente tanto más cuanto que vemos acercarse el día del Señor.
26 Porque si, después de recibir el conocimiento de la verdad, pecamos deliberadamente, ya no queda otro sacrificio por el pecado,
27 sino la espera angustiosa de un juicio y el fuego voraz que consumirá a los rebeldes.
28 Quien quebrantaba la ley de Moisés, era ejecutado sin compasión por el testimonio de dos o tres testigos.
29 Cuánto más será castigado, entonces, quien pisotee al Hijo de Dios, profane la sangre de la alianza que lo consagró y afrente al Espíritu de la gracia.
30 Conocemos al que dijo: Mía es la venganza, a mí me toca retribuir, y también: El Señor juzgará a su pueblo.
31 Qué terrible es caer en manos del Dios vivo.
32 Recuerden los primeros días, cuando, recién iluminados, sostuvieron el duro combate de los padecimientos:
33 unos expuestos públicamente a injurias y malos tratos, otros solidarios de los que así eran tratados.
34 Compartieron las penas de los encarcelados, aceptaron gozosos que los privaran de sus bienes, sabiendo que poseían bienes mayores y permanentes.
35 Por tanto, no pierdan la confianza, que ella les traerá una gran recompensa.
36 A ustedes les hace falta paciencia para cumplir la voluntad de Dios y obtener lo prometido.
37 Todavía un poco, muy poco, y el que ha de venir vendrá sin tardanza.
38 Mi justo vivirá por la fe; pero si se echa atrás, no me agradará.
39 Nosotros no pereceremos por echarnos atrás, sino que salvaremos nuestra vida por la fe.

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Introducción a Hebreos

HEBREOS

Carta. Más que una carta, este escrito parece una homilía pronunciada ante unos oyentes o un tratado doctrinal que interpela a sus lectores. No cuenta con la clásica introducción epistolar compuesta por el saludo, la acción de gracias y la súplica; su conclusión es escueta y muy formal. Su autor ha empleado recursos de una elegante oratoria, como las llamadas de atención y el cuidadoso movimiento entre el sujeto plural y el singular en la exhortación, características propias de un discurso entonado.

De Pablo. Ya en la antigüedad se dudó sobre su autenticidad paulina y tardó en imponerse como carta salida de la pluma del Apóstol. Las dudas persistieron, no obstante, hasta convertirse hoy en la casi certeza de que el autor no es Pablo, sino un discípulo anónimo suyo. Las razones son muchas: faltan, por ejemplo, las referencias personales; el griego que utiliza es más puro y elegante, como si fuera la lengua nativa del autor; el estilo es sosegado, expositivo, y carece de la pasión, movimiento y espontaneidad propios del Apóstol.

A los hebreos. La tradición ha afirmado que los destinatarios eran los «hebreos», o sea, los judíos convertidos al cristianismo. Y ésa sigue siendo la opinión más aceptada hoy en día. La carta cita y comenta continuamente el Antiguo Testamento; a veces alude a textos que supone conocidos. En ella se puede apreciar a una comunidad que atraviesa un momento de desaliento ante el ambiente hostil de persecución que la rodea. El entusiasmo primero se ha enfriado y, con ello, la práctica cristiana. La nostalgia del esplendor de la liturgia del Templo de Jerusalén, que se desarrolla alrededor del sacerdocio judío, está poniendo en peligro una vuelta al judaísmo, a sus instituciones y a su culto.

Fecha y lugar de composición de la carta. La fecha de composición es discutida. Algunos piensan que la carta es anterior a la destrucción de Jerusalén (año 70), pues el autor parece insinuar que el culto judío todavía se desarrolla en el Templo (10,1-3). Otros apuntan a una fecha posterior, cuyo tope sería el año 95, año en que la carta es citada por Clemente. En cuanto al lugar, la incertidumbre es completa.

Contenido de la carta. Esta carta-tratado alterna la exposición con la exhortación. Desde su sublime altura doctrinal, el autor contempla admirables y grandiosas correspondencias. La primera, entre las instituciones del Antiguo Testamento y la nueva realidad cristiana. La segunda media entre la realidad terrestre y la celeste, unidas y armonizadas por la resurrección y glorificación de Cristo. Su tema principal, provocado por la situación de los destinatarios, es el sacerdocio de Cristo y el consiguiente culto cristiano.

