1ª PEDRO
Autor, fecha de composición y destinatarios de la carta. El autor se introduce en el saludo como «Pedro, apóstol de Jesucristo»; al final, dice que escribe desde Babilonia, denominación intencionada de Roma. A lo largo de la carta se presenta como anciano, testigo presencial de la pasión y gloria de Cristo (5,1); cita, aunque no verbalmente, enseñanzas de Cristo.
La tradición antigua ha atribuido la carta a Pedro desde muy pronto. Hoy no estamos tan seguros de esto por una serie de razones. He aquí algunas: ante todo, el lenguaje y estilo griegos, impropios de un pescador galileo; la carta cita el Antiguo Testamento en la versión de los Setenta, no en hebreo, y lo teje suavemente con su pensamiento. Faltan los recuerdos personales de un compañero íntimo de Jesús. Y así, otras objeciones a las que los partidarios de la autoría de Pedro responden con respectivas aclaraciones. El balance de la argumentación deja, por ahora, la solución indecisa.
Una posibilidad: el autor es Pedro, anciano y quizás prisionero, cercano a la muerte. Escribe una especie de testamento, cordial y muy sentido. Su argumento principal es la necesidad y el valor de la pasión del cristiano a ejemplo y en unión con Cristo. Encarga la redacción a Silvano (5,12). La escribió antes del año 67, fecha límite de su martirio, a los cristianos que sufrían la persecución de Nerón.
Otra posibilidad: la carta es de un autor desconocido perteneciente al círculo de Pedro, que, en tiempos difíciles, quiere llevar una palabra de aliento a otros fieles, y para ello se vale del nombre y de la autoridad del apóstol. La escribiría a mitad de la década de los 90, para comunidades cristianas que atraviesan tiempos difíciles y quizás también de persecución bajo el emperador Domiciano.
Contenido de la carta. Aunque tenga más apariencia de carta que, por ejemplo, la de Santiago, como lo demuestra el saludo, la acción de gracias y el final, en realidad se parece más a una homilía, al estilo de la Carta a los Hebreos.
El tema dominante del escrito es la pasión de Cristo, en referencia constante a los sufrimientos de los destinatarios, comunidades pobres y aisladas que estaban experimentando una doble marginación; por una parte, el ostracismo y la incomprensión de un ambiente hostil, y por otra, el aislamiento a que les conducía su mismo estilo de vida cristiano, incompatible con el modo de vivir pagano.
Aquellos hombres y mujeres sabían lo que les esperaba cuando, por medio del bautismo, se convirtieron en seguidores de Jesús. De ahí que el autor haga referencia constante a la catequesis y a la liturgia bautismal, que marcaron sus vidas para siempre. Ahora se las recuerda para que en la fe y en la esperanza se mantengan firmes en medio de la tribulación.
El autor pone insistentemente ante sus ojos el futuro que les aguarda si permanecen fieles, es decir: «una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse, reservada para ustedes en el cielo» (1,4), pero no para que se desentiendan de los deberes de la vida presente, sino todo lo contrario, para que con una conducta intachable: «Estén siempre dispuestos a defenderse si alguien les pide explicaciones de su esperanza» (3,15). Esta vida de compromiso cristiano viene comparada en la carta a un «sacerdocio santo, que ofrece sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (2,5).
I Pedro 2,1-10La piedra viva. De la «leche espiritual» de la Palabra de Dios que alimenta a la comunidad de recién nacidos, el discípulo pasa a otra imagen preñada de resonancias bíblicas: la piedra, que puede ser «piedra de cimiento» (cfr. Isa_28:16) en la que se apoya el creyente por la fe, o «piedra angular» (cfr. Sal_118:22), que es clave y remate del edificio (cfr. Zac_4:7). El desarrollo y la aplicación que hace de esta imagen constituyen la parte central de la carta y una de las más hermosas enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la comunidad cristiana.
El discípulo llama a Jesucristo «piedra viva» rechazada por los constructores, pero escogida y apreciada por Dios (4), en alusión a su pasión, muerte y resurrección. Sobre esta piedra viva se construye el «nuevo templo» que acoge la verdadera y definitiva presencia de Dios. Los cristianos son estas «piedras vivas» con las que se construye dicho templo, al que el discípulo llama «espiritual», no para indicar una realidad que perteneciera a otro mundo, sino para afirmar que, al contrario del templo «material» de Jerusalén, este nuevo templo lo constituyen las personas mismas, reunidas por el bautismo en una comunidad de fe, es decir, el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia que debe caminar con los pies bien plantados en la sociedad en que vive.
Con referencia a este nuevo pueblo de Dios, el discípulo evoca los títulos de dignidad que exaltaban la función del pueblo de Israel (cfr. Isa_43:20; Éxo_19:6), para aplicarlos como si se tratara de profecías que tienen su completo cumplimiento en la comunidad cristiana: «raza elegida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido» (9) por la muerte y resurrección de Jesús. Es probable que el creyente de hoy, que ya no está acostumbrado al lenguaje simbólico de la Biblia, no se tome muy en serio esta maravillosa descripción de la vida cristiana que hace el autor de la carta, ni que alcance a comprender la fuerza revolucionaria evangélica que lleva dentro. Por desgracia, así ha ocurrido durante mucho tiempo, hasta que el Concilio Vaticano II ha puesto de nuevo las palabras de esta carta en el centro mismo de la vida y del compromiso de toda la Iglesia.
¿Qué significa, pues, que todos y cada uno de los cristianos formemos un «sacerdocio santo» (5)? El discípulo lo explica dos veces en este apartado. En primer lugar, significa ofrecer «sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (5). Con ello se refiere a la vida misma del cristiano, hombre o mujer, se encuentre donde se encuentre y cualquiera que sea su profesión, ofrecida a Dios como don de amor y portadora de la memoria de Jesús, tal y como nos la presentan los evangelios: su obediencia filial al Padre, su amor incondicional que no conoció barreras, su opción por los pobres, débiles y marginados, su lucha por la igualdad y la justicia hasta derramar su sangre en la cruz por todos nosotros. En esto consistió el sacerdocio de Cristo, y en esto consiste el sacerdocio del cristiano recibido en el bautismo. En segundo lugar, significa proclamar «las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su maravillosa luz» (9). La primera maravilla fue el testimonio de vida; la segunda, el anuncio, la proclamación de la palabra viva de la Buena Noticia portadora de la luz de la liberación. O sea, todo cristiano es o debe ser misionero de la Palabra de Dios. La predicación y proclamación del Evangelio no está reservada para unos cuantos expertos, como los obispos y presbíteros. Todo cristiano tiene el derecho y la obligación de anunciar a Jesús, el Salvador, con sus palabras y con el testimonio de su vida.
Si esto es así, ¿para qué sirven, entonces, los obispos y presbíteros? El ministerio de estos responsables y pastores de la Iglesia ha sido instituido por el mismo Jesucristo para que, a imitación suya, estén justamente al servicio de la comunidad cristiana y para que ésta siga fiel a su compromiso sacerdotal de vida y testimonio. Como personas bautizadas, son sacerdotes como los demás; como ministros ordenados, representan a Jesús en su función de guía y pastor de la comunidad. El discípulo va a hablar de ellos en la última parte de su carta.