El sacerdocio de Cristo
. A la nostalgia de una compleja institución y práctica judías opone el autor, no otra institución ni otra práctica, sino una persona: Jesucristo, Hijo de Dios, hermano de los hombres. Él es el gran mediador, superior a Moisés; es el «sumo sacerdote», que ya barruntaba la figura excepcional y misteriosa de Melquisedec.
El autor lo explica comentando el Sal 110 y su trasfondo de Gn 14. Jesús no era de la tribu levítica, ni ejerció de sacerdote de la institución judía, era un laico. Su muerte no tuvo nada de litúrgico, fue simplemente un crimen cometido contra un inocente. Si el autor llama «sacerdote» a Cristo -el único lugar del Nuevo Testamento donde esto ocurre- lo hace rompiendo todos los moldes y esquemas, dando un sentido radicalmente nuevo, profundo y alto a su sacerdocio, y por consiguiente al sacerdocio de la Iglesia.
Jesucristo es el mediador de una alianza nueva y mejor, anunciada ya por Jeremías (cfr. Jr 31). Su sacrificio, insinuado en el Sal 40, es diverso, único y definitivo; inaugura, ya para siempre, la perfecta mediación de quien es, por una parte, verdadero Hijo de Dios y, por otra, verdadero hombre que conoce y asume la fragilidad humana en su condición mortal.
Su sacerdocio consiste en su misma vida ofrecida como don de amor a Dios su Padre, a favor y en nombre de sus hermanos y hermanas. Una vida marcada por la obediencia y solidaridad hasta el último sacrificio. Dios transformó esa muerte en resurrección, colocando esa vida ofrecida y esa sangre derramada por nosotros en un «ahora» eterno que abarca la totalidad de la historia humana con la mediación de su poder salvador.

El sacerdocio de los cristianos.
Los cristianos participan en este sacerdocio de Cristo. Es la misma vida del creyente la que, por el bautismo y su incorporación a la muerte y resurrección del Señor, se convierte en culto agradable a Dios, o lo que es lo mismo, en un cotidiano vivir en solidaridad y amor, capaces de trasformar el mundo. En esta peregrinación de fe y de esperanza del nuevo pueblo sacerdotal de Dios hacia el reposo prometido, Cristo nos acompaña como mediador, guía e intercesor.

Actualidad de la carta. Ha sido el Concilio Vaticano II el que ha puesto la Carta a los Hebreos como punto obligado de referencia para comprender el significado del sacerdocio dentro de la Iglesia, tanto el de los ministros ordenados, como el sacerdocio de los fieles. Toda la Iglesia, continuadora de la obra de Cristo, es sacerdotal. Todos y cada uno de los bautizados, hombres y mujeres, participan del único sacerdocio de Cristo, con todas las consecuencias de dignidad y protagonismo en la misión común. El sacramento del ministerio ordenado -obispos, presbíteros y diáconos-, ha sido instituido por el Señor en función y al servicio del sacerdocio de los fieles. Estamos sólo en los comienzos del gran cambio que revolucionará a la Iglesia y cuyos fundamentos puso ya el autor de esta carta.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Hebreos 10,1-18Eficacia del sacrificio de Cristo y el sacerdocio de los creyentes. El predicador da un paso más al afirmar que en el mismo sacrificio que consagra a Cristo como sacerdote (cfr. 5,9), nosotros también «quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre» (10). O lo que es lo mismo, el sacerdocio de Cristo nos hace a todos los creyentes sacerdotes como Él, al darnos la posibilidad de ofrecer nuestras vidas de amor y de servicio a Dios y a nuestros hermanos como verdadero sacrificio agradable a Dios. Así quedamos incorporados al sacrificio de Cristo. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que somos miembros del Cuerpo de Cristo.
Los sacrificios de la antigua alianza, repetidos periódicamente, no podían realizar esta maravillosa transformación, «nunca puede hacer perfectos a los que se acercan» (1) a Dios. El predicador da la razón: eran víctimas animales, externas a los hombres y las mujeres por quienes se ofrecían, no implicaban existencialmente a las personas mismas en su relación con Dios. De hecho, Dios había mostrado a lo largo de la historia del pueblo judío su indignación ante semejantes ofrendas: «estoy harto de holocaustos de carneros... la sangre de novillos, corderos... no me agrada» (Isa_1:11), «porque quiero lealtad, no sacrificios» (Ose_6:6). Dios no se fija en los sacrificios, sino en la actitud profunda de la persona que los ofrece, quien con su vida misma trata de obedecerle y serle fiel. Así es como el predicador se refiere a la vida del cristiano entendida como sacerdocio: una vida entregada al cumplimiento de la voluntad de Dios.
Ésta fue la actitud de Cristo «al entrar en el mundo» (5), continúa el predicador, poniendo en boca del mismo Cristo las palabras de Sal_40:7s: «No quisiste sacrificios... pero me formaste un cuerpo... Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (5-7). Una vez consumada la voluntad de Dios a lo largo de toda una vida entregada hasta la muerte en amor solidario con los pecadores y marginados, Cristo «se sentó para siempre», por su resurrección, «a la derecha de Dios» (12). El verbo «sentarse» que usa el predicador no tiene nada de pasivo, sino todo lo contrario, pues Cristo sigue actuando por medio del Espíritu Santo: «Ésta es la alianza que haré con ellos... pondré mis leyes en su corazón y las escribiré en su conciencia» (16), y «me olvidaré de sus pecados y delitos» (17). Es decir, nos hará capaces de ofrecer nuestras vidas a Dios como sacrificio existencial de obediencia a su voluntad, como sacerdotes que participan de su mismo sacerdocio. Es así como el apóstol Pablo ve la entera vida del cristiano: como «sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: éste es el verdadero culto» (Rom_12:1); el apóstol Pedro llamará a la comunidad cristiana «sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido» (1Pe_2:9).
Este «sacerdocio de los fieles», con todas sus consecuencias, ha sido redescubierto por el Concilio Vaticano II. Todos los creyentes, sin distinción y en virtud del bautismo recibido, somos sacerdotes; nuestra función sacerdotal es ofrecer nuestras vidas al servicio de Dios y de nuestros hermanos. Es este sacerdocio común de todos el que da sentido al ministerio ordenado -obispos, presbíteros y diáconos-, instituido por Jesucristo para estar al servicio de la comunidad sacerdotal formada por todos los cristianos. El alcance de este redescubrimiento está revolucionando poco a poco la vida de la Iglesia, convirtiendo a la hasta ahora masa silenciosa y pasiva del laicado en protagonistas, por derecho propio, en todo lo que concierne a la misión de la Iglesia en el mundo, en comunión de corresponsabilidad, no de obediencia ciega, con la jerarquía eclesial.


Hebreos 10,19-39Exhortación. Esta exhortación debe unirse a las dos anteriores (3,7-4,14 y 5,11-6,20). Del ámbito doctrinal, el predicador pasa a la tercera gran exhortación de su carta-homilía, poniendo de manifiesto las consecuencias para la vida del cristiano de todo lo que ha expuesto hasta ahora. El tono de la misma combina el entusiasmo y el optimismo con la amonestación y la advertencia. Ve a la comunidad cristiana como la casa de Dios, presidida «por un sacerdote ilustre» (21) que ha abierto las puertas del santuario y se ofrece a sí mismo como camino vivo de acceso al mismo.
Les anima a acercarse a Él «con corazón sincero, llenos de fe», como corresponde a los que por el bautismo han sido «purificados... con agua pura» (22). Les pide que den testimonio de la esperanza con sus vidas, preocupándose los unos por los otros «para incitarnos al amor y a las buenas obras» (24). Les amonesta con severidad a participar en las asambleas -la celebración eucarística, sobre todo-, dando a entender la manifiesta, repetida y culpable ausencia de algunos de ellos de la vida de la comunidad, por razones que, aunque no nos las dice, las insinúa más adelante: miedo a la persecución, tensiones dentro de la comunidad misma o simplemente desaliento y desánimo de los que se habían cansado de esperar la venida del Señor porque les parecía que tardaba demasiado. Por eso insiste en que cobremos tanto más ánimo cuanto más cercano vemos ese día (25). De lo contrario, en vez de la espera del Señor, lo único que les quedará será «la espera angustiosa de un juicio y el fuego voraz que consumirá a los rebeldes» (27). Ese castigo, prosigue con extrema dureza, estará en proporción con la falta que cometa quien pisotee al Hijo de Dios, profane su sangre y afrente al Espíritu (29).
Después de esta terrible advertencia, el predicador recuerda a la comunidad el tiempo de su primera fidelidad, aquellos días en que «sostuvieron el duro combate de los padecimientos» (32). Fueron días de penas y cárceles, de solidaridad con los perseguidos, de privación de bienes, pero también días de gozo porque experimentaron la posesión de «bienes mayores y permanentes» (34). Esta fidelidad pasada debe llenarles de confianza para enfrentarse con los tiempos difíciles por los que atraviesa la comunidad, tiempos de persecución, seguramente con el consiguiente riesgo de apostasía. El predicador termina esta exhortación con una llamada a la paciencia perseverante porque falta «todavía un poco, muy poco, y el que ha de venir vendrá sin tardanza» (37).